sábado, 1 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN CUENTO ES MÁS QUE UN CUENTO

Querida Mariana: ya está cercano el festejo de Santo Domingo. Bien decía doña Domitila: “a toda iglesita le llega su fiestecita”. El otro día leí un artículo de José Luis González Córdova (qepd) donde recuerda que, en los años sesenta, en los festejos de la feria de agosto, don Matilde (tío Mati) alquilaba revistas de monitos. En ese tiempo la feria se celebraba en el parque central, y a los comics les llamábamos “cuentos”.
Hoy, la feria es otra. No existe un local como el que tío Mati atendía. ¿Qué niño podría sentirse atraído por un lugar que alquila comics cuando todo mundo alimenta su imaginación con videojuegos?
Nunca me han gustado las ferias. De niño, a lo más que me atreví fue a subir a la rueda de caballitos, siempre y cuando mi mamá estuviese conmigo. ¿Subir al ratón loco? ¡Ni ídem! ¿Ir a Six flags? ¡Jamás! Las Atracciones Vaquerizo nunca me atrajeron. No obstante, recuerdo el puesto de tío Mati. En los años sesenta todo mundo pasaba por la feria, porque todo mundo caminaba por el parque. Ahora no es así. Ir a la feria requiere viaje especial. En ese tiempo nos ponían la feria en nuestro camino, no podíamos ignorarla.
Recuerdo el puesto de alquiler de revistas, porque, en alguna ocasión me fui a sentar ahí y pagué el “veinte”, que era la tarifa para leer una revista. Lo hice a escondidas de mi mamá, porque ella siempre me prohibió tal práctica, decía que esas revistas estaban contaminadas con miles de microbios. Ella siempre me dio el peso para que comprara la revista nueva.
Ahora hablo de tío Mati con gran cercanía porque el texto de Pepe así me lo injertó. La verdad es que nunca he puesto atención en los nombres de la gente. Me apena cuando alguien me habla de fulano o sutano y me pregunta si lo conozco. No, no, mis recuerdos son muy endebles, casi casi como si fuesen construcciones hechas con tejamanil. Recuerdo que, frente a la secundaria del estado (donde ahora está la Casa de la Cultura), había una señora que vendía dulces tradicionales y le decían “Pijuy”, pero nunca supe cómo se llamaba. El nombre de Matilde nunca lo había escuchado como nombre de hombre. Los nombres de las personas se me escapan o se me “cuatrapean”. Tal vez heredé algo de la tía Eulogia, quien, me contaba mi papá, siempre confundía a las personas reales con los personajes de las telenovelas que escuchaba. Una tarde, la tía regaba las plantas del jardín cuando un teporocho tocó en la puerta. La tía dejó la regadera en el corredor y, por los barrotes de la puerta, vio a Roberto Augusto (el personaje de la radionovela de moda). Nadie la hizo cambiar de opinión. La tía metió al teporocho a la casa, le ofreció comida y luego arregló el cuarto de las visitas. El teporocho se dejó consentir y durante dos días “soltó su cuerpecito”. Se bañó, aceptó la vestimenta nueva y la comida que, con generosidad, tía Eulogia le sirvió en una mesa de madera, debajo del árbol de durazno. Pero cuando vio que el trago no iba a aparecer, porque la tía insistió que Roberto Augusto era alcohólico anónimo (el personaje llevaba doce años sin probar gota de alcohol), esperó a que la tía entrara a la cocina y se escabulló. Mi papá contaba que ese día fue trágico. El tío, al regresar del trabajo, halló un recado en su casa. Un vecino de tía Eulogia le urgía ir a ver su hermana porque ella se había puesto mal. El tío la halló debajo del árbol de durazno, con el vestido todo sucio y el pelo descuidado. Cuando el tío la abrazó, la tía lloró la ausencia infinita de Roberto Augusto. Dicen que si la tía hubiese hecho la escena en el foro de la XEW la hubiesen contratado para hacer papeles trágicos en radionovelas. Pero la tía no fingía, en esa ocasión ella tenía su corazón como nube sin agua. Jamás se recuperó. Desde ese día prometió no volver a escuchar radionovelas ni abrir cuando tocaran la puerta. Le guardó “luto” permanente a su amado Roberto Augusto.
No creo que mi confusión llegue al extremo de la tía, pero sí tengo dificultad para identificar a la persona con el nombre correspondiente. Me cuesta mucho trabajo retener los nombres de las personas que me presentan. Creo que ya te conté lo que me pasó recién graduado
de bachiller. Mi generación fue la primera de tres años; antes el bachillerato se hacía en dos años. Fue la primera generación con áreas diversificadas: ciencias biológicas y de salud, sociales, y físicos matemáticos. Yo estudié el área de físicos (éramos diez o doce alumnos, la mayoría estaba concentrada en la de sociales). Teníamos salones especiales para las materias especiales y nos concentrábamos en un solo salón para las clases comunes, como por ejemplo, la de Historia de México o Sicología que eran materias para todas las áreas. Tengo mala memoria, pero no soy memoria pichancha, algunos de mis compañeros del área fueron Rafa Pinto, Jorge Pérez, Javier Aguilar, Marirrós Bonifaz, Roberto González, Miguel Román y ¡ya!, no recuerdo los nombres de mis otros compañeros. Al concluir el bachillerato la banda se diseminó, algunos fueron a estudiar a Tuxtla, otros truncaron sus estudios y hasta ahí llegaron, y otros más fuimos a la ciudad de México (en ese tiempo la mayoría tenía la ilusión de estudiar en la UNAM). Miguel, Jorge, Enrique y yo nos inscribimos en la Universidad Autónoma Metropolitana, institución de creación reciente. En ese tiempo, México también era otro, era más afectuoso. Un día supimos que habría un encuentro de comitecos y fuimos. Ahí encontramos un titipuchal de cuates que saludamos, en medio de bromas. La reunión fue en un auditorio, porque habría renovación de la Mesa Directiva de la Sociedad de Alumnos Comitecos radicados en el Distrito Federal. De pronto quedé frente a Daniel Trujillo (sí, recordaba su nombre, lo recordaba por ser mi compañero en la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz). Él me saludó de forma muy amable y yo correspondí preguntándole en dónde había estudiado la prepa. “Ah, no jodás -dijo- si fuimos compañeros”. Dios mío, no recordaba haberlo tenido como compañero. ¡Tres años no me bastaron! La justificación era que él había estudiado en otra área. ¡Qué justificación tan torpe! ¿Mirás qué estupidez cometí? Bueno, así soy, torpe para reconocer caras, para recordar nombres. ¡Qué pena!
A veces camino por las calles de Comitán y me topo con algún ex alumno. Lo peor que este compa me puede hacer es preguntarme si me acuerdo de él y para demostrarlo me urge a que le diga cómo se llama. ¡Dios mío, si a veces yo mismo no sé ni cómo me llamo!
No obstante, hay instantes que sí recuerdo con claridad. Uno de los regalos de cumpleaños que más recuerdo fue el que me hizo la secretaria de mi papá. Yo jugaba carritos en uno de los corredores de la casa cuando ella llegó, me dijo ¡felicidades!, y me extendió un paquete envuelto en papel de china. Deshice el papel y encontré cuatro revistas, cuatro “cuentos”. ¡Ah, fui feliz! Una de esas revistas era la historia ilustrada de Marco Polo. Muchos años después, un maestro me explicó que Marco Polo nunca mencionó la Muralla China, pero, la primera vez que vi una ilustración de la Muralla, fue en esa revista. ¿Cuáles fueron los otros regalos que mis amiguitos me dieron en la fiesta? ¡No lo recuerdo! Pero sí recuerdo con emoción esas cuatro revistas de monitos.
Muchos de mis amigos están hechos de los viajes a ranchos que hicieron de niños o de sus viajes a otras ciudades e, incluso, a otros países. ¿Yo? Yo estoy hecho de las revistas de monitos que leí y de las películas que vi en el Cine Comitán y en el Cine Montebello. Toda mi infancia y adolescencia las pasé leyendo comics y viendo cine. Nunca sentí emoción por las actividades que subyugaban a los demás. Ahora sé que mis aficiones favoritas lo fueron porque eran actividades solitarias. Nunca necesité compañía para leer o para ir al cine. Por esto, son actividades que sigo amando. Ahora de viejo también desdeño las idas a ranchos, a viajes largos para conocer países; sigo siendo escaso para asistir a reuniones donde tendré la oportunidad de “conocer gente importante”, sigo siendo huraño y no acudo a manifestaciones ni tumultos. Me gusta la soledad. Me gusta estar conmigo mismo (aparte de vos, sólo admito la compañía de pocos afectos más). Por esto, sigo emocionándome ante la lectura de un comic. ¡Ah, prefiero las revistas ilustradas por encima de cualquier viaje en trasatlántico!

Posdata: conocí Acapulco antes de ir. El cine mexicano de los sesenta y de los setenta convirtió a Acapulco en su set predilecto. Ahí Jorge Rivero le echaba los perros a Isela Vega, en películas que hoy serían calificadas de soft porno; y la novia de América, la cursilona Angélica María, andaba de manita sudada con Enrique Guzmán, en películas que hoy serían calificadas como fresísimas. Conocí el mar antes de conocerlo. Y conozco la Selva porque la he visto en el cine o en las revistas de monitos. En esos tiempos del cine en blanco y negro los cinéfilos descubrimos que había vida en Marte, porque de ahí venían los marcianos (hubo un famoso chachachá que decía: “los marcianos llegaron ya y llegaron bailando ricachá ricachá”). Si ahora la NASA ha comprobado que no hay vida en Marte no es porque nunca se haya dado, sino porque Santo, el enmascarado de plata, luchó y venció a los marcianos en la película “Santo contra la invasión de los marcianos”.
El mundo de ahora, niña de mi vida, es otro. Ahora todo se ha vuelto más plano. Hubo un tiempo en que el mundo, ¡de verdad!, vivió temeroso de ser invadido por los marcianos (no sé qué tenían los marcianos contra nosotros los terrícolas, si nunca les habíamos hecho mala cara). H. G. Wells, a través de su libro “La guerra de los mundos”, nos contó el rebumbio que se hizo cuando los marcianos invadieron la tierra. Orson Wells hizo una famosa dramatización radiofónica de dicho guión y provocó el caos. La gente pensó que, en realidad, los marcianos estaban invadiendo la tierra. ¡Eran tiempos más emocionantes! Ahora, si a un niño le cuento una historia de invasión de marcianos no la cree, con cara de sabio, diría: “¡no es cierto, no es cierto, está científicamente comprobado que en Marte no hay vida!”. El conocimiento científico ha hecho que nuestro mundo sea menos divertido que antes.
Los niños comitecos de los sesenta llenamos nuestro mundo con revistas de monitos, con ellas formamos nuestro mundo, lo diseñamos con sólidos pilares de imaginación. ¡No estábamos tan mal! Hace poco leí que el número uno de la revista Superman vale más de un millón de dólares. No creo que tío Mati tuviera uno de estos números en su changarro, ni creo que tuviese otros ejemplares de colección, lo que sí puedo asegurar es que él, sin intención de hacerse millonario, dedicó su vida a algo muy sencillo: el alquiler. Mucha gente vive de este oficio, conozco gente que renta carpas gigantes, otro que renta sillas para fiestas, otro que renta trajes, otras que rentan sus cuerpos. En fin, mucha gente vive de las rentas, pero, creo, nadie ha hecho tanto bien al mundo como aquel hombre que rentaba revistas de monitos. Todas las demás rentas son sólo para un rato: para que alguien se siente, para que alguien vista de etiqueta, para que alguien tome una copa de sidra, para que alguien desahogue su calentura. Tío Mati no alquilaba simples revistas, sembraba imaginación. Pobló nuestra mente de imágenes que nos acompañarán toda la vida. Yo, cuando menos, conocí el mar a través de las revistas de monitos, y no sólo la superficie, sino también el fondo del mar. Y eso que nunca me he metido al mar, porque, para rimar, digo que no sé nadar. Pero, miento, sí se nadar, nado en los mares de la imaginación, gracias al cine y a las revistas de monitos. Este año habrá una fiesta maravillosa en honor a Santo Domingo, pero, en las instalaciones de la feria, ni por asomo habrá un puesto donde se alquilen comics. Los tiempos son otros. ¡Tal vez a estos tiempos les hace falta un tío Mati!