sábado, 15 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LIGA VA MÁS ALLÁ DE SU LARGO

Querida Mariana: el otro día saludé a Marco Polo. Él trabaja, desde hace más de veinticinco años, en Correos de México (creo que la institución ya no se llama así). Su nombre es maravilloso. Creo que es el nombre que me evoca más nostalgia, más historia. Si escucho el nombre de César pienso en un Emperador; si escucho mi nombre pienso en Alejandro El Grande; si escucho el nombre de David, pienso en la joda que le metió a Goliat; si pienso en tu nombre pienso en El Infinito; pero si escucho el nombre de Marco Polo pienso en todos los viajes que él realizó. Y, en nuestro pueblo, tenemos un Marco Polo que también viaja. Ya te conté el otro día que uno de los regalos que más recuerdo es una revista de “monitos” que contaba los viajes de Marco Polo hacia el Oriente.
“Fui gallero”, dijo Marco Polo y yo lo vi con cara de gallina clueca. Me explicó que fue gallero porque jugaba “gallitos”. Entonces mi cara se iluminó con el recuerdo. Ustedes los jóvenes no saben que el gallito fue un juego apasionante y maravilloso que jugaban los niños de otros tiempos. Los niños tomaban una corcholata y, con una piedra, la machacaban contra el suelo hasta dejarla planita. ¿Existen aún las corcholatas? Aún cuando ahora la mayoría de refrescos tienen envase y taparroscas plásticos, el otro día que fui a comer, con los amigos, al Restaurante del Ángel, miré que las coca colas que ahí venden son de cristal y tienen corcholatas. Pocos conocen ese restaurante con el nombre original, la mayoría le dice “La tablazón” o “Las tablitas”, porque su cerca está hecha de tablas de madera. Aunque parece que un día de estos perderá la vocación, porque ya vi que edifican y, en esos contagios modernizadores, pueden terminar modificando la barda. Ese día beberemos trago, en señal de duelo de identidad.
Y el Marco Polo comiteco no sólo fue “gallero”, también fue “liguero”. Contó que los terrenos cercanos a donde estaba la Plaza de Toros, en San Sebastián (y ahora existe una cancha techada de básquetbol y un parque), eran magueyales y estos les proveían “el parque” para el juego de la liga, porque lo más sabroso era usar maguey. Los niños cortaban el trozo de una penca y hacían pedacitos que doblaban en dos. Esos pedacitos los colocaban en la liga, ésta la estiraban, apuntaban y “guatz”, el maguey salía impulsado por la catapulta y daba en la humanidad del contrario. El juego más entrañable de los niños de esos tiempos era el “parque, liga, ligazo, patada o manazo”. Con una simple liga y pedazos de cáscara de maguey, organizaban encarnizadas batallas. Y digo encarnizadas, porque los “magueyazos” que pegaban en los brazos o en la cara provocaban un ardor de padre y señor mío. Marirrós (que completaba el trío de la plática) recordó que hubo dos versiones más del ligazo: una “light”, que era con cáscara de naranja; y otra, “hard”, que era con grapas. ¡Qué! ¿Con grapas? Sí, de esas que usan en la industria y en el campo quién sabe para qué. ¡Dios mío! Grapas galvanizadas. ¡Señor! Y entonces fue Marirrós quien contó que cuando estudiábamos en la prepa, un grupo de compañeros se puso a jugar el jueguito del ligazo con grapas (¡santo Dios!) y uno de nuestros amigos recibió un grapazo en el ojo y lo perdió. Entonces lo recordé. ¡Qué juegos tan perversos los juegos de nuestros tiempos!
Una vez que la corcholata quedaba bien planita, el niño debía afilar toda la periferia a fin de que quedara como hoja de afeitar. La corcholata sencilla e inocente se convertía así en un arma blanca. Como nunca jugué tal juego, no sé bien a bien cómo funcionaba, pero yo veía cómo, cuando los amigos tenían bien aplanada y afilada la corcholata, le abrían dos agujeritos con un clavo. Por esos agujeritos insertaban un hilo de cáñamo. ¡Eso era todo! Mis amigos, con los dedos medios, enrollaban el hilo y, como si el “gallito” fuese un bandoneón argentino, le daban “fuelle”, una y otra vez, con lo que el chunche giraba a una velocidad superior a la del sonido (el zumbido era como de diez chicharras pidiendo agua, con sordina). Un niño, con su “gallito”, se ponía enfrente de otro y acercaba el juguete zumbador y trataba de cortar el hilo del otro. Sí, Marianita de mi vida, era el eterno juego donde uno trata de vencer al contrario. El juego que jugamos todos los días: el del maestro que quiere vencer al alumno a la hora del examen y viceversa; el de la mujer que quiere imponer su razón al novio y viceversa; el del poderoso que quiere someter a su gobernado y viceversa. ¡Ah, el eterno juego estéril, pero que le sirve a la gente como entretención! Desde que Dios vio que no era bueno que el hombre estuviera solo y creó a la mujer comenzó el arguende infinito que trasladado al juego se llama “gallito”.
Marco Polo recordó que tuvo un amigo “ricardo” que tenía juguetes caros. Pero el amigo prefería jugar con los juguetes que Marco Polo construía. A Marco le bastaba un trozo de madera y un machete para construir el cohete que llegaba hasta la luna. El cohete de plástico, lleno de lucecitas, que tenía el amigo no pasaba del techo de la casa. Por esto digo que el nombre de Marco Polo estuvo bien puesto. Quién sabe por qué sus papás decidieron bautizarlo así. Tal vez vieron algo en él o quisieron formularle un destino. Todos los nombres tienen un significado. Por esto, tío Arsenio decía que “el que nace para maceta no pasa del corredor”, un poco como para significar que quien se llama Mariano no tiene más destino que el marcado por su nombre. Ahora que escribo esto se me ocurre investigar el significado de Adolfo. Entro al google y encuentro: “Adolfo: que es de noble estirpe y actúa como lobo”. ¿Por eso Adolfito Hitler fue así? ¡Andá a saber! Marco Polo, igual que su tocayo del siglo quién sabe, ha viajado, ha viajado mucho. Desde niño lo ha hecho. Cuando andaba metido en los magueyales de por San Sebastián ¡viajaba! Ahora que anda metido en los cuartos húmedos de Correos ¡viaja! El mítico Marco Polo habló de las singularidades que halló en sus viajes. No otra cosa es lo que hacen los viajeros sorprendidos ante lo novedoso de los territorios ignotos. El Marco Polo comiteco hace lo mismo. Si digo que tiene más de veintitantos años trabajando en ese lugar digo que conoció la transición del correo tradicional al Internet. Ustedes, los jóvenes, no pueden entender bien a bien lo que significó el correo a nuestra generación y las generaciones anteriores. ¡Era el único medio de comunicación! David Tovilla habla de la inmediatez como parte consustancial de estas generaciones. Claro, ahora todo es ¡inmediato! Si vos querés comunicarte con alguien que está en China lo podés hacer en segundos. Pero, en los años setenta, por ejemplo, era necesario recurrir al teléfono o al correo postal y nosotros (muchachos enamorados) escribíamos cartas a nuestras amadas. Cuando fui a estudiar a la ciudad de México le escribí “al ángel”, una niña bella que conocí en un baile del Club de Leones. Yo, muy formalito, le pregunté si podía escribirle y ella dijo que sí (en ese tiempo se preguntaba, por si la niña tenía novio o los papás eran muy estrictos). En cuanto llegué a la ciudad de México fui a la papelería, elegí un papel bonito y escribí una carta, de dos o tres hojas. Por la tarde fui a la oficina de correos (la Oficina Central, la que está frente al Palacio de Bellas Artes) y luego regresé al departamento a contar las horas y los días para recibir una respuesta. Las cartas tardaban una o dos semanas en llegar. Una tarde (como a las dos) regresé de la Universidad y hallé una carta sujeta con una tachuela sobre la puerta de mi cuarto (que compartía con Quique). Era carta del ángel (le pusimos así, porque cuando Miguel bailó con ella -antes que yo- regresó diciendo, embobado: “es un ángel, es un ángel, es un ángel”). Yo, emocionadísimo, abrí la carta, con todo cuidado, tratando de no rasgar el sobre. La respuesta a mi carta de tres hojas era un párrafo mínimo, en una hoja de libreta, común y corriente. Me decepcioné. Además (dijera Ethel Krauze) ella cometió el peor error que puede cometer un amante: deslizar errores garrafales de ortografía. Ya no respondí. Esa tarde fui al cine y luego a comer unos tacos al pastor. Pero, en el fondo estaba triste, porque sabía que jamás tendría una novia que, desde Comitán, me enviara cartas preguntando por mi salud, interesándose por mis estudios, contándome de lo que sucedía en el pueblo, despidiéndose con un “te quiero y te extraño mucho”. Nadie, la verdad, aparte de mis papás, me extrañó en el pueblo. Más de quince días esperé una respuesta y ésta resultó un fiasco. ¡Bah! Por eso amo estos tiempos de Ustedes. Si alguien estudia en Francia o en China, prende su computadora, entra al Facebook y, dos segundos después, está platicando con su “ángel”. La espera ya no es elemento de estos tiempos. Tal vez por esto ustedes son tan precipitados. Dos chavos acaban de conocerse y ya se están abrazando, ya están confiándose secretos, ya están besándose, ya están jugando travesuras en camas. En ustedes la paciencia es un valor a punto de extinción. “Los rapiditos” son el pan nuestro de cada día.

Posdata: así como el Internet permite mantener comunicación con cualquier lugar del mundo, el correo de mis tiempos también permitió llegar al último lugar de la tierra (siempre y cuando en ese lugar hubiese oficina postal. Un poco lo que sucede hoy: si no hay energía eléctrica el Internet es una ventana cerrada). ¿A qué lugares del mundo enviaron cartas los comitecos? Marco Polo puede decirnos, porque él, sin duda, vio los timbres postales y descubrió los lugares de origen. Estoy casi seguro que él, cuando vio un timbre de Francia, imaginó París y viajó por sus calles y por su río. Estoy seguro que disfrutó una copa de vino y escuchó un acordeón. Supo que rue es calle y pont es puente. Hizo mezclas entre el Pont des Arts y el puente Hidalgo, y entre la rue Dauphine y la calle Rosario Castellanos. A final de cuentas, los viajeros no hacen más que asociaciones, entre lo conocido y lo novedoso. Te paso copia de un fragmento del libro de Marco Polo donde cuenta que en territorio del Gran Khan había una especie de piedra que arde como la madera: “…una clase de piedra negra, que sacan de la montaña, como los minerales, y queman como si fueran zoquetes de madera; es decir, que el fuego es más intenso y resistente que el de la madera…”. ¿Mirás? ¿Hiciste alguna asociación con algo cercano?
Me dio gusto platicar con Marco Polo y con Marirrós. Hubo un instante en que Marirrós vio hacia el techo del edificio y dijo que el árbol ya estaba muy grande. ¿Qué árbol?, pregunté. Ambos me llevaron a la calle, cruzamos hacia la otra banqueta y vi un árbol creciendo en medio de las tejas. Marirrós advirtió que era un peligro. El árbol crecerá y puede tumbar la cornisa y pegarle a un peatón. ¡Dios mío! No sé porqué asocié la imagen con la del compañero de prepa que perdió el ojo. Marirrós dijo que solicitáramos al Director de Servicios Públicos Municipales el corte del árbol. El Ingeniero Figueroa envió a su gente, de inmediato, a eliminar ese peligro latente. ¿Por qué ese árbol creció ahí, en el techo del edificio? Tal vez porque ahí es el territorio de Marco Polo. Tal vez, Dios mío, era un árbol de África o de Asia.
¿Cuáles eran los juegos que jugaban los niños que conoció Marco Polo en sus viajes? No lo sé. Lo que sé, porque lo contó, es cómo eran los juegos que jugaban los niños de San Sebastián en el tiempo en que el Marco Polo comiteco fue niño. Hoy, los niños ya no juegan “gallito”, ya no juegan “parque, liga, ligazo, patada o manazo”, ya no juegan “chinchinagua”. Hoy, estos tiempos de inmediatez obliga a los niños a jugar juegos donde la electrónica es el elemento vital. ¿Qué hemos perdido con la pérdida de esos juegos tradicionales? ¿Qué hemos ganado con la incorporación de los juegos electrónicos? No lo sé. Lo único que sé es que doy gracias a Dios por estas innovaciones tecnológicas. Cuando vos me envías un mensaje preguntando cómo estoy, me siento muy bien, porque sé que, por fin, tengo alguien que, aparte de mi Paty y de mi mamá, se preocupa por mí, y esto, de veras, es muy halagador. Vos no podés saber cuánto, porque vos sos muy joven y no podés saber qué siente un hombre de cincuenta y seis años. Casi casi me siento como Marco Polo porque mi cohete viaja a la luna mil veces, va y viene, como si fuese liga o como si fuese fuelle de “gallito”.