sábado, 17 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL PASADO SE TRANSPARENTA EN EL PRESENTE





Querida Mariana: estamos llenos de transparencias. No las vemos, pero basta tocarnos el pecho para advertir ciertas excresencias de cristal. Es el pasado que, como polvo, nos cubre a manera de suéter o de saco.
El otro día, Rosy De León subió una foto de 1975 al facebook. ¡Dios mío! En esa fotografía se ve parte del parque central que ahora ya no existe. Un día, de mil novecientos setenta y tantos, por órdenes de Jorge De la Vega Domínguez, gobernador de Chiapas en ese momento, una horda de albañiles se dedicó a tirar las casas de la Manzana de la Discordia y a modificar la traza de nuestro parque central. Los jóvenes de ese tiempo, y los no tan jóvenes, lamentaron la decisión. Hubo gente (me contaron) que se paró en una esquina del parque y lloró. Lo entiendo. Vos no podés entenderlo, porque tu parque es el parque actual. Vos, cuando salías de clases (en el bachillerato) ibas con tus compas a guasear en las gradas frente a la fuente. El parque de ahora es un parque muy cercano a ustedes. Los viejos añoramos el parque de antes, el que tenía bancas de granito y lienzos de madera en el respaldo. Bueno, con decirte que en el parque anterior había una estela maya. En ese tiempo no había un museo donde colocar las piezas mayas y usábamos el parque como Sala Maya. En una de las jardineras estaba la pieza del siglo saber qué, periodo clásico o posclásico. Sin que nadie prohibiera podíamos acercarnos a la pieza y tocarla. Hoy tenemos que entrar al Museo a ver esas valiosas piezas; en aquel entonces todo estaba al aire libre (ahora pienso que también la gente era más decente. Porque a ningún saqueador se le ocurrió hurtarla para, después, venderla en el extranjero. Pesaba un buen bonche de kilos. Tal vez por eso ningún estafador se atrevió).
La foto que Rosy subió propició muchos comentarios. Quienes pasearon en ese parque; quienes se sentaron en sus bancas o en las cadenas que rodeaban al monumento central; quienes ahí se citaron para enamorarse; quienes dieron vueltas (los hombres en un sentido y las mujeres en otro), hicieron comentarios plagados de nostalgia. Hubo quien se acordó de La Nevelandia; hubo quien se acordó del restaurante Rincón Brujo (antes, cuando la violencia no era cosa de todos los días, el restaurante bar se volvió famoso por la muerte de un parroquiano. Todo mundo propaló el rumor: “mataron un hombre en el Rincón Brujo”. La gente se arremolinó para ver cómo sacaban el cadáver. Tal vez fue motivo de una riña, porque el famoso restaurante vendía bebidas alcohólicas y a algunos se les pasaba la mano y comenzaban a discutir, lo de siempre: “soy tu padre” o “a esa me la eché”, y resultaba que “la esa” ahora era la esposa del aludido).
Alguien, al ver esas bancas de granito, con respaldo de listones de madera, dijo que ahí su novio la había enamorado. Tal vez, digo que sólo tal vez, ahí el amado se atrevió a tomarle la mano (en ese tiempo, niña bonita, todo era un proceso con pausas y ligeros acercamientos. Tomar de la mano a una chica costaba, ¡vaya que costaba! Hoy, todo es más simple, la mano de la niña es la que se posa en el “ese” del niño, y esto dos días después de haberse conocido). Tal vez, ya siendo novios, se sentaron en el centro del parque, ahí donde estaba la estatua de Belisario Domínguez (la misma que ahora está en el bulevar, a la entrada de Comitán) y se besaron (se besaron de “piquito de gallinita”, como decía un amigo), porque, ¡Santo de todos los enmascarados de plata!, lo de beso francés, de lengua, nana y nenepil, no se acostumbraba. Bueno, no en público. En lo oscurito, ahí ¡era otra cosa! Otro compa decía que ese parque sí le gustaba, más que el actual. ¡Es comprensible! Los seres humanos nos encariñamos con lo vivido. Somos reacios al cambio. Y el cambio de aquel parque al actual, fue un cambio que no sólo botó paredes sin también muros del espíritu de muchos comitecos.
Estamos llenos de transparencias. Un día, hace como dos o tres años, Miguel me dijo: “No, Alejandro, no, ahora este cielo es diferente”. Estábamos sentados en una banca del parque central, frente a donde se colocan los boleros. Yo miré hacia arriba y vi el maravilloso cielo de este maravilloso pueblo. No entendí la diferencia. Él, casi gruñón, dijo que cómo era posible que no notara la diferencia. “Antes -dijo- el cielo era más pequeño, como un llaverito. Por esto lo guardábamos en la bolsa de nuestro corazón”. Ah, dije, pero seguí sin entender. Tal vez Miguel se refería a la misma emoción que tuve en el patio central del jardín de niños, cuando tenía tres o cuatro años. La directora nos sacó al patio y nos formó. Mientras la mayoría de compañeritos “baboseaba” y se empujaba o metía las manos en las bolsas de su pantalón, yo, osado, me atreví a alzar la vista y miré el más hermoso cielo. Estaba en un lugar que me permitió ver el cielo como un cuadrado, limitado por las tejas de los corredores. Las tejas eran como olas de barro y delimitaban un cielo mar espléndido, sin mancha alguna. El cielo era completamente azul y uno podía imaginar que después de eso no había más. Tal vez Miguel se refería un poco a esto. A que el parque de antes era más pequeño, más comiteco. Nuestra ciudad es sencilla y no posee grandes edificaciones. Sus espacios no son de estadio, sino de oratorio de casa.
Yo también viví ese parque. Nunca (dado mi carácter), nunca, me declaré a alguna niña bonita. Las miraba de lejos. Los sábados por la tarde me reunía con los amigos. A mí me gustaba sentarme, no en la banca de granito sino en el lienzo superior de madera. Mis pies pisaban el asiento de granito. Ahí chanceaba con los amigos, mirábamos a las niñas que pasaban frente a nosotros, las que, coquetas, lanzaban una ligera mirada y se hacían las desentendidas. Recuerdo una niña que me gustaba mucho, vestida con falda a tablones (un poco arriba de las rodillas), con una blusa rosa cuello mao, una cadena que sostenía una medalla de la virgen de Guadalupe y oscilaba entre sus pechitos, el pelo corte príncipe valiente, calcetas blancas y zapatos negros. Me encantaba. Ramiro me decía que le hablara, que no fuera coyón. Ella pasaba y sonreía, pero éramos más de cinco los que estábamos en la banca. Yo estaba seguro que esa sonrisa no era para mí, pero los otros cuatro aseguraban que no era para alguno de ellos. Bah, así me pasé meses y meses y meses y años y siglos. Mis amigos sí tenían novias, así que como a las cinco de la tarde, ellas (por quién sabe qué misterio) aparecían en las gradas de un extremo, subían y cuando mis compas las reconocían se despedían de mí. A las cinco con diez minutos yo quedaba solo. Los miraba irse con sus niñas amadas. No me quedaba más que bajar de la banca, caminar, bajar por las gradas donde habían subido las amadas de mis amigos y caminaba a la tienda de don Rami para mirar revistas y comprar un libro de aquella famosa Colección Salvat. Ahí, en esas páginas, también leía de otros amores que sucedían en otros pueblos del mundo. Mucho de mi vida lo he pasado enterándome de amores ajenos, como si fuese un espectador del mundo viendo a través de una ventana o de una cerradura. Mi destino, lo supe desde el principio, fue ser voyeur.
Y ese parque nos fue tan cercano que lo convertimos no sólo en el patio de recreo, de confidencias, de intentos amorosos, de rupturas, sino que también fue el espacio para nuestra feria mayor, la de Santo Domingo. A finales de julio las calles que circundaban el parque se llenaban de zacatecas, de chingolingos, de expendios de ckocomilk, de la lotería de don Quique Constantino y de juegos mecánicos. A veces llegaban teatros que daban funciones de títeres (espectáculo maravilloso). En ese tiempo no había ventas de micheladas ni locales donde hicieran tatuajes. La feria de ese parque era más inocente. Frente a la calle del palacio colocaban la rueda de la fortuna y la rueda de caballitos. Los jóvenes compraban “huevos rellenos de confeti”. ¿Mirás la inocencia? Los huevos se quebraban en la cabeza de los amigos y amigas.
Me conocés, tengo una memoria endeble, como de rama de árbol seco. Por esto no recuerdo todos los locales de la manzana de la discordia, la que estaba frente a ese parque. Tengo amigos que hacen un recuento puntual. Apenas recuerdo que, contra esquina del parque estaba el consultorio del doctor Armando Gordillo; luego recuerdo un local que era atendido por don Arturo Rivera Alfaro que tenía como razón social las iniciales del nombre del propietario: Dulcería ARA, ahí, en algunas ocasiones compré chocolates; también recuerdo un negocio que aún continúa y que es como un monumento a esos tiempos ocultos en la transparencia de los siglos: El Ciclista. Ahí comprábamos los discos con los cantantes de moda: José José, Roberto Carlos (con aquella famosa canción de La Distancia), Juan Gabriel (que era un jovencito, medio amanerado -hoy está completamente amanerado- que no tenía dinero ni nada que dar) y Napoleón (artista que César admiraba y cantaba “no he oído otra cosa más triste que el canto de un grillo”). Luego recuerdo el local de Nevelandia, con la estación de radio XEUI, en la planta alta. Mi recuerdo camina al lado del Café La Pantera Rosa y el bar La Marinera, la mítica cantina de Tío Tavo, donde preparaba las macharnudas y los panes compuestos de chicharrón de hebra más ricos de todo el mundo. En la esquina de ese portal el edificio de mis papás, que fue conocido durante mucho tiempo como Casa Yanini (después que cerraron esa tienda de electrodomésticos, mi mamá abrió su tienda de estambres que atendió durante muchos, muchos años). Cuando tiraron la manzana, mi papá compró un local en el Pasaje Morales y ahí mi mamá tuvo su tienda. Ahí, los cielos se hicieron más breves todavía. Del cielo íntimo del antiguo parque pasé a la franja disimulada del Pasaje. Estos cambios han modelado mi carácter. Ahora disfruto el parque actual, pero igual que Miguel, igual que muchos, añoro el viejo parque, ese parque menos presuntuoso, ese parque que era confidente de nuestros amoríos y testigo fiel de nuestro crecimiento. Ahí, en ese viejo parque, los chavos de aquel tiempo pasaron de un pantalón de tubo a un pantalón acampanado. Sé que no podés comprender lo que eso significó. Fue un gran cambio. Mi generación vivió cambios importantísimos. Tan drásticos que aún no terminamos de entenderlos y de trascenderlos. Los chavos de ahora (clavados en pantallas) no advierten los cambios que sí advertimos nosotros. Los cielos, dice Miguel, han cambiado, ahora son más rotundos, más amplios. La mirada, dice, tarda más tiempo en abarcar el cielo. Antes bastaba alzar la vista para apropiarse de ese espacio que nos correspondía.

Posdata: niña bonita, estamos llenos de transparencias. La imagino como un espejo limpísimo, de esos que se camuflan con el aire. El día que vi esa fotografía de 1975, yo caminaba tranquilo por las calles del 2013, cargaba mi costal con cincuenta y seis años, bien vividos, silbaba una canción de Michael Bublé, comía un halls de menta (no sé cómo logro silbar y comer dulce). De pronto, sin aviso previo, choqué con un cristal limpísimo: ¡el pasado!, y caí sentado sobre una banqueta de laja. Entonces, por esos prodigios del instante, pensé que, en efecto, estaba en 1975, y caminaba por una banqueta de laja, en el barrio de San Sebastián.
La transparencia es un saco lleno de lamparones que aún nos cubre. El pasado está a la vuelta de la esquina y cuando menos lo esperamos nos asalta a medianoche o a mediodía o en la madrugada; lo topamos en cualquier calle, comiendo un durazno o aspirando el aroma de una bengala en nochebuena. Y los comitecos, ¡Dios mío!, no podemos evitar llenarnos de este pueblo en otros tiempos, los tiempos de nuestra niñez y de nuestra adolescencia. En ese parque, donde ahora toca la Marimba Orquesta Municipal, los jueves y domingos, hubo un tiempo en que colocaron un puesto de curtidos, en una feria de Santo Domingo, y yo, muchacho tímido, me atreví a invitar un curtido a una niña bonita que me gustaba. No recuerdo si ella aceptó. Y si no lo recuerdo es porque, segurísimo, ella no aceptó. Yo, como siempre, me quedé solo, con las manos adentro de las bolsas del pantalón, pensando en alguna transparencia que, de manera permanente, me impedía cruzar al otro lado.