sábado, 10 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL DESTINO ES UN HILO MUY DELGADO



Con un abrazo para mi amigo Rogerio Román,
por su cumpleaños.



Querida Mariana: ¿te gustan las cocinas? Digo, la cocina de tu casa. ¿Acudís con frecuencia? De niño casi casi vivía en la cocina. Sé que los niños de todos los tiempos visitan con frecuencia la cocina, pero ahora lo hacen por ratitos, sólo para abrir el refrigerador y sacar un pedazo de jamón o para tomar agua o para trepar en una silla y bajar la caja de cereal. En mis tiempos, los niños permanecíamos en la cocina mucho tiempo. A las seis, a la hora que la tarde “entraba” a la casa, iba a la cocina. La cocina estaba en la zona limítrofe entre la casa y el Sitio. Debía pasar un zaguán húmedo y algo oscuro, con piso de ladrillo, para llegar a la cocina, que era un cuarto grande, también con piso de ladrillo, con un fogón al centro de la estancia. Ahí, con Sara, la sirvienta, y Víctor, su hijo, permanecía una o dos horas, todas las tardes. Escuchaba lo que Sara platicaba, los sucesos del día y alguna que otra leyenda. Claro, en ese tiempo no había televisión, así que uno debía buscar en qué entretener las tardes. Me gustaba que Sara me diera una taza de peltre llena de café, calientito, y una tostada dorada en la brasa del fogón.
Cuando leí “Como agua para chocolate”, una novelilla regular de Laura Esquivel, entendí porqué la cocina me seducía. El aroma es un elemento esencial en la vida. Quienes disfrutan el café, disfrutan el aroma que se produce a la hora que comienza a hervir y esparce el aroma, como si fuese una mano generosa regando pétalos.
Cuando leí “El perfume”, de Süskind (mejor novelilla que la de la Esquivel), entendí por qué estamos hechos de aromas. Un amigo mío se quejó siempre que su esposa usaba el mismo perfume de la mamá de él. “Lo hace para confundirme”, decía mi amigo y lo decía enojado, realmente enojado. Como si fuese un chucho de Pavlov, mi compa olía el perfume y, de inmediato, pensaba en su mamá.
Mis amigos, cuando estudiábamos en la ciudad de México y compartíamos un departamento en la Avenida Cuauhtémoc, de la colonia Narvarte, decían que yo olía a “pichito”. Debe ser porque casi no sudo. Enrique me refregaba mi toalla y decía: “Olé”. Yo, nada olía, pero él insistía en que mi olor le remitía al cuarto de un bebé. ¡Me soportaban! Así como me soportaron todos los años que fumé. No sé cómo la gente resistió ese suplicio. ¡Yo, ahora, no soporto a la gente que fuma! Cuando modifiqué mis hábitos de alimentación y de conducta, los aromas se convirtieron en detonantes. Ahora no soporto a gente que fume cerca de mí, odio a los hombres y mujeres que tienen aliento alcohólico y vomito cuando huelo un pedazo de carne sancochada. Me he vuelto muy “delicadito”. Juan dice que me volví “mamón”, pedante. ¡No es así! Lo juro. Pareciera como si mi sentido de olfato se hubiese sensibilizado más. Además de que los olores de estos tiempos han cambiado. Los olores de mi infancia eran más afectuosos. Una vez, sólo una vez, acompañé a unos amigos a la Ciénaga. Ellos acostumbraban ir todos los sábados a cazar pajaritos y a meterse en el agua para sacar culebras inofensivas. Yo (pichito) nunca había ido. Esa vez fui y disfruté el cielo azul, limpio, y el aroma del aire, también limpio. El otro día recorrí un arroyo cercano y mi olfato se ofendió: ¡todo huele a mierda! El propio Centro Histórico, ya lo dijo un experto el otro día, tiene una carga ofensiva de contaminantes. Esto agrede a nuestro olfato. Me ofenden, perdón, los puestos de tacos callejeros. Antes los ignoraba, eran como la caca de paloma, ni olían ni hedían; ahora no, ese olor me resulta repulsivo. Sí, tal vez Juan tiene razón, me he convertido en un mamoncito. Porque no sólo los olores fétidos me ofenden, también los aromas “exquisitos”. Tengo un amigo que se derrama un pomo de perfume todas las mañanas. ¡Oh, Dios mío! Lo saludo de lejitos. Hay gente que al darme la mano, pareciera que está jugando “la roña” y me dicen “tú la traes”, porque dejan mi mano “infectada”.
Por fortuna, gracias a Dios, la cocina de la casa sigue oliendo a los mismos aromas de mi infancia. Dios me concede la bendición de que mi mamá sigue cocinando y ella guisa con las mismas esencias y especias de antaño. Pone un vaso de agua a calentar y le agrega una raja de canela. El aroma es reconfortante. Casi casi puedo ver cómo esa línea cruza el espacio y llega a mi nariz. ¡No me ofende! Mi mamá prepara duraznos en miel y el aroma, de igual manera, es exquisito, acariciador.
Por fortuna, gracias a Dios, tu aroma es un aroma de bosque limpio. Gracias por no usar perfumes franceses ni latas de desodorantes. Tu aroma es el aroma natural de una niña recién bañada en agua de pétalos de aire limpísimo.
Entraba a la cocina, me empapaba de sus aromas, pero jamás hice el intento de guisar. Ya te conté en otra carta que me gustaba mucho entrar a un cuarto donde estaba un costal lleno de chiles de Simojovel. Me gustaba meter mis manos y sentir el tacto de esos montones de arenitas rojas. Me gustaba abrir el cuarto y recibir la bofetada suave del aroma del chile de Simojovel. Cuando, a veces, camino por la Central de Abasto y paso por el puesto de las semillas y los chiles secos, siento como si me quitara el saco de la vejez y caminara con la camiseta del niño que fui. Nunca guisé, hasta que, en Puebla, cambié paradigmas y modifiqué todos mis hábitos alimenticios. Entonces entré al buscador de Internet y busqué cómo hacer pan integral y comencé a hacer mis pinitos en tal materia. Entonces descubrí el encanto de amasar, de integrar cada elemento de acuerdo a un orden; entendí que el orden de los factores ¡sí altera el producto! No sólo el orden sino la cantidad. Una “pizca” es esto y no otra cosa. Un gránulo de más o de menos altera el resultado. Aprendí a reconocer qué significado tenía eso que se dice de muchas cocineras y de muchos chefs: “tiene buena mano”. Los primeros panes que hice me salieron como piedras. Pero me sentí satisfecho. Por primera vez, había dejado de lado mi inutilidad y lo había intentado. Desde ese día miré con respeto a la gente que se dedica al maravilloso oficio de preparar alimentos. Me emocioné al ver a una niña partiendo cebolla y haciéndola menudita (y si no lloré fue porque no estaba cerca de la pinche cebolla). Aspiré los aromas que se desprenden de cada fruta cada vez que se abre. Me sedujo, como nunca antes, el aroma del mango y el del durazno (este aroma me remitió, de volada, a San Cristóbal de Las Casas, a uno de los terrenos de mi padrino Ramiro Ramos, quien me llevaba a cortar los duraznos más jugosos que probé en mi vida).
Entendí por qué muchas abuelas decían que “el amor entra por el estómago” (la perversa de María dice que el amor entra por otro lado, pero bueno, eso dice ella). Mi tío Mario era molestoso y al término de la comida le pedía a mi tía “un dulce, para quitar el mal sabor de la comida”, aún cuando mi tía es una excelsa cocinera.
No sé, la verdad no sé, cuántas horas se pasan las cocineras en esos espacios, pero veo que lo disfrutan. Los artistas de la cocina todo lo convierten en un ritual. Es la única manera de invocar la gentileza de los Dioses para realizar los manjares que logran.
Mi tía Emelina, siempre que venía de la ciudad de México, traía unos pastelillos deliciosos que compraba en la calle de Madero, del centro de México. Mientras nosotros disfrutábamos esos bocadillos, ella, como si todo se tratase de un trueque maravilloso, disfrutaba los tamalitos de elote que le preparaba mi mamá.
Tal vez el amor no entra por el estómago, pero lo que sí es cierto es que la gastronomía es una muestra de amor. Si alguien te quiere te prepara los alimentos con delicadeza. Mi mamá siempre hizo los pasteles de mi cumpleaños; siempre hizo los pasteles para los cumpleaños de sus nietos y de su nuera. Tal vez, por esto, nunca festejé los pasteles que me obsequiaron amigos, aún cuando esos presentes fueran de “El Globo”, afamada pastelería de México.
Cuando entendí la maravilla de la cocina supe porqué a una mujer en Comitán le decían “María sabrosa”. Cuentan que el Lic. Jorge De la Vega, cuando fue Secretario de Comercio, en el gobierno federal, el día de su cumpleaños mandaba un avión particular para que Doña María Sabrosa fuera a prepararle el banquete ofrecido a sus amigos. No sé si esto sea verdad, pero puedo creerlo.
El jueves pasado fue cumpleaños de Roge y, si hubiese estado en mis manos, le ofrecería como presente dos “bauces” y dos “popochis”, que eran dos antojitos exquisitos de un local ubicado en avenida Universidad, de la ciudad de México. El local siempre estaba lleno. Nosotros, estudiantes comitecos, vivíamos en la casa de doña Rome y el negocio nos quedaba cerca. ¡Ah, qué maravilla de disfrute! Para que alguien me entienda diría que era tan sabroso como si comiéramos dos panes compuestos y un hueso de El Foquito. Roge los disfrutaba enormidades.

Posdata: mis amigos me molestan. Cuando vamos a comer a “La tablazón” y el mesero sirve los platos con chicharrón de hebra; quesillo con chile verde, limón y sal; chorizos y longanizas asadas, grasositas; y costillitas con chile seco y jugo de limón, ellos piden un “plato de pasto recién cortado”, para el Molinari. ¡Me molestan! Algunos, incluso, me ven como si fuese yo un faquir hindú y no comiera más que aire. ¡No es para tanto! Como, como lo que Dios me envía. Deseché comer carne, embutidos, enlatados y productos que tengan conservadores. Procuro, en lo posible, comer productos naturales y orgánicos (pero con el agua de mierda del Río Grande es difícil comer una verdura limpia).
Me gustan las cocinas. Cuando voy a casa de un amigo me entrometo. Sé que es de mala educación andar hurgando por estancias tan íntimas como las recámaras o las cocinas. Los amigos nos reciben en las salas o en esos lugares que no esconden su vocación: recibidor. Yo, qué pena, no me conformo con esos espacios. No me llama el morbo. Me llama la curiosidad. Hay casas que aún conservan hornos viejos; patios en donde aún se arraciman los tercios de leña. Hay casas donde aún existen los aromas de lavanda, de agua limpia, de nube blanquísima, de cintas de menta. Aún puedo admitir que no todo huele a pescado ni a podrido. Hay aromas que son como fuegos de artificio que explotan al ritmo de un jazz o de un sabroso merengue. Hay aromas que son como papalotes que se extienden en el aire y que nos bendicen con su mano generosa. Hay olores que son fuertes, como los de las talabarterías, pero son aromas que me remiten a mi infancia y doy gracias a Dios por ellos.
El juego de mi maestra Elsa Ordaz era hallar el color de las ciudades. Yo siempre juego a hallar el aroma de las ciudades. Las ciudades de las costas son fácilmente identificables en sus aromas de sal y de palmera. ¿A qué huele Comitán? ¿Qué aromas son los que seducen a sus habitantes y a los visitantes? No sé. Nadie se atrevería a lanzar una teoría. Pero, tal vez, mucho de su seducción está escondido en sus cocinas. De lo que de ahí rezuma los propios y extraños se enamoran. Cuando viví en Puebla dije que podía tener todo de Comitán. Me bastaba cerrar los ojos para retrotraer sus calles, sus vientos, sus sonidos, sus mujeres (mis mujeres) y sus colores. Pero, ¡Dios mío!, cómo podía apoderarme de un vaso de jocoatol, cómo sentir el aroma de unos picles bañando un hueso de Tío Jul. ¡Imposible! El aroma me estaba negado y esto significaba estar manco del espíritu. ¡Nunca, tampoco, logré sintetizar el aroma de la juncia! ¡Nunca!