miércoles, 7 de agosto de 2013

EL VIAJE (segunda y última parte)





Después de rezar, Raymundo se colocó el entramado de explosivos en el pecho y luego se cubrió con un saco largo. Entró a la cocina y le dijo a su chofer que ya era hora. Dos de los mozos subieron las maletas a la cajuela del BMW. Su secretario, en la puerta, le informó que los invitados ya estaban en el hangar, lo esperaban. Antes de subir al auto, Raymundo miró la fachada de su mansión, suspiró, entró y dijo al chofer que avanzara.
Mientras tanto, en el hangar los nueve invitados ya estaban, en fila, esperando a su anfitrión. Todo mundo chanceaba. El tío Eusebio estrenaba lentes oscuros y una camisa con botones de madera. Joaquín parecía el más contento, guaseaba con todos; le preguntaba al tío Asunción, en medio de una risa como de regadera, que qué hacía para conservarse tan bien y le jalaba el talguate de la parte baja del camote del brazo izquierdo. El tío Asunción, sabiendo lo jodón que era Joaquín, se concretaba a sonreír, mientras trataba de encender un cigarro. Era la primera vez que viajaba en avión y sus manos temblaban.
A las nueve en punto, el auto de Ray llegó al hangar. Todos se apresuraron a saludarlo. El chofer abrió la cajuela y llevó las maletas hasta donde un empleado de la Compañía Aérea lo recibió. ¡Todo estaba listo! Ray no permitió que alguien lo abrazara. Se concretó a dar la mano y luego a dar una palmada en el hombro de todos, incluida la prima Rosaura. Con una gran sonrisa se colocó al inicio de la escalerilla e invitó a los nueve a subir al avión que relucía, como si fuese una tajada de sandía plateada, en medio de un frutero.
El piloto se acercó y preguntó si ya podían iniciar el vuelo. El vuelo tardaría cuarenta minutos. Ray dijo que iniciara, se sentó al lado de Joaquín y éste le agradeció, porque, como ya dijimos antes (en la entrega anterior), a pesar de que lo había chingado mucho (así lo dijo) ahora se mostraba comprensivo. No, hombre, faltaba más. Todo está perdonado. No, no, no todo está perdonado, dijo Joaquín, alzando la voz, tanto que los demás se levantaron de sus asientos y otearon por encima de los asientos. No, cabrón, dijo Joaquín, mientras el avión ya alcanzaba una altura considerable. Tú te “carranceaste” la herencia de la abuela, la parte que nos tocaba (se desabrochó el cinturón, se paró y se recargó contra el respaldo del asiento) ahora nos la quieres regresar en migajas. Rosaura dijo que se calmaran y el tío Asunción pidió compostura, mientras masticaba un cigarro como chango. Pero, los demás, comenzaron a mover la cabeza aprobando lo que decía Joaquín. Sí, agregó, el tío Eusebio, sí, tú nos quitaste la parte de herencia que nos tocaba. El grado de inconformidad subió de tal forma que hasta Rosaura se acercó a recriminarle. Ray, con los brazos cruzados, como si abrazara los explosivos mantenía silencio. A final de cuentas, pensó, en la muerte de nada sirve el dinero. ¡O nos regresas la parte que nos corresponde o acá te lleva la chingada!, dijo Joaquín y se abrió la chamarra con las dos manos y mostró una retícula de explosivos amarrada a su pecho. La escena era impactante, pues Joaquín (todo mundo lo sabe) es un hombre que casi alcanza los dos metros de altura y todas las mañanas levanta pesas en el Gimnasio de don York. ¡No, Dios mío!, gritó Rosaura. ¡Estás loco! En ese momento, Ray se desabrochó el cinturón, se paró a mitad del pasillo e imitando a Joaquín abrió su chamarra y mostró la telaraña de explosivos y, por fin, habló: ¡a todos nos llevará la chingada! Y tú, dijo Raymundo, dirigiéndose a Joaquín, ahora no me vas a ganar. Yo detonaré primero y accionó el botón del dispositivo que tenía en la mano derecha. Todos se ocultaron detrás de los asientos. Rosaura trató de rezar pero ningún rezo acudió a su mente. Los segundos pasaron, Rosaura, como lagartija, se atrevió a alzar la cabeza por encima del respaldo del asiento. En el pasillo nadie había. Joaquín y Raymundo ¡no estaban! ¿Adónde se fueron?, gritó Rosaura. Los primos y tíos salieron de sus escondrijos. El tío Romualdo caminó por el pasillo hasta llegar a la cabina, vio por debajo de los asientos y nada halló. Pareciera como si la tierra se los hubiese tragado, dijo. Rosaura, en medio de su nerviosismo, se atrevió a decir un chistorete: como si el cielo se los hubiese tragado. Cuando lo dijo todo mundo hizo silencio. Oyeron el ruido de una puerta que se abrió y vieron a Joaquín, quien, limpiándose las manos, como si se quitara el polvo, dijo ¡listo! Sirvan el champaña.
Una vez en la playa de Huatulco, Rosausa, bebiendo un coco con ginebra, juró que vio por la ventanilla el estallido, pero Joaquín dijo que no, que no era cierto. ¿Cómo crees?, dijo, el cabrón de Raymundo no tuvo tiempo de más. Joaquín platicó, mientras bebía un güisqui en las rocas debajo de un parasol, que cuando el dispositivo falló, él abrazó a Ray y lo llevó hasta la salida de emergencia. Bastó, así lo contó, abrir la puerta y empujar a Ray, que salió volando como pajarito enfermo.
Al final, Joaquín volvió a ganarle, pero si algún escritor lograra entrar a la mente de Ray en el momento en que era lanzado al vacío, hubiese descubierto que disfrutaba la caída. Tal vez, pensó, esta es la mejor manera de suicidarse. Abrió los brazos y dejó que el viento lo azotara como burro en trapiche.
El objetivo era suicidarse y lo logró. Lo otro, lo de la venganza era como un agregado que, inicialmente, no había considerado. Cuando logró ver las montañas casi al alcance de la mano corrigió su pensamiento y logró su última voluntad: intentó de nuevo y el dispositivo accionó la explosión. Tal vez Rosaura tenía la razón.