sábado, 31 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA CALLE ES MEJOR QUE LA AVENIDA





Querida Mariana: la traza de las ciudades está dividida en calles y avenidas. Cuando menos, las que conozco tienen esa división. Los automovilistas reconocen que las avenidas llevan preferencia. Esto fue así hasta que se implementó el uno por uno. Esto del uno por uno vino a aligerar el tráfico. La fórmula es sencilla, pasa un auto y luego pasa el otro. ¡Todo bonito! ¡Todo muy civilizado! Pero (ya sabés que nunca falta el famoso pero) hay ocasiones en que no resulta así y ¡el accidente aparece! ¿Por qué? Porque el compa que ve pasar un auto por la calle cree que ya, en automático, tiene la preferencia y pasa como Pedro por su avenida, sin precaución, asumiendo que el otro ya pasó y ahora “me toca a mí”. De acuerdo con las leyes de la física, cuando dos cuerpos se entrecruzan existe una colisión. ¡Elemental mi querido Watson!, pero algunos no lo ven así. Creen que el uno por uno los convierte en invisibles y pueden traspasar el otro cuerpo. ¿Nadie les ha dicho que en toda esquina que existe el uno por uno deben hacer casi el alto total? ¡Qué complicado! Cuando alguien choca acusa al otro de “animal”. Ahora es moda relacionar todo con los pobres animalitos. Si algún político hace un acto de magia y pasa del erario a la bolsa personal unos cuantos “quintolines” le llaman rata. Si una muchacha bonita es generosa le llaman zorra. Y si alguien hace el ridículo, decimos que hizo “el oso”. ¡Por Dios! En mis tiempos un oso era un animal que habitaba regiones muy distantes. En Comitán habitaba el tacuatz, el tapacamino y uno que otro burro (sin aludir a alguien en especial). El oso aparecía sólo cuando venía un circo o una caravana de húngaros y lo ponían a bailar al son del pandero.
Como todo mundo, como en casa de jabonero, cae o resbala, todos nos acordamos de “los osos” que hemos hecho. Cuando lo recordamos, así haya pasado hace mucho tiempo, todavía nos da una “chiripiolca” mental y nos chiveamos (nos ponemos colorados, pues). Todos estamos expuestos a “regalarla”. ¿No digo? Antes sólo se regaban las plantas del jardín.
El tío Enrique aún se sonroja cuando recuerda el mayor “oso” que cometió en su vida. Cuenta que un día lo llamó el Presidente Municipal y lo comisionó para integrar el Comité de Recepción que daría la bienvenida al Gobernador Aranda Osorio, en una gira. Un día antes del día señalado fue con sus compas a echar unas cervecitas. Como es sana costumbre en nuestro pueblo, las cervecitas estuvieron acompañadas con su respectiva “botella a consumo” (que dice Javier y corrobora Fernando Manzo, Doctor en Derecho, es la más grande mentira jamás inventada, porque la tal botellita siempre acaba y es preámbulo para la siguiente, por lo que, al final, los de la mesa acaban como cucarachas después de ser rociadas con baigón). Pero no sólo la botella de ron circuló esa tarde, sino, también, su respectiva “botanita”: chanfaina, barbacoa, olla podrida, chorizos, longanizas, chicharrón de hebra, hueso asado, sangrita, caldo de hongos con epazote, chiles de relleno, quesillo con jugo de limón y rodajas de chile verde y, para rellenar el hoyito de la muela, pellizcadas con asiento. “¡Ah, no te cuento, al otro día -cuenta el tío-, a las tres de la madrugada, me empezaron los ajigolones del estómago! Una ruidazón como de agua hirviendo, y ahí me tenés levantándome para ir al baño a cada rato. A las nueve me levanté, me puse mi traje café y me anudé la corbata. A la hora que apreté el nudo, sentí como exprimiera yo el vómito. Caminé, rogando a todos los santos que el té de cáscara de granada, que me preparó tu tía, funcionara como tapaculo. Caminé por el parque central con paso de garza real, no quería levantar mucho las piernas para que no me sucediera un accidente. Llegué a la presidencia, justo a la hora que el gobernador entraba por la entrada principal. Me formé en la fila de los integrantes del Comité de Recepción, al lado de mi compadre Mateo, quien tenía lentes negros, para disimular la cruda. Mi compadre se acercó y me preguntó cómo estaba la cruda. ¡Cruel!, le dije, tengo diarrea y vómito. Él se acomodó los lentes y se tapó la nariz, como si la simple mención de esas palabras generara un humo apestoso.
El Gobernador entró al Salón acompañado del Presidente y de la esposa de éste. Se acercó a la fila donde estábamos y saludó a cada uno. Con alguno bromeaba, sonreía y daba una palmada afectuosa en el hombro. Cuando se acercó a mí, sentí un retortijón como de piquete de víbora, me incliné tantito, como si él fuese un Rey, extendí la mano y no dije más porque sentí un líquido en mi boca que me la infló. El gobernador sonrió y luego se hizo tantito hacia atrás, nada dijo. Extendió la mano a mi compadre y yo tragué, pero no pude evitar cerrar los ojos. Así permanecí uno o dos segundos, tiempo en el que agradecí a los santos que el gobernador ya hubiera pasado y que el vómito había abandonado mi boca. Dios mío, qué equivocado estaba, cuando abrí los ojos vi que el gobernador me miraba, regresó y, tomándome del brazo, me preguntó: “¿Tú eres el que se casó con Chonita, verdad?”. Sentí de nuevo cómo mi boca se hinchó. Moví la cabeza para afirmar y él sonrió. “Claro -dijo y me dio una fuerte palmada en el hombro-. ¿Y cómo está ella?”. Yo no pude más, la palmada del gobernador funcionó como émbolo e impulsó el vómito. Para no manchar al gobernador me volteé y la bocanada la eché sobre el traje de mi compadre, que de inmediato gritó: “mierda” y se echó para atrás. Como si yo fuese un toro, todos se hicieron para atrás, como abanico. Me llevé la mano a la boca para evitar el vómito, pero mi mano hacía un movimiento de aspersor. Corrí hacia una de las paredes de la presidencia, me apoyé con ambas manos y vomité. El esfuerzo hizo que yo no tuviera control sobre mi cuerpo y también ensucié mi pantalón, por la parte de atrás. No, hijo. Eso fue una bacanal. Al otro día no quería salir, pensé, incluso, en comprar un boleto de camión y huir de la ciudad, pero un telefonazo del Presidente, si bien no me consoló, detuvo la pena que estaba a punto de explotar en mi cabeza y en mi corazón. El presidente me dijo que la había regado, pero que el gobernador lo había tomado con buen sentido del humor. Preguntó cuál era mi nombre y cuando lo dijeron comentó: Sí, Enrique, cómo no. Bárbaro. A la hora que le pregunté cómo estaba Chonita él vomitó. Sin duda que este Enrique no le da buena vida. Ah, si se hubiera casado conmigo otra vida llevaría. Y volvió a reír y todos quienes estaban en el salón también celebraron el buen humor del gobernador. Los de limpieza debieron desmancharon tres veces el piso y luego regaron una botella de cloro”.
Hay de accidentes a accidentes. Los que se dan por azar no los podemos controlar. Uno sube a un avión y no puede controlar el vuelo. Eso está por encima de nuestra voluntad. El otro día oí en un noticiario de la televisión que en el país muere mucha gente por causa de los rayos. Un alumno de la escuela donde laboro murió por un rayo. Jugaba fútbol llanero y, de pronto, sin aviso previo un rayo cayó sobre él. El tío Epaminondas le llama Lluvia en seco a ese fenómeno en que hay gran actividad eléctrica en el cielo sin que caiga una sola gota de agua. Lo que sí podemos controlar es lo que está al alcance de nuestra mano o de nuestro pie. En la primaria nos enseñaron que uno por uno es ¡uno! En Comitán, algunos insisten en hacer mal la sencilla operación matemática y cuando leen uno por uno dicen ¡dos!, y ahí andan queriendo que pasen dos autos a la vez.
Y esto, hablando de autos. Porque el dichoso cartelito dice que en Comitán el Peatón es Primero. Si esto fuese así, los automovilistas detendrían sus autos (en calles y avenidas) y antes de “pelearse” por pasar primero, otorgarían paso al peatón. Mi tío Eusebio se enoja porque dice que, incluso, los conocidos son unos maleducados. “En lugar de dar paso, te dicen adiós, con sus manotas asquerosas”, dice el tío.
Hubo un tiempo en que las calles y avenidas de nuestro pueblo fueron tranquilas, los autos no eran tantos como son ahora. La tía Romina es simpática. A veces voy a verla a su casa. De inmediato me dice que me siente en una de las poltronas que tiene en el corredor, al lado de las macetas con helechos y me ofrece una taza de café o un vaso de agua. Antes de que yo conteste va a la cocina y sale con un vaso de agua, con una servilleta. Ella sabe que no tomo café. Su ofrecimiento es mera fórmula de cortesía. Me siento y, siempre, como si fuese la primera vez, me dice, por enésima ocasión: “¡Qué tal! Los comitecos estamos mal. Dicen que este año celebramos 200 años de haber recibido el título de ciudad. ¿Y cómo lo celebramos? Reculando porque ahora volvimos a ser pueblo, pueblo mágico, pero pueblo. ¡Ay, Dios mío!”. Son puntadas de la tía. Y te cuento esto, porque ella también dice que si de verdad volvimos a ser pueblo, ¿por qué no rescatamos la tranquilidad de antaño? ¡Que prohíban que los carros circulen en el centro!, dice, mientras se abanica, aunque no haga calor. Está bien, insiste, si vamos a ser pueblo ¡lo seamos!, pero lo seamos con dignidad. El centro de nuestro pueblo parece el centro del distrito federal, con contaminación y miles de coches que se te vienen encima. ¡Cierren el centro y caminemos! Yo nada digo, tomo un sorbo de agua, pero pienso que no es mala idea. Bueno, ya los urbanistas expertos han insistido en que el cierre para circulación de vehículos en los centros históricos de las ciudades permite una calidad de vida superior. Las familias transitan de manera tranquila y armoniosa. Cuando hay andadores que prohíben el tránsito de vehículos todo cambia. En fin, algún día, sin duda, las autoridades tomarán esta medida y eso hará que Comitán sea la ciudad digna que todos queremos.
“El venado” es el hombre a quien su mujer le pone el cuerno. “Burra” es la niña que no estudió y sacó cinco en el examen de inglés. “Tacuatz” es el muchacho que hace como que la Virgen le habla y no pone atención a lo que le indican sus superiores. Si un señor huele a llanta quemada dicen que huele “a león”. “Velo aquél está cuch de bolo”, dicen cuando un modesto practicante del arte de la bebida queda tintintop sobre el suelo.
¿Mirás, niña de mi bebida, digo, de mi vida? Estos tiempos son tiempos de andar agarrando a los pobres animales para hacer comparaciones tristes. Nadie quiere ser venado, nadie quiere ser burro, nadie quiere ser cuch, nadie quiere hacer osos. Se entiende, el que lee y escribe es ¡un ser humano! Nunca he visto que un burro maneje (ah, pues, no te riás, estamos chupando tranquilos); nunca he visto a una burra que presente un examen de inglés. Parece entonces que tenemos cierta confusión y esto hace que no nos pensemos seres humanos pensantes, porque si nos asumiéramos como tales respetaríamos la señal tan sencilla que dice que en Comitán el peatón es primero y que los automovilistas, cuando hay el uno x uno, deben hacer casi alto total y ver si viene un auto o no. Es tan sencillo.

Posdata: vos sabés que la Quinta Avenida es, tal vez, la avenida más famosa de Nueva York. Por esto, cuando mi primo Gonzalo me preguntó dónde vivía y le dije que en la quinta avenida, rió y luego me dijo: “no, pues, en serio, ¿dónde vivís?”. ¿Cómo le explicaba que vivo en la quinta avenida, avenida que lleva el nombre de Dolores Albores en memoria de quien fue cronista de Comitán? Vivo en la quinta avenida, pero de un pueblo hermoso que se llama Comitán. Vos sabés que no cambio el parque de San Sebastián por Central Park, ni cambio una tarde en los Lagos de Montebello por unas horas embobado frente a los aparadores de Tiffany. ¿Vos cambiás un hueso de tío Jul por una súper hamburguesa de McDonalds? ¿Cambiás una tarde sosegada del parque central por una tarde apocalíptica en una avenida de Manhattan? Yo no. Yo vivo tranquilo acá, en este pueblo que, ahora, en el mes de octubre conmemorará doscientos años de haber recibido el título de ciudad. ¿Cuál es el mayor “oso” que has hecho en la vida? ¿Me lo contás mañana en la tarde cuando nos miremos en nuestra banca del parque central? No lo digás con nadie, pero te quiero, te quiero.