sábado, 24 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL HUECO ESTÁ HECHO CON MUROS LLENOS DE VACÍO





Querida Mariana: contame un cuento. Alex dice que su hijito, de apenas un mes de edad, espera que él le cuente un cuento. No importa el tema, ¡importa la voz! Parece que la criaturita disfruta la voz del papá, así como la de la mamá. Además, dice Alex, el niño llora cuando él le quita la música. ¡Tal vez será un Bocelli cualquiera! (hago votos porque jamás escuche a Arjona).
“Contame un cuento”, así me decía mi sobrina Pao, hace muchos años. Yo llevaba mi cerveza (en ese tiempo bebía bien sabroso), sacaba un libro del librero de caoba y me sentaba al lado de su cama. Mi sobrina Pao tenía cuatro o cinco años de edad. Era una niña bella (sigue siendo bella, pero ahora, como dijera el perverso de Manuel: “ya alcanza el timbre”). El otro día, con sus dieciocho años de edad, llegó, me abrazó y dijo: tío, contame un cuento. Yo estuve a punto de decirle: Ay, niña bonita, como que ya estás grandecita, como que mejor te lo cuente tu novio. Pero, por fortuna, callé y dije que sí, que ¡claro!
“Contame un cuento” es una frase que ha existido desde siempre. A veces pienso que el hombre comenzó a hablar porque tenía necesidad de contar un cuento.
Dicen que ahora se ha perdido esa hermosa costumbre de contar cuentos a los niños. ¡No lo creo! Sé de muchos papás que se acercan al buró, prenden la lámpara de noche, mientras sus niños se ponen el pijama y una vez que los críos están en cama, bien cobijados, abren un libro y les leen un cuentito clásico o un cuento moderno.
A veces, en el salón de clases de la Universidad, reúno a mis alumnos en torno mío, como si fuese un viejo abuelo, y les leo un cuento. ¡Lo disfrutan! A veces, empleo la técnica de dejar incompleta la lectura. Compruebo que dos o tres se acercan y me preguntan dónde pueden conseguir el libro para terminar la lectura. Quedan “picados”.
Mis papás no fueron grandes lectores. Mi mamá, por las tardes, prende la televisión, toma un par de agujetas y teje, teje mucho. Pero, mi papá se sabía dos o tres cuentitos, de memoria, y me los contaba. Disfrutaba mucho ese acto. Ahora mismo que lo escribo algo como una sonrisa aparece en mi espíritu. Recuerdo la luz ambarina, el piso de madera, el conejito de felpa en el buró, un cierto aroma a belladona (ungüento para golpes) y veo a mi papá, sentado a mi lado, contándome cómo el conejo veloz, pero huevón y confiado, fue vencido por la tortuga lenta. ¡Un clásico! Un clásico inspirador, porque el oyente sabía que dicha fábula contenía una gran enseñanza: si eres un conejo nunca subestimes al otro ni te envanezcas de tus fortalezas; si eres una tortuga lenta recuerda que paso a paso una oruga puede subir a la cima de una montaña (tal vez un día te salgan alas). ¡Ah, qué maravillosas noches, cuando mi papá y mi mamá, a mi lado, me contaban cuentitos!
No sé qué prodigio tenían esas historias que no me bastaba oírlas una y otra vez. Siempre pedía más. Las mismas historias repetidas llenaban mis noches. Como si fuesen canciones, pedía que las repitieran. Cuando uno crece (¡qué estúpido!) llega a decir, fastidiado: “ya me lo contaste” y deja a los papás sentados en el sofá, sin escucharlos. Perdemos el gusto de la repetición, del acto vuelto a cincelar. Nos deslumbra lo novedoso, sin saber que el gusto de la vida está en el acto maravilloso de lo infinito. Y lo infinito es la misma historia contada una y otra vez, hasta “la infinitud”.
Agustín Lara dijo: “solamente una vez amé en la vida, solamente una vez y nada más”. Siendo adolescente siempre llamó mi atención tal aseveración. ¿Solamente una vez? ¡Ah, qué jodida es la vida de este compa!, pensaba. Ahora, después de recorrido un buen trecho de vida creo que, en efecto, sólo se ama una vez; así como el artista pinta un solo cuadro, así como el escritor escribe un solo libro, así el hombre sólo vive una sola historia de amor. ¡Claro, en diversos capítulos y en diversos escenarios y con diversos amores! ¡Un solo amor! Este amor inicia el día del nacimiento y termina al morir. El hombre sólo ama a una mujer en mil mujeres y lo mismo sucede con la mujer: sólo ama a un hombre en mil hombres.
¿Cuántos novios has tenido? ¿Tres? ¿Cuatro? Tendrás más hombres y todos esos amores serán, si me permitís el término, los gajos de tu amor, las nubes que, a final de tu vida, constituirán el cielo de tu amor. Así como la vida es única repartida en millares de instantes, así el amor es una secuencia finita.
De igual manera, todos los cuentos que me han contado forman el gran libro personal. Me fascina la idea de que cada ser humano realiza su libro personal. ¿Qué cuentos te platicaba tu papá cuando eras niña? Cada uno de esos relatos se ha ido integrando a tu libro personal ¡único! Los niños de Buenos Aires, Argentina, escuchan, aprenden y viven historias muy diferentes a las que escuchan y viven los niños de París, Francia. Pero lo que acabo de decir es una generalización, lo correcto es decir que cada niño de Buenos Aires y cada niño de París ha escuchado, aprendido y vivido historias únicas.
El otro día le pedí a Gabriel que me hiciera la relación de libros que había leído. ¿Todos?, preguntó. Bueno, dije yo, todos todos ¡no! (no creo que haya un ser en el mundo que tenga la relación exacta de los libros leídos). Una relación cercana, dije. Meses más tarde, Gabriel me entregó la relación: ¡quinientos doce libros! ¡Pucha! ¡Qué maravilla! Comencé a palomear los libros que yo, también, he leído. No más de cuarenta. Pero, en mi lista aparecieron libros que él nunca ha leído. Cada hombre va pepenando libros diversos y, a final, la hoja de vida contiene una relación muy personal.
“Te cuento un cuento”, dijo Sherezada al Rey y cuando éste aceptó, Sherezada le contó mil y un cuentos; y, en lo íntimo, creo que ella pudo contar un millón y uno más, pero se detuvo para no agotar el género; se detuvo para que vos, yo, y los demás, continuemos la tradición.
Nadie debe contar más de mil un cuentos, sería una “soberana” soberbia. Hay algunos mortales (los que se “mueren” por romper los record Guiness), que se empecinan en contar de más. En el pueblo, niña gaviota, abundan los chismosos; abundan los que se levantan de madrugada con el simple objetivo de contar más que el día anterior. ¡Son unos pesados!
Los cuentos, niña agosto, alientan la imaginación. Los cuentos infantiles no aceptan límites. Cuando alguien expresa esa frase común y sobada de que “la realidad supera a la ficción”, yo sonrío. Es una frase tonta, frase favorita de quienes “tienen los pies bien puestos sobre la tierra” y les falta alas para imaginar. ¡Qué tontitos! La imaginación es fruto del árbol mayor y si la realidad no es tan jodida es gracias a los seres que imaginaron un mundo mejor. Todo invento tiene su semilla en ese pozo que se llama imaginación. El hombre común, a pesar de su ingenio y de su saber, no ha logrado inventar algo tan fantástico como una alfombra voladora. Hay aviones, helicópteros y mil chunches alados más, pero no hay un petate volador que vuele sin combustible. Esto sólo es posible a través de la imaginación. Por lo tanto, la imaginación supera a la realidad todas las veces que vuela sobre un petate volador. La mujer más fantástica de toda la historia del hombre es Sherezada. Cuentan que Cleopatra fue una mujer que, con su belleza física, logró derretir a más de un hombre poderosísimo. Sherezada logró hipnotizar a un rey con el atributo más sencillo que posee el hombre: ¡la palabra!
“Contame un cuento”, me pedía mi sobrina, hace años. Cuando lo hacía lo hacía a través de la palabra y, a través de esta misma, yo lo contaba. Cada vez que un papá o una mamá cuentan un cuento a sus niños lo hacen con esa antorcha que nos legaron los hombres antiguos, los que ya son polvo. Todo lo que los antiguos nos dejaron como herencia se ha desgastado, se ha enmohecido, se ha empolvado, se ha consumido. Lo único que nos queda con el mismo brillo, acaso con un poco más de luz, es ¡la palabra! El brillo de la palabra sigue iluminando la conciencia y el espíritu de la humanidad. ¿Has pensado alguna vez que, cada segundo, se emiten millones de palabras? ¿Has pensado en el poder de ellas? ¿Has pensado en el prodigio de que estas palabras, hilvanadas en forma magistral, producen unos bellos tejidos que se llaman cuentos? ¿Y has pensado en los cuentos como el puente más prodigioso que ha tendido el hombre para consumir el tedio y llenar nuestros mundos con la luz de la imaginación? La calidez de esa herencia sigue abrazando el corazón de los niños cada vez que los papás se acercan a la cama, acomodan las colchas alrededor de sus hijos para que estén calientitos y, amorosos, cuentan un cuento. Es maravilloso ver cómo los críos van cerrando sus ojos, poco a poco, mientras los papás bajan la voz a fin de que el sueño abrace el alma de los niños; es prodigioso ver cómo los papás se levantan, apagan la luz del buró y caminan en puntillas para no despertar a sus hijos. ¿Has pensado alguna vez en la magia que produce un cuento en el sueño de un niño?

Posdata: Julio Cortázar, en la primera cátedra que impartió a los alumnos de la Universidad de Berkeley, en 1980, dijo que dos atributos de un buen cuento son: la tensión y la intensidad.
Quienes cuentan cuentos, tal vez no ponen mucha atención en esos dos elementos de la estructura de una narración, pero para quienes desean escribir cuentos para que éstos sean contados, de generación en generación, deben tomar en cuenta estas dos sugerencias de un gran maestro del cuento mundial. ¿Qué es la intensidad? ¿Qué es la tensión? Cuando oigo la palabra intensidad pienso en las manos de Límbano Vidal a la hora de interpretar la marimba. Cuando oigo la palabra tensión pienso en la liga que jugábamos de niños, con las dos manos la estirábamos poco a poco, el juego era llegar a tensarla al máximo sin que se rompiera. A medida que la liga se estiraba, de igual forma se estiraba nuestra emoción. Tal vez por ahí está el secreto de un buen cuento.
Cuando Pao, hace pocos meses, me volvió a pedir que le contara un cuento no dudé. Tomé un cuento de Julio Cortázar y se lo conté, casi de memoria. Vi cómo su carita se iluminó. Como si volviera a ser la misma niña de hace años, ella cerró sus ojitos y se dejó guiar por los caminos que las palabras de Julio iban abriendo. El verso del poeta que enuncia “no hay camino, se hace camino al andar” se aplica perfectamente a la emoción de la palabra. No hay senderos. Los senderos los hacemos los hombres en la medida que hablamos, en la medida que contamos. Marianita de todos mis cielos ¡contame un cuento!, mientras yo bebo un té de limón (es más sabroso que la cerveza). ¡Contame el cuento que cuenta la historia del hombre que se dobló un tobillo en el instante que estaba a cien metros de la meta! ¡Contame el cuento de la niña que despertó en medio de una carretera por donde pasaban autos que corrían a velocidades de cien kilómetros por hora! ¡Contame el cuento de Juan Pirulero! ¡Contame del uno al millón y decime que yo sí puedo contar con vos!