sábado, 3 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AGUA PERMITE SER EMBOTELLADA





Querida Mariana: hace años que dejé de tomar coca cola. Tengo varios amigos “cocadependientes” (hablo del refresco, aún cuando también tengo un compa poeta que le entra a lo otro y mira chinchibules con mezclilla cuando anda en el pasón). Veo cómo disfrutan al beberla, pero, como si fuera cigarro o grasas saturadas, tienen complejo de culpa al consumirla. Saben que estas aguas negras no hacen bien.
Lo de la coca cola es como una muestra de lo perversos que podemos ser los humanos. ¿Cómo el hombre logra aliar lo bueno con lo malo? El agua natural, buena por naturaleza, se convierte en un peligro para la salud a la hora que el hombre le agrega elementos químicos nocivos. Bueno, de igual manera, el hombre ha hecho que la naturaleza (buena por esencia) se convierta en un factor de riesgo para la sobrevivencia del hombre.
Vos sabés que casi no viajo, pero cuando salgo a los alrededores de Comitán me topo con riachuelos llenos de botellas de plástico. Bueno, para no ir tan lejos, el otro día di una vuelta por el Cbtis 108 y el afluente que está al lado lo vi contaminadísimo.
Mis amigos me molestan, porque soy vegetariano. Cuando vamos a comer a “La casa al final de la calle” o a “La Tablazón” me pasan enfrente el plato de chicharrón de hebra o las longanizas relucientes de grasita. “¡Te lo estás perdiendo!”, me dice Quique. En realidad nada me pierdo, porque disfruto las verduritas que prepara mi mamá en casa. Pero, el otro día, el maestro Huguito me enseñó unas fotografías de las huertas regadas con aguas del Río Grande. “Pura caca estás comiendo”, me dijo. Marirrós dice que como kilos de gramoxone. Si como carne ¡malo!; si como verduras ¡malo! “Pendejo -dijo Memo- tragá aire”. Parece que no es mala sugerencia, pero, Dios mío, apenas Memo lo dijo cuando vimos un camión echando toneladas de humo.
El agua es generosa y se desparrama como milagro por todos los valles. El hombre coloca diques, pero el agua, astuta (dije ¡astuta!), busca hendijas y corre como caballo desbocado. Sólo en los envases es atrapada. Cuando fui niño me sorprendí la primera vez que vi un “vitrolero” lleno de agua de sandía. Vi a la mujer cortar los trozos de sandía y echarlos al agua limpia. El agua no tardó ni un segundo en ponerse chapeada, como cachete de niña inocente. Es una bobera lo que te diré, pero, me sorprendió ver cómo el agua se acomodaba al vitrolero y se repegaba a cada una de las paredes transparentes del cristal. Ya en Secundaria el prodigio fue explicado en clase de física: el agua toma la forma del recipiente que la contiene. ¡Ah, ah!, pero cuando tenía seis o siete años, la física no me explicaba la maravilla del mundo. Ahora, viejo ya, con cincuenta y seis años de edad, me sigue sorprendiendo esa capacidad del agua. El agua es sabia, se acomoda a cualquier situación: corre libre cuando es lluvia, cuando es orín, cuando es río, cuando es llanto; pero, también se acomoda cuando el hombre la aprisiona en un vitrolero, en una botella o en una bacinica. El agua no sufre, no reclama.
Esa mañana de mi niñez, mi mamá pidió dos vasos de agua a la mujer que despachaba. La mujer colocó dos vasos limpísimos sobre la carpeta de plástico del mostrador y metió el cucharón en la superficie del agua de sandía. Perdón, es una simpleza, pero vi que de ese mar infinito que estaba en el vitrolero, el agua se redujo a la forma circular del cucharón y luego, sin ninguna dificultad, se acomodó, como se acomoda el recién nacido, en la cuna del vaso de cristal. Perdón, sé que ahora me mirás como un tontito, pero a mí me sorprendió esa capacidad de acomodo.
Sólo el aire tiene más capacidad de adaptación que el agua. Todos los demás objetos del mundo son necios, tercos. Después de tomar el agua fresca miré el vaso y vi que no se acomodaba a la forma de mi mano, tampoco mi mano se acomodaba a la forma del vaso. Mi mano y el vaso seguían conservando su forma. Sólo el aire que rodeaba al vaso, al mostrador, a mi mamá, se acomodaba a la forma de ellos y retozaba como niño en columpio.
Desde entonces, perdón por la insistencia, el agua y el aire se convirtieron en las esencias de mi mundo. Vi con mucho respeto al aire y al agua. Nunca aprendí a nadar, por esto nado en el aire. Una vez, con Adolfo y su Paty fuimos a Chukumaltic. Adolfo me asustó en el camino. El sendero estaba cubierto con maleza, tan alta que nos llegaba hasta la cintura. Él dijo que era territorio de culebras, algunas venenosas. Yo, te juro, tutuldioso como soy, caminaba de prisa, y alzando los pies como güet, como flamenco inquieto. Chukumaltic, vos conocés, es un espacio hermoso. Dicen que es un cenote. Don Milito decía que la oquedad se hizo por la caída de un meteorito. ¡Andá a saber si es cierto! La transparencia de sus aguas es proverbial. A mí me encanta acercarme en la orilla y ver la lamita que crece. Dicen que a mitad del cenote, a cierta profundidad, hay una formación geológica que forma algo así como una mesa de piedra. Esto sólo lo pueden ver los buzos. En fin, viendo esa maravilla olvidé el temor de las serpientes. Paty y Adolfo se pusieron sus trajes de baño y se metieron. Nadaron hasta llegar al centro y los vi dueños del universo. Cuando salieron del agua, Adolfo insistió en decirme que entrara, aunque sea con unos flotadores, me dijo. No podés perderte la sensación que produce, concluyó. Yo abrí los brazos y le dije que esa sensación la tenía en medio del aire. ¡No, no!, dijo él. El agua no tiene comparación. ¿De verdad? Debe ser cierto, pero en mi caso no lo es. He visto hombres que se ahogan en la vida, que no saben nadar en el aire. Yo, gracias a Dios, soy un experto nadador en el aire. Tal vez esto hace la diferencia. Cada que abro los brazos a mitad del parque central o en medio de un campo cercano a Comitán estoy como Adolfo y Paty, en el centro del cenote. Siento cómo el aire se acomoda a mi cuerpo y toma su forma. Soy como el agua que se acomoda al recipiente que lo contiene o al revés.
El mundo, qué pena, como agua negra, se ha acomodado al recipiente ideado por la Coca Cola. Millones de refrescos se consumen en nuestro país. Es comprensible. Millones de anuncios nos refriegan a toda hora que la coca es “la chispa de la vida”.
Carlos me dijo el otro día que los chorros de La Pila ya se hicieron viejos. ¡Imposible!, le dije. Sí, replicó él. El agua no envejece, dije. Pero él, quien no es amigo de discutir nimiedades, me invitó a que fuéramos a La Pila. Pasamos por el Mercado Primero de Mayo, por el Colegio Regina, por un negocio de tacos y llegamos al parque. El parque, como siempre, tenía el rostro armonioso, el viento acariciaba la fronda de la Pochota. Llegamos a los chorros y Carlos metió las manos en uno de ellos y se lavó la cara. Alzó su rostro y dejó que el viento lo secara. Vi que Carlos era feliz en ese instante. La felicidad es eso, apenas un instante. ¿Ya viste?, me preguntó. Los chorros, dijo, están disminuidos y ya orinan como viejos. Tuve que admitir que el agua no envejece, pero los manantiales acusan disminución y esto provoca que el goteo sea como acordeón sin aire.
El agua fluye libre por todos lados. Cuando llueve es atrapada en vasijas, en ollas o en albercas. Cuando llena los recipientes recupera su libertad, reboza y fluye libre buscando alguna hendija para regresar a los manantiales originales. Todavía de viejo me seduce el fenómeno de la evaporación. A veces, sólo por travesura, sólo por curiosidad, pongo a calentar agua. Lleno el recipiente hasta la mitad y pongo la flama a la máxima intensidad. Admiro el instante en que el agua comienza a tomar vida y se llena de burbujitas, ¡ah, cómo hierve! Dejo que el “burbujerío” baile de forma intensa. Es una maravilla ver cómo el agua abandona la placidez y comienza a invisibilizarse. Llega un momento en que toda el agua ¡desaparece! De acuerdo con las leyes de la física el líquido toma otro estado y se convierte en vapor. Como soy medio inútil para cuestiones de ciencia ¡todo me sorprende!, y hago relaciones de primer grado.
Me sorprende ver, después de la lluvia, cómo los charcos comienzan a desaparecer cuando el sol coloca sus manos sobre ellos.

Posdata: me sorprende ver cómo crecen los árboles. Bueno, no sólo me sorprende el crecimiento de los árboles, me sorprende, sobre todo, el crecimiento de los niños. Recién nacidos son como semillitas de maíz, pronto se estiran como si fuesen sueños en madrugada.
Los árboles crecen al amparo del agua. Cuando alguien siembra un arbolito de esos raquíticos de vivero si no se cuida, si no se riega, ¡se seca! El árbol necesita del agua y del aire. Tal vez, por esto, siempre me he pensado como un hombre árbol. A veces dejo que alguna chinita haga su nido en mi fronda; a veces dejo (ni modos) que algún perro alce la pata y me orine; a veces (qué pena) algún papalote se enreda en mis ramas. Soy un árbol, algo enclenque, pero soporto los columpios que, a veces, algunas niñas amarran en mis ramas más bajas. He soportado vientos fuertes, porque, gracias a Dios, mis raíces se han fortalecido.
Cuando fui pequeño, tan pequeño como una varita indefensa, mis papás me regaron con agua buena. No les era difícil hallar el agua limpia; no tenían necesidad de caminar por caminos polvosos, ya que el agua de su corazón les bastaba.
Crecí, un poco torcido (por fortuna, mi amigo Fabio Morábito, poeta de excelencia, siempre dice que es bueno que el hombre no crezca enhiesto, si no de qué hablaría después). Crecí, y sin tener gran altura, sé que mi destino no es el de la tierra. De la tierra es la serpiente que se ocultó la tarde que acompañé a Adolfo y a Paty a Chukumaltic. Mi destino no es la altura, pero tampoco la caverna. Parece que mis nubes tienen la gracia del vapor, del agua que juguetea después de la lluvia y cuando el sol aparece ¡levita!
Por esto, niña bonita, decidí ser escritor. El oficio de escritor vuela tantito, camina por todos los callejones y patios del mundo, pero, luego, toma alas de papel y vuela tantito, como papalote, como avioncito de hoja de cuaderno.
Me pierdo cosas en la vida. Nunca seré un barquito. Admiro y respeto el agua, pero no estoy hecho para el agua. ¡Estoy hecho para el aire, para el viento! Por esto, cuando bajo a La Pila, a la hora que me paro en la plaza, alrededor del arriate que circunda al árbol mayor, a esa hora cierro los ojos, abro los brazos, levanto mi cara y siento que nado, que nado en el aire. Lo mismo hago a la hora que bajo del parque y cruzo la calle y llego hasta la proximidad de los chorros: cierro los ojos, meto mis manos debajo del chorro y oigo cómo el agua habla con mis manos, con mi cuerpo, con mi alma.
Sé que el agua sólo es la esencia que me murmura sus historias. El aire, en cambio, parece llenarse en mí. Cuando me lleno de aire, Dios hace que hierva y se convierta en vapor. En ese instante es cuando soy feliz.
Los científicos insisten en hallar agua en planetas distantes, dicen que eso sería prueba de vida. Yo no busco el agua, busco, siempre, ¡el aire! El aire de tus brazos, el aire de tus palabras. En el aire no me ahogo. En el aire hallo la nube que viaja, la nube que bebe los corazones, la nube que llueve, que llueve la vida.