lunes, 5 de agosto de 2013

EL VIAJE (primera de dos partes)





No es el lugar ni la hora para explicar porqué Raymundo decidió suicidarse. El lector sabe que hay mil motivos para tomar una determinación similar. Tal vez sí sea conveniente decir que Ray lo hizo no por una decepción amorosa ni por motivos económicos; era rico y nunca tuvo una relación amorosa estable. Cuando el suicida potencial ya tomó la decisión, debe (¡qué pena!) revisar el abanico de posibilidades. ¿Se corta las venas? ¿Se avienta a las vías del tren? (si es que hay tren en su ciudad) ¿Toma matazacate? ¿Se avienta desde la azotea de un edificio de quince metros de altura? Ray decidió rentar un jet de diez plazas y hacerlo explotar a medio vuelo. Cuando su tío Eusebio se enteró del viaje a Huatulco le recriminó ser “boca sola”, así se lo dijo. “No, tío querido, ¿cómo crees? Serás mi invitado de honor, con todos los gastos pagados”, dijo Ray. El tío le debía una. No era mala idea vengarse, no en la vida, sino en el dintel de la muerte. Bueno, pensó, ya que me llevaré al tío Eusebio conmigo, puedo llevarme algunos más.
En el pueblo dicen que cuando alguien ve burro se le antoja viaje. En cuanto se supo que el tío Eusebio haría el viaje gratis, medio mundo se acercó a Raymundo, y después de regalarle quesos o carpetas bordadas en crochet, le deslizaban la posibilidad de compartir el privilegio del viaje. Así, Raymundo tuvo el disfrute de seleccionar a quienes le acompañarían en su suicidio y no lo dejarían solo en el último instante. En la relación mental que hizo eliminó a los intrascendentes. La tía Toña no merecía morir y, aún cuando ella le suplicó en memoria del tío “que tanto te quiso y te ayudó en los momentos más difíciles de tu carrera”, Ray no cedió. El agravio mayor que la tía Toña le había hecho fue negarle los mil pesos para la compra de medicina en la operación de apendicitis de su mamá, en tiempos en que el dinero escaseaba en casa. ¡No, la pobre tía miserable no merecía morir en un vuelo de primera clase! En cambio, el primo Joaquín fue aceptado de inmediato. Pobre pendejo. Él no lo podía creer. “A pesar de lo cabrón que me he portado con él, me dijo que sí, de inmediato y me abrazó. Bah”. Pinche Joaquín, pensó Ray, me pagarás una por una de junto. Le pediría a Joaquín que se sentara con él y cuando estuvieran acercándose a Huatulco, cuando el horizonte azul se derramara en sus ojos, él se descubriría el torso y le mostraría el acordeón de explosivos que accionaría segundos después. ¡Ah, la cara que pondría! Esto de suicidarse así resultaba muy gratificante. Sí, sí, Joaquín merecía morir así, creyéndose en el cielo, mientras bajaba a los infiernos.
El día elegido, Raymundo se levantó temprano, prendió una veladora en el oratorio de su mamá y rezó la oración del ángel de la guarda que ella le había enseñado de niño. Cinco horas después estaría muerto. Sólo que no moriría de acuerdo a sus planes. Los lectores saben que las historias tienen, como la propia vida, finales inesperados. Si ya dijimos que Joaquín era un cabrón, no podía renunciar a su vocación de la noche a la mañana.