sábado, 22 de marzo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS CIELOS TAMBIÉN SE QUIEBRAN





Querida Mariana: no podemos evitarlo; a veces, la nostalgia se convierte en la mejor y más odiada amiga. Todo el día andamos envuelta en ella. Como si fuese real ¡la tocamos! La tocamos como tocamos una mesa o la nalga de una muchacha bonita (y ésta, ofendida, se voltea y, con sus uñas, nos toca las mejillas hasta dejarlas como jaula de canario). Ernesto sostiene que la nostalgia es la madre de las mejores creaciones del hombre, dice que un artista tocado por la nostalgia crea obras imperecederas. El hombre de todos los tiempos debe a la nostalgia los mejores cuentos, las mejores novelas, las mejores canciones, los mejores poemas, las mejores películas, las mejores fotografías y las mejores esculturas.
Pero, la nostalgia hace daño. Es como una cuerda de luz que ahorca, poco a poco. La nostalgia tiene su nido en el pasado. ¡Nadie puede ver con nostalgia el futuro! La nostalgia nos hace recordar a la abuela, bordando en su silla; nos hace pensar en nuestro papá, recargado en una columna del portal. La nostalgia nos hace llorar sin darnos cuenta. De pronto, los ojos sienten “nostalgia” del agua y se abren como llaves de lavamanos. Lo bueno de la nostalgia es que no es huésped permanente. Una mañana desaparece. Y digo una mañana, porque, por lo regular, ella llega en las tardes de lluvia o con niebla. Es casi pariente de Drácula, porque no tolera la luz. Es un poco pariente del murciélago, de la luciérnaga y de la cucaracha. ¿Imaginás que sería de nosotros si la nostalgia fuese un estado permanente? ¿Imaginás a todo Comitán instalado en el flato infinito? Porque el flato es primo hermano de la nostalgia y de la saudade. Antes, cuando una persona andaba “gütz” y se le preguntaba la causa de su tristeza decía: “es que no me hallo”. Cuando alguien es atacado por la nostalgia no puede encontrarse, parece estar en un territorio ajeno.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española tiene dos acepciones para la palabra nostalgia. La primera dice: “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o de los amigos”; la segunda dice: “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. ¡Dios mío, qué fuerte! La nostalgia es, a la vez, la peor maldición y bendición. Una leyenda tojolabal menciona que cuando los Dioses hicieron la Tierra crearon dos ríos, a uno, el más caudaloso, lo llamaron “alegría” y al otro, el más calmado, lo llamaron “tristeza”. Los Dioses vieron su obra, se mostraron complacidos y se retiraron. Pero (nunca falta el pero) uno de los demonios escapó de la prisión eterna, se dio una vueltita por la Tierra y creó un tercer río, que en realidad no era un río sino un cauce pedregoso. El demonio, que era muy hábil, hizo un conjuro y sentenció que ese río sería más caudaloso que los otros dos. Al día siguiente, los moradores de la Tierra se metieron al río de la alegría y nadaron horas y horas, en medio de risas y cantos. De pronto, alguien levantó las manos y alertó: ¡los niños se estaban ahogando! Un segundo después, otro hombre dijo que los ahogados estaban apareciendo en el río de la tristeza. La multitud salió del río de la alegría y corrió para el río de la tristeza, pero al llegar a éste vieron que los niños habían desaparecido. Alguien dijo que los había visto en el cauce seco y la multitud corrió hacia allá. Nada hallaron en el cauce vacío, pero como estaban tan cansados se recostaron en el cauce. Los hombres sintieron una congoja muy intensa y lloraron. El caudal del río fue tan impetuoso que todos murieron ahogados. Desde entonces ese río fue llamado el río de la nostalgia y los viejos recomiendan no estar mucho tiempo adentro de su cauce pues se corre el riesgo de morir ahogado.
Si hacemos caso al diccionario, la nostalgia es una “pena por verse ausente de la patria”. Sí, todo mundo ha sentido eso. La nostalgia nos atrapa fuera de nuestra ciudad. ¡Quién sabe cómo sobreviven los millones y millones de hombres y mujeres que viven en el destierro por causas políticas, económicas y sociales! Tengo un amigo que, por cuestiones de estudio, vive en Tuxtla. Es tanta su nostalgia que, el viernes, a las cinco de la tarde toma el autobús que lo trae a casa. Acá va al parque central y se sienta en una banca, cierra los ojos y respira hondo; camina hasta “El foquito” (el de Bingo) y compra panes compuestos. A la mañana siguiente sube al mercado Primero de Mayo a comprar chinculgüajes, con la señora de Quijá; camina por San Sebastián, va al parque de la Pila y moja sus manos en los chorros de agua. A veces sube a su bicicleta y pedalea hasta llegar al Río Grande. Le duele regresar a Tuxtla, el día domingo, por la tarde. Se siente infeliz, casi pobre.
La nostalgia, Marianita mía, es una gran tirana. Como si lo hiciese al vacío, nos empuja al destierro y nos manda, derechito y sin pasaporte, al pasado. Y el pasado es una tierra árida donde sólo crecen las piedras y el musgo. Ahí están nuestros afectos ausentes. ¡Qué pinche paradoja! ¿Mirás? ¡Ahí “están” nuestros ausentes! Esa es la gran incógnita, la gran aflicción, la enorme cuerda. La nostalgia no tiene puerta, la entrada es un hueco que siempre está abierto; por esto, sin mayor trámite, entramos de “romplón”. Ahí están nuestros ausentes, los que ya no están con nosotros en los territorios cotidianos. ¡Ahí están!, pero no de carne y hueso. ¡Son entidades abstractas! Imposible tocarlos, imposible escucharlos hablar, cantar o silbar. Pero están ahí más contundentes que cuando fueron reales. ¿Cómo no llorar si la nostalgia es una gran cabrona?
Por esto, Ernesto sostiene que la nostalgia es la madre de las más grandes creaciones. ¿Hay comitecos en todo el mundo que sienten nostalgia por su pueblo? ¿Les hacen falta sus cielos, sus calles, sus plazas, sus antojitos? ¿Les hace falta escuchar el cantadito de nuestro modo de hablar? ¿Quisieran sentarse en una banca del parque para escuchar la marimba interpretando “Comitán, Comitán de las flores, donde están mis amores, los que…”? ¿Cómo envolverles el aire en una bolsita y hacérselas llegar hasta allá donde están? ¡Tan lejos, Dios mío! ¿Cómo hacerlos volver a su tierra? A veces, ¡qué mierda!, los paisanos que están lejos regresan a Comitán porque llegan a enterrar a su mamá que murió en la víspera. ¿Mirás qué trampas tan ingratas tiene la vida? Y luego, estos pobres huérfanos vuelven a desterrarse y, en lugar de llevar la luz de nuestro pueblo, llevan más piedras para aventarse en el cauce de la nostalgia. ¿Imaginás qué tardes de lluvia pasan estos paisanos? ¿Los imaginás en sus casas de otros pueblos, viendo llover, con cristales empañados, recordando a sus mamás ya muertas?
María Elena Walsh escribió una canción que se llama: “Serenata para la tierra de uno”, que la interpreta la gran Mercedes Sosa (a mí me encanta la versión de Melo Herrera León, una muchacha bonita que tiene una voz de agua sin grietas). Cuando estaba lejos de Comitán el nudo de piedras era un dique en mi garganta, oía esta canción y el dique se rompía y el llanto afloraba como si las lágrimas fuesen hojas de un árbol cimbrado por un ventarrón. Mirá cómo comienza la cancioncita: “Porque me duele si me quedo, / pero me muero si me voy, / por todo y a pesar de todo, / mi amor, yo quiero vivir en vos…”. Miles y miles de comitecos han tenido esta desazón. Los jóvenes estudiantes preparatorianos no miran la hora de volar, no miran la hora de ir a otros lugares, más modernos, con más oportunidades de desarrollo. “¿Qué futuro me espera en este pinche pueblo donde no hay industrias?”, dicen como justificación y ¡vuelan! Vuelan, porque se mueren “si se quedan”. Pero, como dijera nana Pilita, ¡hay un Dios! Estos muchachos crecen, crecen lejos de su tierra y el día menos pensado se sientan sobre una piedra y la nostalgia los atrapa. Un día lluvioso, con los impermeables puestos, deteniéndolos con ambas manos sobre el cuello, resguardados bajo la solera de una calle que no les pertenece, piensan qué chingados están haciendo ahí, en esa ciudad metálica que nada les dice porque nada tiene que decirles. Su lenguaje y sus historias las posee otro pueblo, un pueblito jodido, sin industrias, que se llama Comitán. Entonces, sin que se den cuenta, las lágrimas se confunden con la lluvia y no se nota que están llorando, sólo están acumulando más agua para el caudal del río seco llamado nostalgia. Lo bueno es que la lluvia cesa y ellos deben correr para llegar a los estacionamientos donde dejaron sus carros o correr para alcanzar los urbanos que van llenos de gente que, tal vez, también son exiliados, a la fuerza, por necesidad. En sus casas se les olvida todo. Sus mujeres les ayudan a quitar los impermeables y les dicen que llegaron “todos empapados”. Sí, ellos nada dicen, saben que así como están empapados del cuerpo están empapados del alma. La nostalgia los atrapó por un ratito y desearon estar en Comitán, aventando barquitos de papel en la bajada de San Sebastián o levantando los brazos al lado de la fuente, mojándose en el atrio del templo central.
A veces basta entrar a casa y mirar la mecedora vacía donde acostumbraba sentarse el abuelo ya muerto para que la nostalgia nos atrape. Algo similar le sucedía a mi tía Eulogia cuando entraba a su departamento de soltera vieja, prendía la luz y miraba la jaula donde su canario acostumbraba retozar. Una tarde la hallamos prendida a los barrotes del balcón de la sala, miraba hacia la calle. Nosotros, sus sobrinos, entramos, como siempre, echando relajo, pero ella no volteó para vernos, como siempre. Conforme nos acercamos supimos que algo pasaba. Margarita, quien era la más perspicaz, señaló la jaula vacía sobre el sofá. Supimos que algo le había pasado al canario, sentimos en nuestra garganta el cuchillo de la ausencia. Llegamos hasta donde estaba la tía y la abrazamos de las caderas. Ella lloraba, quedito, como si fuese un canarito con catarro. Margarita se asomó a la calle y vio al pájaro tendido a mitad de la banqueta. Entonces, la tía dijo: “quise echarlo a volar, quise que fuera libre, pero ya no sabía cómo hacerlo”. Después supimos que la tía llegó del mercado, colocó las bolsas sobre la mesa y, extrañada porque Jacinto no había cantado, se acercó a la jaula. El pajarito estaba con las patitas tiesas para arriba. La tía llevó la jaula al sofá, abrió la puerta y sacó el cadáver del canario. Lo tomó con ambas manos y lo sopló, lo hizo como si fuese Cristo y pudiese insuflar vida a la muerte. Mojaba al pajarito con su llanto. Caminó hacia el balcón, abrió las manos como si ofreciera algo al Universo y aventó hacia arriba el cuerpo del ave que siguió sin falta las leyes de la física y cayó como piedra a mitad de la banqueta. ¡Ahí quedó! Cuando salimos de la casa, Margarita preguntó si lo levantábamos, si lo llevábamos a casa, abríamos un hueco y lo enterrábamos. Manuelito y yo nada dijimos, seguimos caminando, pateando un bote. Margarita nos alcanzó. “Sí, ya para qué”, dijo y se unió a nuestro juego. La tía Eulogia, cada año, ofrecía una misa por el alma de su canario. Como el nombre del ave era Jacinto, la tía no tuvo empacho en ponerle sus apellidos para que el sacerdote no tuviera remilgos a la hora de decir que debíamos rezar por el alma de Jacinto Pérez Torres. Nosotros reíamos bajito y pensábamos: ah, si el cura supiera. Y digo que la nostalgia es cabrona, mi niña querida, porque Margarita nunca se perdonó no haber levantado el cuerpecito de Jacinto. Cuando, ya mayores, tomábamos unas cervezas a mitad del patio, debajo de una sombrilla y con botanas de chicharrón, frijolitos molidos con chile de Simojovel, guacamole y tostadas de manteca, ella se colocaba las manos en la cara y soltaba dos o tres lágrimas. “Ah –decía Manuel- ya le agarró su mal”. Su mal era la tenaza de la nostalgia. ¿Mirás? Muchos años después nos acordábamos del jodido pájaro. Si eso nos pasaba a nosotros, ¿imaginás lo que sentía la tía? Jacinto era su única compañía. Cuando el tío Azuceno quiso darle otro pajarito, como en sustitución de Jacinto, ella se negó, dijo algo que a nosotros nos sonó como “él era mi único y más grande amor de la vida, no hay quien lo sustituya”. Y era un ave. ¿Qué no ocurre con las personas amadas?

Posdata: el miércoles entré al cuarto y sentí olor a alcohol. Le pregunté a mi Paty para qué había usado el alcohol. Ella dijo que nada había usado. La botella, me dijo, está en el baño. Así fue. Luego vi el calendario y supe que era día diecinueve. Un diecinueve murió mi papá. Lo último que hizo (porque estaba solito en la casa) fue ir al baño, abrir la botella de alcohol y echarse un poco en el cuello, en la cara, en la cabeza, antes de caer fulminado por el rayo de un paro cardiaco.
Una tarde lluviosa, mi papá (que ya estaba malito) me dijo: “siento que ya me voy a morir”. No, le dije, no te mueras, y me abracé a él. Esa tarde del diecinueve, ¡mi papá murió! Estaba solo en la casa.