martes, 11 de marzo de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN PAÍS ES NADA Y TODO
Querida Mariana: ¿alguna vez jugaste a “Los países”? ¿Jugaste a que vos sos un país y un amigo te visita? ¿Nunca? ¡Es muy sencillo! Mi abuelita Esperanza me enseñó este juego. Una tarde, ella me llamó, me pidió que me sentara a su lado, donde bordaba una mantita estirada y sujeta por un aro de madera. Me dijo que jugáramos a “Los países”, lo dijo como si fuese una niña y en lugar de ser mi abuelita fuese mi prima. Yo dije que sí. Entonces ella dijo que era España y que me esperaba. Esto ya lo pronunció con un ceceo, como si, en efecto, fuese el país que había elegido: “Arza, hijo, vamos”, me alentó. Y entonces yo debí viajar hasta Veracruz para tomar el barco. Me despedí de mi papá y de mi mamá, quienes, contentos porque iría y volvería la misma tarde, alzaron la mano y, en el andén de Arriaga, me desearon buen viaje. Me senté en un banco de madera y, desde la ventanilla del vagón, les dije que los quería mucho y ellos sacaron un pañuelo, pero no lo hicieron para despedirme, sino para limpiarse el sudor caliente que mojaba sus frentes.
¿Ya viste en qué consiste el juego? En imaginar que el otro es un país y vos sos un viajero. Me gusta el juego porque, a final de cuentas, la vida es un juego y es un camino. Claro, a medida que uno crece, el camino se hace más complicado. Alguien (¿quién sabe quién?) siembra árboles de esos que llaman espinos o coloca brasas ardientes a mitad de la senda, sólo por joder, sólo para que sintamos nostalgia por el pasado. Cuando uno es chiquitío, el camino es amable. Recuerdo que a la hora que el cansancio llegaba a mi cuerpo, mi papá me abrazaba y me llevaba cargado. Yo reclinaba mi cabeza sobre su pecho y dormía. Él caminaba por mí. Ahora ya no es posible. A veces, cuando estoy cansado debo buscar una piedra para sentarme. No sé por qué ahora las rocas son tan puntiagudas.
Me divertí tanto con el juego, que luego, en ocasiones reiteradas, pedí a mi abuelita que jugáramos de nuevo. Ella siempre aceptó, siempre fue como una prima condescendiente. Las primeras tardes eligió países centroamericanos o sudamericanos (nunca sabré por qué el primer país elegido fue España). A veces yo no sabía dónde quedaba el país y me extraviaba al subir a trenes o a barcos, pero ella, me guiaba, me hacía bajar en la primera estación y me obligaba a subir a otro tren. Estaba prohibido viajar en avión, así que para llegar a Argentina, yo debía pasar primero por Guatemala, El Salvador y demás países encuachados hasta que llegaba a La Pampa. Mi abuelita imitaba los modos de hablar de cada uno de los países y yo me divertía mucho. “Bienvenido, che, parate bien para que yo revise tu visa”, decía, por ejemplo, cuando ya estaba en la terminal de Buenos Aires. Yo, como si fuese un condenado, levantaba los brazos y dejaba que ella me hiciera cosquillas debajo de las axilas. Cuando ya no podía más, ella, también sonriente, decía: “¡Podés pasar, tu visa es correcta! ¡Bienvenido a la Argentina, tierra de Borges!”, y sacaba un libro de poemas que siempre tenía al lado de su mesa de noche y leía algo de Borges. Recuerdo mucho un poema que iniciaba así: “La vejez (tal es el nombre que otros le dan) / puede ser el tiempo de nuestra dicha. / El animal ha muerto o casi ha muerto. / Quedan el hombre y su alma. / Vivo entre formas luminosas y vagas / que no son aún la tiniebla”.
Mi abuelita era una mujer sencilla, sin mucho conocimiento enciclopédico. Sabía una o dos cosillas, pero les sacaba mucho jugo a las varas de caña que Dios le había concedido. Así que cuando yo visitaba Argentina, ella buscaba entre los discos de mi papá alguno de tangos y hacía que yo bailara a mitad de la sala. Yo me movía de un lado para otro, en intento de llevar el ritmo del bandoneón y de la guitarra. Lleno de sudor me tiraba a su lado y ella, entonces, me invitaba a tomar mate. Hacía como si agarrara el contenedor con la pajilla, echaba la hierba y luego vertía agua hirviendo. Me contaba que Borges tenía una predilección por las dagas y cuchillos y me decía que en Argentina también se le llama facón a la daga. Entonces, cuando yo jugaba en el patio con los pocos amiguitos que tenía aprovechaba y sacaba mi facón y ellos se quedaban mudos de la impresión, porque yo usaba otra palabra para designar al cuchillo. Cuando ensartaba el cuchillo en la panza del delincuente (que casi siempre era Víctor) le decía: “Meta facón nomás” y me sentía importante. Ellos (¡tontitos!) no podían saber que esas palabras habían sido escritas por Borges, gran escritor argentino. El mate me sabía amargo.
Desde pequeño intuí las posibilidades que tenía el juego de “Los países”. Así que un día, ya más grande, le propuse a mi prima X que jugáramos el juego (ahora sí sostengo el anonimato por lo que a continuación leerás). Estábamos en la casa de X (no en Comitán), una casa a mitad de un terreno que no tenía barda, sino un simple enmallado. La casa era de madera, como la mayoría de casas de ese pueblo cercano al río y caluroso como estancia de infierno. Para calmarnos el calor bebíamos limonada que había preparado mi tía y nos secábamos el cuello y la frente con pañuelos de seda. Ella, la X más maravillosa que conocí, sentada, con las piernas semiabiertas, movía su falda para hacer un poco de aire y refrescarse. Yo, sentado frente a ella, en una poltrona hecha con barrotitos de madera, jugaba, con ambas manos, con el vaso de cristal. A veces metía un dedo y sumergía uno de los hielos. Mi dedo salía mojado, casi helado. Adentro de la casa se oía un radio. Mi tía preparaba la cena. El sol estaba a punto de ocultarse, ya los zanates habían cesado en su griterío y se acomodaban sobre las ramas de unos enormes árboles que daban sombra al inmenso patio. X me vio y gritó: “Mamá, ahora venimos, vamos al río”. A lo lejos se oyó un sí opaco. X me tomó de la mano y me jaló. Caminamos con rumbo al río; caminamos por la calle llena de polvo, llena de un calor reseco que subía del piso. Llegamos a la orilla del río y nos sentamos sobre un tronco. X dijo: “¿Jugamos?”. Era la oportunidad de estrenar con una muchacha bonita el juego de “Los países”. Sí, dije, juguemos a Los países, dije. Ella, un tanto decepcionada, cerró los ojos y dijo: no, juguemos a otra cosa. No, insistí, juguemos a los países y le conté de qué juego se trataba. Le dije que abuelita Esperanza me lo había enseñado. Conforme conté, ella se entusiasmó, subió las piernas sobre el tronco y me interrumpió en dos o tres ocasiones. “¿Seré un país y tú viajarás por mi territorio?”, preguntó al final. Sí, dije. “¡Juguemos!”, dijo.
¡Jugamos! X se sentó a horcajadas sobre el tronco, subió tantito su falda y me preguntó si ya podía elegir el país. Yo dije que sí. Ella se puso un dedo en la boca, vio hacia el cielo y dijo: “hmmm, ¡soy el último país del mundo!”. Yo, Marianita de mi corazón, iba a protestar, iba a decirle que debía decir el nombre de un país conocido, pero callé. Callé porque vi que el juego abría una ruta novedosa y vos sabés que los juegos que amplían sus territorios son los más divertidos del mundo. Ella comenzaba a poner reglas al juego y yo dejé que lo hiciera. Entonces yo también me senté a horcajadas sobre el tronco. X dijo: “acércate más”, y yo me acerqué, me acerqué tanto que casi sentí su aliento de fruta madura. X habló en voz baja: “en mi país todos se comunican con señas”. En ese instante supe que me encantaría su país. ¡Así fue! Me gustó tanto recorrer cada una de sus montañas, de sus ríos y de sus plazas que hasta hoy, Marianita de mi vida, hasta hoy sigo enamorado de ese país, el último país del mundo. Es triste reconocer que a veces el viaje termina. ¿Por qué estaba en casa de X? Había ido una semana de vacaciones. En ese tiempo yo estudiaba en la Universidad Nacional Autónoma de México y sólo tenía una semana de vacaciones, así que opté por ir a casa de X, en lugar de venir a Comitán. Una semana era muy poco tiempo para viajar a Chiapas.
El día que me despedí no quería hacerlo. X se encerró en su cuarto y no la vi. Tomé mi maleta, me despedí de mis tíos y les pedí que le dieran un abrazo a X. Cuando llegué a la ciudad de México fui directo a casa de mi abuela. Ella abrió la puerta, me pidió la maleta, la dejó en el centro de la sala, abrió los brazos y me abrazó como si yo fuese una nube y ella el agua. Cuando nos separamos del abrazo, puse mis manos sobre sus hombros y le pregunté: “¿A qué no sabés a qué jugué?”. Ella sonrió y dijo: “Quieres mucho a X, ¿verdad?”. Yo nada dije. Hasta la fecha no salgo de mi estupor. Te dije que mi abuela no era una mujer de conocimientos enciclopédicos, era una mujer sencilla, pero tenía dones maravillosos.
El otro día quise proponerte que jugáramos el juego, pero luego pensé que ya estoy viejo para tanto traqueteo. Me cansan los preparativos y luego me agota subir a trenes y correr por los andenes llenos de viajeros para tomar el otro que me llevará a mi destino. Además sé que vos sos un país muy joven. Vos sos como un país que apenas emerge del mar, como una isla. En caso de que decidieras jugar, no sé qué país elegirías. Tal vez, digo sólo que tal vez, elegirías Francia, porque París es la ciudad más bella del mundo. Me gustaría conocer el Museo del Louvre; cenar en el Restaurante Julio Verne, de la Torre Eiffel; y sentarme a la orilla del Sena para ver pasar los botes llenos de turistas que abren la boca al ver la Catedral de Nuestra Señora. Tal vez me leerías algunas líneas de Víctor Hugo o un poema de Verlaine. Y vos serías el vino más transparente del mundo, el más rojo sangre, el más línea del atardecer. Pero esto sólo permanece en mi imaginación. Sabés que no me gustan los viajes y ya me canso al subir los escalones.
Me da cierto coraje proponerlo, pero te propongo que jugués el juego de “Los países” con tu novio. Elegí ser Francia y que él tome un barco en el puerto de Veracruz. No estoy diciendo que deseo que se maree y tenga que inclinarse sobre la baranda para vomitar sobre el mar. ¡No! Digo que las reglas que puso la abuela siguen inmutables: no se vale viajar en avión. A veces siento un tantito de celos cuando te veo sonriente con tu novio. Pero, un segundo después entiendo que con él podés esquiar, bucear, montar caballos e ir a Uninajab en Semana Santa. Con él tu destino es un viaje con dosis de adrenalina. Eso es lo correcto. Los viajes que, a través de la lectura compartida, hacés conmigo son viajes sosegados, casi casi sin riesgo. Y vos sabés que la emoción del viaje radica en el enigma, en la posibilidad y en el riesgo. Viajé, Marianita de mi vida, un día ¡viajé! Y lo hice en el último país del mundo, el país más bello, el más enigmático, el más sugerente. Subí por sus montañas apenas sugeridas por encima del horizonte y me bañé en las aguas limpias de su lago. ¡Viajé! Y fue el viaje más hermoso. Tal vez por esto ahora ya no viajo. Sé que no hallaré ese aire con olor a mar ni esos valles que olían a juncia fresca. Quien conoció París se siente miserable cuando camina por calles de ciudades miserables, con olor a tacos y a cebolla, con paredes llenas de grafitis y con casas que hieden a albañal.
Posdata: mi abuela siempre fue el país. Generosa abandonó el deseo de viaje que posee todo hombre. Canceló sus sueños con tal de que yo, su nieto, viajara por muchos países. Soy hijo único, por esto soy consentido. Tal vez, ahora que estoy viejo, convenga cambiar paradigmas y volverme un poco menos envidioso. Tal vez me convenga no pensar en ser viajero sino pensar en ser un país. Así, tal vez, vos podrías decidirte y tu novio no se pondría sulfuroso porque jugaras conmigo. Podrías preparar tu maleta; colocar tu traje de baño de dos piezas y la pantaletita roja con encaje blanco. Te despedirías de tu novio y él te acompañaría a la terminal para tomar el autobús de las diez y media de la noche.
Prepararía una hamaca para que estuvieras contenta. Como soy un viejo sin mucha imaginación cuando llegaras y preguntaras ¿qué país soy?, diría: “soy el último país del mundo”. Cuando recorrieras cada uno de mis callejones y plazas me sentiría contento porque, por fin, alguien reconocería que soy un país viejo lleno de historia y de nostalgia. Sé que en cualquier esquina de una de mis ciudades te sentarías a contemplar a las gaviotas que, como pañuelos blancos, trazan líneas de gis sobre el cielo limpio de nubes. Sé que en cualquier esquina te toparías con una mujer bellísima y, en tu bitácora, escribirías: “hoy, en la tarde, conocí a X, es tal como Alejandro me la describió, es la mujer más bella del último país del mundo”.