domingo, 23 de marzo de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE EL SOL EN UNA ESQUINA
La parte más atractiva de una calle ¡es la esquina! La esquina está llena de misterio y de nostalgia. Al recorrer una calle todo es diáfano. Sólo la esquina posee la sorpresa y algo como una rosa de niebla. En mis tiempos de niño, las prostitutas se paraban en las esquinas. Mi mamá me alertaba: no debía cruzar la calle, debía esperar a la sirvienta. Por esto, me paraba al lado de una prostituta que era una mujer flaca que pintaba sus labios y sus mejillas con pintura roja. Siempre pensé que era un payaso, siempre la vi así. Tal vez por esto, ahora no me gusta ir a circos ni ir a prostíbulos. No me gusta ir porque en ambos lugares encuentro a payasos con las caras pintadas de rojo, hombres y mujeres que siempre tienen una sonrisa pintada en su rostro pero que acusan una gran tristeza en sus ojos.
El otro día caminaba por la calle del Teatro de la Ciudad y a punto de llegar a la esquina una mano apareció. Una mano con la palma hacia arriba, como si mostrara un puño de vacío y lo ofreciera a algún Dios. Apareció detrás de la esquina, como, según mi mamá, también aparecían manos con cuchillos y con cuerdas que raptaban a los niños. Por esto, mi mamá me instruía a que debía pararme en la esquina, no debía dar un paso de más en aquella frontera invisible. Debía esperar a la sirvienta, tomar su mano y cruzar la calle. La mano miserable del hombre miserable se extendió como un gajo de piedra salido de la piedra. Cuando apareció la mano me detuve, me detuve con el temor del niño. Volteé pero no hallé a la sirvienta, caminaba solo. Oí una voz: “una limosna, por favor”. Busqué una moneda en mi bolsa, la busqué con fruición, con el temor contenido. Pensé (¡qué tonto!) que con esa moneda podía conjurar el temor de esa mano que algo buscaba; pensé que si esa mano tenía una moneda hallaría sosiego y no tendría porqué seguir buscando cuellos para ahorcar. Porque la mano era la síntesis de todo el misterio que puede encerrar una esquina.
Si el mendigo está tumbado a mitad de calle la gente pasa casi sin verlo. Algunos se agachan tantito y dejan una moneda sobre la palma que se extiende pedigüeña, lo hacen para tratar de lavar sus culpas. Pero, por lo general, los caminantes ignoran a los miserables que están como gárgolas caídas. Pero, cuando el mendigo se coloca detrás de una esquina y tiende la mano como anzuelo, como cuerda de horca, la gente duda en seguir caminando. Esa mano no tiene rostro. No hay peor cosa en la vida que toparse con un rostro enmascarado. Miento, más que un rostro enmascarado, un rostro sin rostro es más terrorífico.
Iba a colocar la moneda sobre esa mano inquietante, pero detuve mi marcha, tomé la foto (sólo para que mi mamá la viera) y volví sobre mis pasos, di vuelta a la manzana y desde la otra esquina traté de ver al mendigo, pero nada había ya. Cuando llegué a casa, prendí la cámara y mostré la foto a mi mamá, ella me vio y dijo: “Por eso siempre te he dicho que no cruces solo la calle. Nunca se sabe.”, y siguió tejiendo.