jueves, 27 de marzo de 2014

VISITA DIARIA





Todo comenzó como una broma. El tío Vale, como para expiar culpas, decidió dedicar los últimos años de su vida a visitar enfermos. Los domingos iba a misa de siete y, a la salida, saludaba a quienes formaban grupos en el atrio, se acercaba, escuchaba las conversaciones y cuando se hacía una pausa, él preguntaba por la salud de tíos, papás y primos. Nunca faltaba la persona que decía: “mi papá está un poco malito”, entonces, tío Vale aprovechaba y se ofrecía a visitar al enfermo, con el argumento de que los enfermos necesitan compañía, se sienten tan solos, tan abandonados. El pariente dudaba tantito, pero terminaba diciendo que sí, que podía llegar, cuando quisiera. Esa misma tarde, el tío Vale se presentaba con una botellita de agua, envuelta en una bolsa de plástico. La botella contenía agua bendita. El pariente ofrecía una silla y un vaso de limonada, el tío Vale, con las manos sobre el regazo, esperaba el momento en que lo pasaban al cuarto del enfermo. Pedía que cubrieran la lámpara de mesa con un trapo y se sentaba al lado de la cama. El enfermo, en medio de la penumbra (del cuarto y de su espíritu), preguntaba quién era, ¿era acaso su primo Hermisendo, que vivía en Laredo? No, decía, el tío Vale, la pregunta importante es quién eres tú, querido mío y, con un hisopo, mojaba los labios del enfermo con agua bendita.
Todo comenzó como una broma, porque luego fue rumor popular que se tornó dramático: un día después que el tío visitaba al enfermo, éste moría. No faltaron los que, en la cantina o en el billar, sentados frente a una mesa llena de cervezas, dijeron que era una mera coincidencia. El tío Vale visitaba enfermos terminales. Pero, en las mesas de cafeterías y restaurantes, los grupos de damas, a la hora que se limpiaban los labios con las servilletas de tela, decían que el tío Vale había tomado un color más lleno de vida, como que a los enfermos (ya difuntos) les robaba el último aliento.
Fue tal el rumor que la gente decidió evitar al tío. A la salida de misa, corrían y subían a sus autos sin detenerse. Incluso, la mayoría instaló puertas automáticas en sus cocheras. El mismo sacerdote corría, con la sotana levantada, para cerrar la puerta del templo, en cuanto terminaba la misa.
Fue tan evidente el desprecio, que al tío Vale no le quedó más que pararse en la banqueta del frente de la casa de algún enfermo y, mientras rezaba un Padre Nuestro, rociar la calle con el agua bendita. Los más escépticos comenzaron a dudar cuando comprobaron que los enfermos morían al día siguiente que el tío había estado al frente de la casa. La gente comenzó a temerle. Cuando él caminaba por una calle, se oía el azote de las puertas y ventanas. Él caminaba como si viviese en un pueblo desierto, pues toda la gente huía al verle. Quienes tenían un enfermo en casa contrataron el servicio de guardias privados que, con cadenas y toletes, impedían se acercara el tío. Fue tal la psicosis que lo acusaron de ser el causante de todas las muertes del pueblo. En alguna cantina, alguien deslizó la idea de que, en la sala de su casa, tenía un plano de la ciudad y sembraba alfileres en las intersecciones de una red impresionante que había construido con hilos. Si alguien moría atropellado en el bulevar decían que el tío Vale había provocado tal accidente, desde su casa. El sacerdote, el día de la boda de Elena y Ramirito, gastó una broma que no fue del agrado de la concurrencia. A la hora de dar la bendición, en lugar de decir: “…hasta que la muerte los separe”, dijo: “hasta que tío Vale no pase frente a su hogar”.
La animadversión llegó a tal punto que brotaron grupos de ataque directo. Comenzaron tirando huevos podridos y quebrando los cristales de la fachada de su casa, hasta que una noche se reunieron, a media noche, en una bodega de las afueras de la ciudad. Los casi veinte conspiradores estaban dispuestos a terminar con el poder del tío. Reunidos en torno de una mesa iluminada por quinqués plantearon diversas alternativas para terminar de una vez con ese mal. Después de razonar por varias horas estuvieron de acuerdo en seguir el plan de Manuel, que era el menos comprometedor y, al parecer, efectivo. Le darían una sopa de su propio chocolate. Manuel había sugerido que iría a su taller y tallaría una máscara que sería una réplica de la cara del tío Vale. Al día siguiente que estuviera lista la máscara la colocarían sobre un muñeco; le enviarían una carta al tío suplicándole que pasara a visitar al enfermo y cuando el tío llegara se toparía con su propia imagen. Todos apostaron porque el viejo apenas alcanzaría a llegar a su casa. Tal como había sucedido con los demás enfermos, él moriría al día siguiente de la visita. Así lo hicieron. Manuel tomó la máscara y la colocó sobre un muñeco, apenas le dio tiempo para cerrar la puerta y ocultarse en la parte posterior, porque ya Eufrosia abría la puerta y daba paso al tío Vale, quien, con la botellita de agua bendita, adentro de la bolsa de plástico, entró con una sonrisa. Eufrosia lo condujo por el corredor y lo dejó solo con el “enfermo”. Tío Vale cubrió la lámpara con un pañuelo de tela y, con un hisopo, le dio de beber agua bendita al “moribundo”, mientras rezaba un Padre Nuestro. Salió, dio las gracias y caminó de regreso a su casa. Algunos se atrevieron a abrir tantito los postigos para cerciorarse de que había llegado a toparse con su imagen tallada. Al día siguiente, todo el pueblo se levantó más temprano que de costumbre para oír la noticia. A las seis con treinta y dos de la mañana la noticia comenzó a regarse por todo el pueblo: Manuel había muerto de un paro cardiaco.