lunes, 17 de marzo de 2014

SENSACIÓN EXTRAÑA (II de II)





Rosario trató de olvidar la historia, subió a su estudio y se sirvió un ron con hielos, cola y dos gotas de limón. Miró la calle desde la ventana, dos niños corrían y uno más montaba bicicleta, un auto se estacionaba. Los niños, al ver el auto, abandonaron la orilla. Rosario volteó y vio el reloj de pared: seis de la tarde. Sin una causa justificada tuvo necesidad de salir. Como que si la hora del reloj le recordara alguna cita que nunca hizo. Pensó ir a La Plaza, pero iría solo, no llevaría a sus hijos. Pensó (no supo por qué lo hacía) que subiría a su carro y manejaría hasta llegar al bulevar para dirigirse al lugar elegido. ¿Cuántos kilómetros eran de la gasolinera hasta la Plaza? ¿Dos? En ese tramo no era infrecuente hallar individuos caminando a la vera, a veces a contraflujo, a veces con la misma dirección de los autos. A Mario le venía la idea loca de atropellarlos cuando los hombres y mujeres venían a contraflujo. ¿Por qué? Tal vez porque el asesino quería gozar el instante en que los atropellados se alarmaban ante el choque frontal. Rosario cerró los ojos, por primera vez había empleado la palabra asesino. Imaginó la escena: vio a dos muchachos caminando a contraflujo, platicando, chanceando, hasta que una camioneta, vieja, se les venía encima. Vio las caras de horror de ambos, cómo se hacían para un lado, sin lograr ponerse a salvo, casi casi los oyó gritar y los vio llevarse las manos a los rostros que, en cámara lenta, se deformaban por el susto. Vio, también, la cara del chofer, alucinada, casi emocionada, fuera de sí. Y vio que el chofer era su amigo. ¡No!, pensó, Mario nunca ha atropellado a alguien. Él no es un asesino. Se llevó las manos a la cara en intento de despejar esa idea loca. Regresó a la mesa de las bebidas y se sirvió un poco más de ron, lo hizo ya sin hielo, sin coca y sin las gotas de limón. Apuró su contenido y dejó el vaso sobre la mesita. ¿Por qué, Dios mío, tenía esa sensación de salir de casa, de subir a su auto y manejar con rumbo a la Plaza?
Tomó las llaves del auto y dijo a su esposa que volvería pronto. Rosario (la esposa) preguntó a dónde iría y él dijo que a La Plaza. “Compra café y jamón”, dijo ella. Rosario (el hombre) subió a su carro y enfiló hacia el bulevar, una vez ahí, espero el verde y tomó rumbo a la Plaza. El trayecto de la gasolinera hasta la colonia Miguel Alemán es un tramo muy transitado, lleno de luz y con banquetas; pero una vez pasando la colonia, la luz y las casas escasean, aparecen los terrenos baldíos y no hay banquetas. Ahí, la gente camina a la vera del asfalto. Los autos se desplazan a mayor velocidad de la permitida, como si el bulevar no fuese tal sino una supercarretera. Rosario llegó al crucero rumbo a Zapata y, sin pensarlo, dio vuelta a la izquierda, abandonando el trayecto que inicialmente había elegido. Esa carretera casi casi puede decirse que es de terracería, siempre está en penumbra, no es muy transitada por vehículos, pero sí por gente que vive en esa zona. Cuando llegó a la esquina, vio, en medio de una polvareda, un camión viejo sobre la cuneta. Vio al hombre que bajó, llevaba una camisa a cuadros, igual a la que ese día llevaba Mario. Vio al hombre caminar, trastabillando, se diría que estaba borracho. Lo vio avanzar con dificultad, ¡a contraflujo! Y pensó que él nunca había tenido esa sensación tan boba y absurda que, de vez en vez, se apoderaba de Mario. Sí, era él, su amigo, que trastabillaba, a contraflujo, solo, en medio de la penumbra. Rosario cambió la velocidad a segunda y puso las dos manos en el volante. Aceleró. Cuando llegara a su casa diría que olvidó su cartera y por eso no compró el café y el jamón que Rosario le reclamaría.