sábado, 29 de marzo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DE LAS TEMPORADAS





Querida Mariana: cuando fui niño la gente acostumbraba ir a Uninajab, únicamente en la temporada. Nunca supe bien a bien cómo se definía esta temporada. Parece que tenía relación directa con el tiempo de la Semana Santa. Hoy, todo mundo va a Uninajab en cualquier fecha. En aquellos tiempos poca gente acudía y esos pocos se consideraban como legítimos herederos del Paraíso. Asimismo, en la escuela éramos testigos de las temporadas de juegos. Ernesto recordó el otro día que, sin aviso previo, un buen día alguien llegaba con una bolsa de canicas y con ello “inauguraba” la temporada de canicas. De igual manera, un día alguien llevaba un trompo y la temporada de trompos ¡iniciaba! Ricardo me cuenta que en Inglaterra existe una temporada que llaman Temporada de Ópera y todo mundo la espera con gran expectativa. Tal vez con la misma expectativa con que los batanecos esperaban la temporada de Uninajab. Porque, tampoco sé muy bien por qué, siempre relacioné Uninajab con los habitantes de San Sebastián. Recuerdo que Enrique me contaba que una poza famosa de allá la denominaban “La poza de doña Mariana”, casi casi como si fuese propiedad de doña Mariana, la abuela de mi amigo Carlos Conde. La misma doña Mariana que atendía la tienda frente al parque de San Sebastián, lugar a donde mandaban a comprar “un kilo de puntería” a todos los chambones que no podían encestar en los encuentros de básquetbol.
Entiendo que la temporada de volar papalotes se diera en tiempo de ventarrones; pero lo que no entiendo es cómo, de un día a otro, se daba la temporada de trompos. Un buen día llegábamos a la escuela y medio mundo llevaba los trompos adentro de las bolsas de su pantalón que eran como mejillas infladas. Ahí, a resguardo de la vista de los maestros, estaban los trompos con ¡clavos de asiento! Los trompos con clavos de asiento eran los papás de los pollitos. Esos trompos sólo los usaban los expertos, quienes contaban que en el barrio de San Sebastián (¡otra vez aparece!) en un lateral del templo, vivía un señor que los hacía.
En la novela “Balún-Canán”, Rosario Castellanos menciona la temporada de papalotes. Ella dice que usaban los campos de Nicalococ, lugar mítico donde ahora escenifican la crucifixión, el Viernes Santo.
Pero las temporadas no sólo se dan en lugares de descanso o en juegos de niños o en los deportes, también se dan en las personas. Mi Paty tiene “temporadas” de antojos. Un día llegó a casa con una bolsa de “negritos” (ahora ya ni se llaman así. Ahora se llaman “nitos”. Alguien los tildó de racistas). Ese día supe que en casa siempre habría negritos. ¿Recordás esos pastelitos cubiertos de un betún negro? Bueno, pues esos negritos los comía tarde y noche, todos los días. “¿Me compras unos negritos?”, me decía cuando salía de casa. A veces jugaba en la imaginación con esa recomendación. Me trasladaba a un campo de cultivo de algodón, en el Sur de Estados Unidos, y compraba una “camionada” de negros esclavos; tocaba en casa, Paty abría y yo le daba la cuerda para que metiera la caterva de “negritos”. Cuando mi mente terminaba de hacer su travesura, yo me sentía mal. ¡Era un absurdo pensar en esclavos cuando lo que Paty había solicitado era una bolsa de pastelitos! Estos cabrones de Bimbo nos robaron el nombre, porque un día supieron que en Comitán llamamos “Africanos” a esos maravillosos dulces que son “sus padres” de esos pinches “negritos” tan comunes, tan plásticos, tan de cartón.
Un día, así como terminaban los juegos en la primaria, Paty abandonó la temporada de “negritos” y pidió que le comprara una bolsa de “mantecadas”. Supe que se había inaugurado la temporada. Por un lapso largo ella consumió sólo pastelitos con papelito rojo. Yo (ya me conocés) jugaba imaginariamente con esa petición. Imaginaba un viaje al taller de ese maravilloso pintor colombiano, Botero, y compraba a dos o tres de sus modelos gordas. Ernesto siempre ha dicho que esas gordas son las “mantecadas” y las ha comparado con esas latas de manteca que usan las panaderas. La cosa es que durante muchos días, mi Paty le entró a las “mantecadas” como si fuera manda. Así ella toma las cosas, como si las ofreciera en agradecimiento a la vida.
Por ahora vivimos en el barrio de San Sebastián (¡Dios mío, qué barrio tan prodigioso!). Paty ya abandonó su temporada de mantecadas y entró (mucho antes que la primavera) a la temporada de “las canelitas”. Sólo “canelitas” come. Cuando vamos a dejar a Dora Patricia (La Cajcam), Paty me dice que detenga el carro, en la tienda “del viejito”, frente al templo de los testigos de Jehová, y compra un paquete de “canelitas” (sí, mi niña bonita, yo imagino que “las canelitas” son las hijas de La Canela, aquella mujer que vivió en Comitán por el barrio de la Cruz Grande y que le pusieron así porque así llamaba a sus hijas. Para pedirles cualquier cosa les gritaba desde el sitio de la casa: “Canelas, vengan rápido”, y las tres canelitas corrían. ¿Por qué les decía así? Nunca se supo. Tal vez porque los nombres de éstas comenzaban con c: Carmela, Concepción y Caritina. Los comitecos, que siempre hemos sido muy molestosos, decían que la más alzada era Caritina, que porque era la más cara).
¿Cuánto tiempo durará la temporada de las canelitas? ¡No lo sé! Sólo Dios. Pero ahora, Paty agregó una variante a su temporada. Ahora descubrió, al lado de la pensión para autos, un local pequeño, con un horno pequeño y una vitrina pequeña. Ahí, por las tardes, como a las seis, dos muchachas bonitas ofrecen pizzas (hay una que se llama “carnívora”, ¡Dios mío!). En tres tarimitas de madera de pino, con una pendiente de cuarenta y cinco grados para que las charolas puedan verse, ellas ofrecen pedazos de pizza a diez pesos. Una noche de éstas, Paty las descubrió. Me dijo que se le antojaban porque se veían ricas e higiénicas: “las acaban de hacer, son del día”. Tal vez el comentario fue pertinente, porque luego veo en las ferias que ofrecen pizzas al aire libre y se ve que fueron hechas un día anterior y son sobrantes. ¡Qué cosa más detestable! Así pues, mi Paty pidió un pedazo “para llevar”. En casa, limpiándose la boca con una servilleta, ya llena de salsa cátsup, me dijo que estaba buena. ¡Dios mío!, pensé yo, eso era como las palabras inaugurales de temporada. ¡Así fue! Ahora, cada noche que vamos a guardar el carro, Paty baja antes y, como si hiciese la v de la victoria, pide dos pedazos, porque ahora son dos pedazos los que come. “Dos de hawaiana”, pide. A veces, pasamos y ya la muchacha bonita le dice: “¿Le doy sus dos?”. Ya he decidido no imaginar cosas, porque ese ofrecimiento de “le doy sus dos” me retuerce la mente.
A veces pienso que no reflexionamos en ello, pero parece ser que la vida del hombre está programada en “temporadas”. Un buen día, ya en bachillerato, alguien llevó una cajetilla de cigarros y me ofreció uno. Yo (como todo adolescente estaba en busca de caminos) acepté y, sin darme cuenta, declaré inaugurada la temporada de fumador. Temporada que duró muchos, muchísimos años. Otro día (no muy retirado del inicio de la temporada de fumador) apareció alguien con una botella de brandi, echó un chorro en un vaso, agregó coca, agua mineral, y me lo ofreció. Acepté y declaré inaugurada la temporada de borrachín. Temporada que duró muchos, muchísimos años. Por fortuna, una tarde, sin saber bien a bien cómo, terminó la temporada de fumador y luego la de borrachín. Desde entonces estoy muy atento al momento en que alguien lleva una cajetilla de cigarros o una botella de ron y me ofrece. ¡No, gracias!, digo. Para mí ya fue suficiente. Ahora añoro las temporadas de juego de canicas (la timbirimba maravillosa, donde un compa colocaba cuatro canicas muy juntas y las coronaba con otra canica. Era una casita mágica). Nunca he añorado la temporada del cigarro y del trago.
Una tarde, en Comitán, se suelta un “pencazo de agua”, como dice Paco, y la temporada de lluvias queda inaugurada. Una mañana, las caritas de los árboles llamados tenoctés se llenan de luz y la temporada de “la calentura de las muchachas bonitas” queda inaugurada. Cuando inicia la temporada de lluvias inicia también la temporada del tzizim. En el mercado vemos a mujeres con canastos llenos de esas hormiguitas para paladares refinados. Y digo refinados porque quien no sabe comerlos se “refina” el cogote con las tenazas de las hormigas. Por esto, Ernesto siempre recomienda comer “sólo los culitos”, y termina albureando: “pero antes me das permiso de darte un empujón” y hace como que empuja con ambos brazos. ¡Es un alburero de primera!

Posdata: querida mía, a veces he soñado que, en Comitán, inauguramos la “Temporada de la luz”. Sueño que un comiteco de bien saca un foco de su bolsa, lo coloca en el frente de su casa y lo prende todas las noches. Sin saber bien a bien cómo, el mundo sabe que ha iniciado la temporada de luz y todos juegan el mismo juego. Todos sacan un foco, lo colocan en el frente de su casa y lo prenden todas las noches. Sueño que las calles de nuestro pueblo están iluminadísimas.
¿Has caminado alguna noche de domingo por el centro de la ciudad? Como los negocios están cerrados, basta caminar a las ocho de la noche para comprobar la semioscuridad en que vivimos. Si a esto le agregamos que muchas luminarias públicas están fundidas ¡ya nos amolamos! Todas las calles en penumbra invitan a ser refugio de malvivientes. Las bacterias de la inseguridad encuentran en la oscuridad su mejor caldo de cultivo. Si tuviésemos una ciudad iluminada tendríamos más seguridad. ¿Qué tanto puede costar un foco prendido durante todas las noches? No sé, pero creo que de esta manera, la sociedad entera podría contribuir a tener una mejor ciudad. Pienso en el cambio de horario (cambio de la jodida). Pienso en los muchachos de secundaria y de bachillerato que deben salir de sus casas a las seis y media de la mañana (las cinco y media, en el horario de Dios). Pienso y escucho sus pasos apresurados en esas calles desiertas y en penumbras. Me da pavor pensar en que algún malandro, oculto en algún remetido oscuro, los asalta. Pienso en que hemos dejado en manos de la delincuencia las calles de nuestra ciudad. Recordás lo que hizo un alcalde, en Madrid, cuando la gente ya no salía de sus casas porque la delincuencia se había apoderado de los territorios. Invitó a medio mundo a salir por las noches, los invitó a llenar las calles con gente de bien. Logró que los malandros se retiraran. ¿Qué pendejo ladrón se atreve a entrar a robar en una casa llena de gente, bien iluminada? Por esto, a veces sueño en que alguien de la sociedad civil inicia un movimiento maravilloso para inaugurar, en Comitán, la temporada de la luz. ¡Que todas las fachadas de las casas se llenen de focos y se prendan en las noches a fin de tener calles iluminadas al ciento por ciento! ¿Qué tanto puede costar? ¿Qué vale más: el pinche dinero o la seguridad de nuestros hijos? Quien piense: “que el gobierno ponga más lámparas” puede sentar esperado. La sociedad la conformamos todos y todos debemos velar por nuestra seguridad.
Alguien llevaba un trompo a la escuela. Sabíamos que la temporada de trompos había quedado inaugurada. Al día siguiente todos los niños llevaban trompos y el patio se llenaba de juegos a la hora del recreo. Eran cientos de niños jugando el trompo, riendo, recibiendo los hilos dorados del sol. ¡Éramos felices! ¡Ese patio era el patio más seguro del mundo! Los cabrones se olvidaban de molestar y de andar metidos en pleitos. Todo mundo jugaba.
Alguien debería poner el primer foco en la fachada de su casa. Alguien que nos diga que ya comenzó la temporada de la luz en las calles de Comitán. Que al día siguiente (a la noche siguiente) todos prendan los focos de las fachadas de sus casas y que nuestras calles se llenen de luz. Que se llenen de luz para que los malandros murciélagos se retiren. Ya viene, otra vez (¡qué chinga!), el horario de verano. Nuestros muchachos caminarán por las calles de Comitán en medio de la oscuridad. ¿Haremos el prodigio en Comitán? ¿Quién dice yo y da el primer paso?