sábado, 17 de enero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS PECES SUEÑAN




Querida Mariana: ¿se vale definir a una calle diciendo que en los extremos tiene esquinas? Las calles son el espacio que contiene a toda clase de personas. En el Club Campestre sólo entran los socios. El otro día fui y entré. Entré hasta cierto límite, porque luego luego apareció un señor que preguntó qué quería. Nada, dije, sólo estoy viendo. Él puso la cara de “a ver a su casa”. Hay espacios que son privados. La calle es hermosa porque permite el paso de todos, desde el delincuente hasta la monja más casta.
Las calles las debemos cuidar, porque es como cuidar nuestra libertad, el espacio por donde todo mundo camina. A veces nos enojamos cuando algún grupo (ah, las organizaciones que tanto lamenta la mayoría de gente de bien) se adueña temporalmente de algún espacio que, por derecho natural, le corresponde al pueblo.
A mí me gustan las calles. Cuando, por alguna razón, alguien cierra una calle (un camión saca escombro, hay un muerto en la cuadra, colocan una mesa y celebran un cumpleaños) me gusta caminar por la mitad. Recuerdo de niño las visitas esporádicas del gobernador en turno. Las fachadas de las casas se adornaban con festones de juncia y banderas de papel de china y la gente salía a aplaudir al gobernador y a sus acompañantes. Los personajes caminaban a la mitad de la calle. En esa fecha relacioné que el poder consistía en caminar por la mitad de la calle, el lugar que, por derecho establecido, le correspondía a los carros. Por ello, cuando el diez de febrero, en el barrio de la Pilita Seca, la gente saca las sillas y mesas después de la entrada de flores y cierra la calle, a mí me gusta caminar por la mitad. No es el mero gusto de sentir el poder, sino la posibilidad de ver las fachadas y el cielo desde otro punto de vista. En condiciones normales es muy difícil caminar a la mitad de la calle, uno se arriesga a ser atropellado. Cuando viene el gobernador actual algunas personas se molestan porque se cierran calles. Yo no me enojo. Disfruto la posibilidad de caminar (por ejemplo) a mitad de la calle que va de Banamex al parque central. Ah, me encanta tardarme. Siento que recupero un espacio público que hemos cedido (por necesidad) al automóvil. Vuelvo a tener la sensación dulce que disfrutaba cuando caminaba por las calles empedradas de mi niñez; cuando el mayor peligro era ser atropellado por el burrito que cargaba los refrescos llamados gaseosas.
En ocasiones cometo excesos. Saco el libro que siempre llevo en la alacena posterior (guardado entre el pantalón y mi espalda) y leo algunas líneas mientras camino ¡a mitad de la calle! El otro día saqué el libro de poesía que llevaba y mientras mis pasos avanzaban con lentitud leí un fragmento de un poema de Ledo Ivo, enormísimo poeta brasileño: “No puedo admitir que los sueños / sean privilegio de las criaturas humanas. / Los peces también sueñan. / En el lago pantanoso, entre pestilencias / que aspiran a la densa dignidad de la vida, / sueñan con los ojos abiertos siempre.” Mientras leía a Ledo, mientras avanzaba de un banco hacia otro banco, del Banamex al BBVA (como si dijese: de una banca a otra banca, como si caminara en el parque) sentí que era como un barco bogando en el canal de Panamá. Miraba las dos banquetas, que eran como dos orillas, y las personas me miraban con atención, como si advirtieran que yo era un barco con dirección al mar. Hubo un instante que cerré el libro y, en voz baja, muy baja, como si cantara dije: “sueñan con los ojos abiertos siempre”, y supe que hay muchas personas que son iguales que los peces y sueñan con los ojos abiertos siempre. Yo estaba como en un sueño sacado de una película de Buñuel, porque caminaba a la mitad de la calle, de esa calle que, en días normales, está llena de autos y por donde la gente (esa gente que sueña como los peces) tiene que atravesar corriendo de una a otra orilla, con el riesgo de ser atropellado por un autobús. Porque, en días normales, la esquina de Banamex se atasca de autobuses que dificultan el libre tránsito.
Digo que debemos cuidar nuestras calles, porque ellas son como la extensión de nuestras casas, son como el patio donde la gente (toda) sale a tomar el sol o a disfrutar de la lluvia. Todo está a resguardo de la lluvia, menos la calle. Cuando llueve, la mayoría de personas busca un alero para evitar mojarse (yo, siempre. Sabés que a mí no me gusta mojarme). ¿Quién puede estar a resguardo a mitad de la calle? ¡Nadie! Las subidas y bajadas de nuestro pueblo le agregan un elemento adicional: las calles se convierten en ríos, casi cataratas. Allá por el rumbo de San Caralampio, por la casa de Tere (que está a mitad de la gran bajada) la calle se convierte en una hermosa sucursal del río Paraná. Ah, cómo baja el agua, baja como si fuese una ronda de niñas que juegan al tobogán. La calle, entonces, es el espacio donde el sol y la lluvia y el aire y el viento juegan en total libertad. A mitad de la calle, el sol extiende su mano generosa y asfixiante y llega el momento en que su caricia se convierte en una bofetada. De igual manera, cuando llueve, el agua se descuelga con la misma facilidad con que los aguacates maduros se sueltan de las ramas más altas.
Pero si hay algo de la calle que sea el elemento más seductor es ¡la esquina! ¿Alguien puede imaginar una calle sin esquinas? No existe tal cosa. La calle puede carecer de pavimento o de banqueta, pero no puede ser si no tiene esquinas. Por ello, la historia nos demuestra que las muchachas bonitas que venden su cuerpo y que en Comitán y en medio mundo se llaman putas prefieren estar en las esquinas más que en cualquier otro espacio de la calle. ¿Por qué? ¡Ah, muy sencillo! Porque la esquina permite “dar la vuelta o seguir de frente”. Cuando caminamos por una calle no tenemos más opción que caminar de frente o en retroceso. Quien camina a mitad de una calle y decide torcer hacia la izquierda o derecha no tiene más opción que entrar a una casa. En cambio, en la esquina, la persona se enfrenta a una disyuntiva: caminar derecho o doblar a la izquierda o a la derecha. Este simple movimiento es definitivo y definitorio, tanto a la hora de caminar por una simple calle como a la hora de definir la vocación y encarar el porvenir. Por ello, las putitas se paran en las esquinas (la literatura y el cine han creado el cliché de verlas fumando, con un bolso colgado al hombro). Si un cliente calenturiento se topara con una chica a mitad de la calle dudaría porque el acto de pagar por el acto sexual siempre implica doblar por un camino. Los delincuentes tienen la costumbre de huir y desaparecer doblando en las esquinas. De igual manera, todo amante que rompe con su pareja dobla en algún instante por una esquina.
Quien decidió que Comitán tuviera banquetas de laja no pensó en que trasgredía la principal virtud del espacio público: la libertad. Ahora es complejo caminar. Escucho con frecuencia la queja de amigas que calzan zapatillas. Dicen que es como si al equilibrista (que la tiene complicada al caminar sobre un alambre) de ribete le pusieran cera al alambre. La gente, a la hora que camina y se topa con una rampa de acceso para una cochera, debe bajar al arrollo con el peligro de ser arrollado (ah, qué pinche juego de palabras tan inútil).
Las calles son el espacio donde la gente se manifiesta. Los grandes movimientos culturales de la historia del mundo se han logrado en la calle. Es comprensible. La calle es el espacio donde la gente se reúne para vivir la vida. Cuando hay un guateque en una casa particular algunos colados logran entrar (estos colados se llamaban “chalequeros” en mis tiempos de estudiante). Los chalequeros no estaban invitados, se colaron como se cuelan los mexicanos en Estados Unidos. No son bienvenidos. En cambio, cuando el guateque es en un espacio público, un parque o una calle, todo mundo se siente invitado de honor, todo mundo ¡es invitado de honor!, porque la calle convoca a la alegría, a la pena, al coraje, al misterio (ah, si no que lo digan esas parejas que se esconden en cualquier entremetido y se besan y buscan estrellas en sus cuerpos. Ahí, escondidos de todos, pero a la vista de todos).

Posdata: a veces imagino el centro de Comitán cerrado para el tráfico vehicular; lo imagino peatonal; imagino a los niños, acompañados de sus papás, montados en sus triciclos, a mitad de la calle, como si fuesen dueños del mundo. Sólo lo imagino.
Los peces de Ledo sueñan con los ojos abiertos siempre. Ledo tiene razón, somos como peces. A veces, cuando caminamos por las calles de este pueblo, sentimos que estamos en una pecera donde el sol juega con el agua tibia del aire, del aire de Comitán.