domingo, 25 de enero de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN CANÍBAL
Un alumno me preguntó cómo se decía: “neva o nieva”. Le respondí de inmediato: “Nieva”. En prepa, el maestro Víctor Manuel nos enseñó un método nemotécnico sencillo: relacionar una cosa con otra para no olvidarla jamás. Para tener la certeza de que se dice nieva relacioné la palabra con el apellido de mi amigo Humberto.
Tenía diez u once años cuando don Ángel Nieva, empleado de la Secretaría de Gobernación, nos llevó en un jeep a la frontera con Guatemala (La línea). ¿Por qué don Ángel nos llevó? Mi tía Emelina trabajaba en la Secretaría de Gobernación en la Ciudad de México, así que don Ángel le brindaba atención a quien era un mando superior. La vez que recuerdo fuimos mi tía, mi mamá y yo. Don Ángel ya había pasado la “Nariz del diablo” (una curva muy pronunciada y peligrosa donde se habían ido al desfiladero varios automovilistas) cuando en algo como una cañada pequeña, a mitad de la carretera apareció un venado. ¡Un venado!, gritó mi tía. El animal, no sé si por el grito de mi tía o ante el ruido del motor del jeep trató de subir por una pendiente pronunciada. ¡Saque su pistola y mátelo!, gritó mi tía. Don Ángel había detenido el jeep y, en medio de la confusión y el asombro de tener enfrente a ese hermoso animal, trataba inútilmente de sacar la pistola que llevaba en la funda. Mi mamá con media cabeza afuera de la ventanilla movía la mano como si quisiera ayudar al animal a subir o para que no corriera en sentido contrario; mi tía gritaba, don Ángel luchaba con el broche de la funda y yo, nervioso, con las manos apoyadas en el respaldo del asiento delantero, veía cómo el animal insistía con sus patas flacas, en apariencia débiles, subir por la cuesta. Cansado de insistir volvió la cabeza hacia donde estábamos, hacia donde don Ángel ya sacaba la mano izquierda por la ventanilla y apuntaba al animal, hacia donde mi tía insistía en su grito ¡mátelo, mátelo!, hacia donde yo rogaba a Dios que el animal viera que había más rutas de escape: le quedaba la carretera hacia abajo o el desfiladero por donde, sin duda, había subido. Y por esos prodigios divinos, antes de que don Ángel soltara el disparo, el animal se echó a correr en sentido contrario y bajó con la velocidad “de un venado” y desapareció entre los árboles y el monte. Se nos fue, dijo don Ángel. Mi tía estaba en un estado pleno de excitación y ya estaba a punto del llanto (sólo volvería a verla en ese estado la tarde en que estábamos sentados en el corredor de la casa del balneario de aguas termales de El Carmelito y cientos de murciélagos comenzaron a salir por dos huecos que había en la techumbre de madera y tejas. A mi papá, en esta ocasión, le ganó la risa y mientras mi tía, ya histérica, gritaba y levantaba las piernas como si en lugar de murciélagos fueran ratones, él no paraba de reír.) Cuando la emoción del momento terminó, mi tía comenzó a llorar y, cosa inexplicable, dijo: ¡Qué hermoso animal, qué hermoso! Nunca entendí por qué en automático, al verlo, pidió que don Ángel sacara la pistola y matara ese ejemplar que definió como hermoso. Era un venado con una cornamenta como de columnas griegas. El momento más sublime fue cuando nos vio, segundos antes que corriera hacia el monte. Sus orejas simétricas eran como dos palmas que nos saludaran desde el territorio del miedo. Mi mamá, don Ángel y mi tía terminaron con las frentes llenas de sudor, los rostros iluminados por el calor de la sangre intensa. Yo, también iluminado por la presencia de lo que mi tía había definido como un hermoso animal. Jamás había estado tan cerca de un venado, jamás había visto un venado vivo, tan cerca de mí, y en esa situación, situación que era la del animal perseguido. Era un macho, de eso estoy seguro, un animal salido de la tierra caliente, de la tierra donde muchos cazadores comitecos iban a buscarlos.
Siempre que venía mi tía de vacaciones, don Ángel le brindaba la atención. Mi tía acostumbraba pasar al “otro lado” a comprar vajillas japonesas. El regreso era terso, porque don Ángel pasaba por el puesto de revisión como Pedro por su casa y mi tía no se preocupaba por la “fayuca” que llevaba.
Cuando alguien me pregunta cómo se dice: neva o nieva, no dudo, digo nieva, porque aprendí el recurso memorístico de relacionar un concepto con otro y siempre relaciono el fenómeno natural con el apellido de mi amigo Humberto.