sábado, 24 de enero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (parte I)



Con un respetuoso abrazo a la familia Villegas Torres,
Por la ausencia física del Licenciado Julio.



Querida Mariana: mi memoria es como pichancha, pero a veces escarbo en mi cerebro y encuentro algunos hallazgos. Una de los hallazgos de mi cielo es Óscar Bonifaz, quien, a fines del año pasado, recibió el Premio Chiapas.
Vos sabés que radiqué en Puebla, del 2000 al 2007. Allá, mis hijos y yo tuvimos una pequeña imprenta. Mi vida (ahora lo veo) ha estado siempre marcada por el papel. Esto no es poca cosa. En la primaria tuve un amigo que, al terminar el sexto grado, me dijo que ya no seguiría estudiando. ¿Qué haría? Dijo que su papá había hablado con un compadre suyo y que entraría como aprendiz de mecánico. Ahora que lo evoco pienso que su vida ha estado regida por la grasa de motores y por la gasolina para lavar el carburador. A veces no pensamos en ello, pero los objetos que nos rodean son los que definen nuestra vocación. En mi infancia estuve rodeado de botellas de vidrio, porque mi papá era distribuidor, acá en Comitán, de la Coca Cola y de la cerveza Carta Blanca. De niño jugué en medio de pasillos donde se levantaban torres de cuatro o cinco cajas llenas de envases. Tal vez por esto, en algún tiempo de mi vida (un tiempo largo, desde los dieciocho hasta los cuarenta y tres) jugué con botellas de cristal sobre los tableros metálicos de las cantinas. ¿Y el papel? Ah, bueno, igual que mi amigo mecánico, yo crecí entre los papeles que los niños y niñas jugamos en las escuelas. La educación pretende afirmar en nosotros la idea de que el papel no es malo como un camino para la vocación (no hablo del papel higiénico).
¿Cuándo fue la primera vez que hablé con el maestro Óscar? (Maestroscar, que le dice Juan Carlos Gómez Aranda). Fue en la preparatoria. Ya te conté que cuando terminé la secundaria en el Colegio Mariano N. Ruiz, mi papá (oriundo de San Cristóbal de Las Casas) me sugirió que fuera a estudiar el bachillerato a su ciudad natal. Yo, con la promesa de la aventura; yo, que soy hijo único y que siempre estuve cuidado por mis papás, pensé que era una buena oportunidad de caminar solo por las calles de Dios. Dije que sí. Allá viví en casa de mi padrino Ramiro Ramos Ruiz, quien era el propietario de un supermercado que tenía las tres erres como nombre. Cuando algún ambientalista, ahora, me habla de la Regla de las Tres Erres: Reducir, Reutilizar y Reciclar, pienso en San Cristóbal y en esas mañanas que sacaba las latas de chícharos de las cajas de cartón, las limpiaba y las colocaba en los anaqueles del súper y reduzco mi nostalgia, reutilizo mi emoción y reciclo las historias. Creo que cuando hago esto último me siento como cenzontle.
¿Cuánto tiempo estuve en la Prepa de San Cristóbal? Poco tiempo, no recuerdo bien, pero debieron ser dos o tres meses, no más. Me inscribí en la Nocturna, porque en la diurna ya no había cupo. Mis compañeros fueron gente mayor, gente trabajadora. Uno de ellos ya era tan grande que para paliar el frío de aquella ciudad, a las ocho y media de la noche, popoteaba una botellita que llevaba adentro de la chamarra. En esa botellita tenía un preparado con aguardiente. Mientras el maestro escribía sobre el pizarrón, mi compañero (bien podría decir: el teporochito) acercaba su boca al cuello de la chamarra y chupaba el popote que tenía integrado. Siempre estaba colorado, siempre calientito, siempre con olor a alcohol. Los maestros nunca le decían algo. Él jamás, tampoco, decía algo, se concretaba a copiar y a escuchar lo que los maestros decían al frente. Mientras estuve en clase nunca un maestro lo pasó al pizarrón. Lo dejaban estar y él se dejaba estar, siempre “en el agua”, sin ofender, sin participar.
Conocí al maestro Óscar cuando regresé a Comitán; cuando abandoné la prepa de San Cristóbal. Poco a poco (ay, tenía que ser) comencé a añorar a mis papás, a mi casa, a mis amigos y a mi Comitán. Una tarde, mi papá llegó a San Cristóbal a verme, pero antes pasó a saludar a su compadre Fernando y con él se reventó algunos alipuses; cuando llegó a verme ya se columpiaba como barco. Aproveché que estaba medio bolo. Cuando me preguntó cómo me encontraba me solté a llorar, lo abracé y le pedí (con toda mi alma) que me permitiera regresar a Comitán. Mi papá (quien también me extrañaba horrores) dijo que sí y al día siguiente agradecimos a mi padrino su generosidad y “volamos” para el pueblo. Ah, qué emoción regresar a mi querencia. Ya en casa fuimos a ver al Doctor Elías Macal, Director de la Prepa de Comitán y él, igual de generoso, dijo que haría un huequito para que yo fuera recibido. Ahí conocí a Óscar Bonifaz. Ese año no me dio clases, pero lo miraba caminar de un lado a otro por los pasillos de la vetusta escuela. Ahora que lo recuerdo puedo decir que caminaba con la misma energía con que lo hace ahora (a veces, en estos tiempos, lo veo caminar por las calles de Comitán, con un paso un poco cansado, como si arrastrara los pies; pero días después lo veo con el mismo caminar diligente de siempre. No digo nada novedoso si repito lo que muchos de sus ex alumnos exclaman cuando lo saludan: sigue igual y los que ya envejecieron son sus ex alumnos. ¿Cuál es el secreto de su eterna juventud?)
Ignacio López Tarso protagonizó, en los años sesenta, una película que se llama “El hombre de papel”. Apenas tengo hilos de memoria de la vez que la vi en el Cine Comitán. En la penumbra de mis recuerdos alcanzo a ver a López Tarso pepenando papeles viejos. En la vida, también, hay hombres de papel. Mi amigo de la primaria es un hombre de grasa de motor. La Carmita, quien desde niña hacía vestiditos para sus muñecas y que ahora sigue siendo costurera, puede decirse que es una mujer de telas (por favor, mi niña, no vayás a alburear con las telas poncho). Los hombres y mujeres estamos hechos un poco por el oficio que ejercemos. ¿Qué puede decirse de las mujeres que han dedicado su vida a la cocina y a los menjurjes y a las esencias y a los chiles anchos y a los chiles secos? ¿Puede decirse que son mujeres de chile y de pan? (Sin albur, sin albur, por favor). Óscar Bonifaz, igual que López Tarso, es ¡un hombre de papel! Lo he visto, desde que lo conozco, pepenando palabras para colgarlas en su traje de papel estraza, de papel estrellas, de papel universo.
Un día, en la prepa, a Óscar Bonifaz lo tuve de maestro. Fue en el tercer año de Bachillerato. Él impartía la materia de Literatura. Ya te he contado cómo, hasta la fecha y a pesar de mi memoria de cáñamo podrido, recuerdo los versos que venían en la portada del texto que llevábamos en su materia: “Nocturna, mas no funesta, / de noche mi pluma escribe; / pues para dar alabanzas, / hora de Laudes elige”. ¿Por qué sé de memoria estos versos que conocí en el año de 1974? Me sorprendo, porque, a veces, olvido la dirección de mi casa y no sé el número de mi teléfono celular; a veces, olvido los nombres de mis compañeros de trabajo y, con mucha frecuencia, trato de pepenar los nombres de alumnos o compañeros de escuela. Soy un desmemoriado. Sin embargo, estos versos están como tatuados en mi mente y en mi corazón. Son versos de Sor Juana Inés de la Cruz, son versos que el maestro nos leía en clase. ¿Qué me significó que Bonifaz me diera clases en la prepa? ¡Nada! En ese momento nada especial. Apenas recuerdo su imagen al frente; tal vez recuerdo alguna anécdota contada por él y el brote de risa de todos sus alumnos; tal vez recuerdo cómo levantaba la mano para decir que un alumno o alumna se pusiera de pie y leyera en voz alta (lo que sí recuerdo de manera vívida era el tartamudeo de varios de mis compañeros a la hora de la lectura. Ah, cómo me enfadaba. Porque, ya en ese entonces, yo no era mal lector). ¿Cómo leía el maestro? No lo recuerdo. Tal vez no era un Carlos Fuentes, quien fue un excelente lector de su obra y de la obra de otros. Cuando Bonifaz fue mi maestro en la prepa yo no sabía que él era escritor. Para ese tiempo, ya lo dije, yo era ya un buen lector. Semana a semana compraba libros en la Proveedora Cultural. Mi tía Emelina, cuando venía a Comitán desde la ciudad de México, me traía libros de regalo. Ella comenzó, con tal acto, a sembrarme alas de papel. Ahora, que lo veo a distancia comprendo que también algunos maestros hicieron esa labor. En ese tiempo mis intereses eran otros. Tanto que cuando debí elegir una materia optativa entre fotografía, pintura o teatro elegí pintura. Debí, ahora lo sé, elegir teatro, porque el teatro es un arte íntimamente ligado con la palabra, con la literatura. ¿Quiénes ayudaron a fortalecer mi traje hecho de papel sin rayas? Recuerdo al Maestro Beto, en el tercero de primaria, en la Matías de Córdova, a la hora que nos leía la historia de Chiapas en un breve libro que tenía el título de “Los cuentos del abuelo”, de Ángel M. Corzo. (Continuará).