miércoles, 7 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON MENSAJE CORRECTO




Mariana se botó de la risa en cuanto vio el letrero. Íbamos en el carro y ella se columpió sobre el asiento del copiloto. Bajó el cristal y dijo: “Dame la cámara. Esta foto está genial”. Yo me detuve, saqué la cámara del estuche y se la di. Ella no podía controlar la risa, mientras tomaba la cámara con las dos manos se movía como pulpo sometido a una descarga eléctrica.
Nada dije. ¿Qué iba a decir? No pude decirle que el letrero no estaba equivocado. La historia es muy simple. Este era un pueblo simpático, con casas de techos de lámina de zinc, patios llenos de flores y sitios con gallinas y guajolotes. Los niños eran felices, caminaban por las calles llenas de polvo y montaban bicicletas. A las doce del mediodía, las mujeres salían a la calle y, desde su banqueta, aventaban cubetazos de agua para evitar el polvo. En la tarde (cuando el sol bajaba) sacaban sillas a las banquetas, platicaban y veían cómo sus hijos jugaban a saltar la cuerda o a improvisar “retas” de fútbol. Mas un día, a lo lejos, vieron una nube de polvo que avanzaba, como si una estampida de búfalos amenazara el poblado. Las mamás corrieron a por sus hijos, los abrazaron y los metieron a las casas. Los pocos hombres que en ese momento daban el salvado a las gallinas ponedoras corrieron a sus habitaciones y descolgaron las escopetas. Si eran búfalos caerían ahí mismo. Pero, luego oyeron el estruendo y se dieron cuenta que no eran búfalos, era un camión destartalado que entraba al pueblo por la entrada principal. “Se los dije -dijo el viejo del pueblo-, las profecías comienzan a cumplirse: monstruos devorarán las entrañas de la tierra y todo vestigio de vida será cercenado”. “La mierda”, dijo uno de los que mantenía entre brazos la escopeta. Y dijo que eso no era parte de la profecía, esto era, gritó enojado, la invasión de cabrones con camiones que vienen a jodernos nuestra tranquilidad. Sí, dijo otro hombre que se acercó al grupo que, a mitad de la calle, hacían señal de alto al conductor del camión. Esto es la mierda de la modernidad, concluyó el que hablaba. El conductor frenó, sacó la cabeza por la ventanilla, saludó y preguntó que si por ahí era el camino para llegar a San Vicente del Arenal. No, dijeron todos, no es por acá. Por acá no pasan carros. Regrese por donde vino y pregunte en el poblado que dejó. El chofer se limpió la frente con un paño, dio las gracias, metió reversa y maniobró hasta quedar viendo el camino de regreso.
Al ver que pronto la modernidad podía alterar el orden de la comunidad, el cabildo citó a reunión y dio a conocer el decreto número catorce A, que a la letra decía: “Se colocará a la entrada del poblado un letrero que indique la velocidad máxima: 0 kilómetros. Quien infrinja la disposición deberá pagar quinientos pesos”. Todos levantaron la mano y movieron la cabeza en signo positivo, mientras miraban a los demás hacer lo mismo.
A la mañana siguiente colocaron el anuncio y esperaron que la modernidad llegara. Cuando un conductor extraviado llegó al poblado y se paró a leer el letrero, el comisionado (un hombre con sombrero de palma, camisa a cuadros y botas de piel de pantera) le entregó un papel al conductor y le dijo: infringió la disposición, vienen los quinientos pesos, y mostró la palma de la mano. El conductor miró el papel y estaba a punto de soltar la carcajada cuando oyó algo como un corte de cartucho, en la ventanilla del copiloto, otro hombre sostenía una escopeta y le apuntaba. Paga y se regresa. Acá la velocidad máxima es de cero kilómetros. Usted no hizo caso. El conductor tragó saliva y buscó en la bolsa de su pantalón. De la cartera sacó dos billetes arrugados de doscientos y los entregó. No tengo más, dijo, con una voz como de hilo de agua temblorosa. Que le valga por ésta, dijo el hombre y tomó los billetes. El conductor dijo: dispensen, yo no conocía estas disposiciones. Echó reversa y más allá maniobró para regresar por el camino andado.
De esta manera es que el pueblo mantiene su tranquilidad. Cuando Marianita tomó la fotografía eché reversa y regresamos por el camino. ¿Y?, preguntó Mariana, ¿Ya no seguiremos? No, le dije. Me acordé que tengo una cita a las seis. Ella sonrió, alzó la cámara y tomó una foto. El sol ya se ocultaba, detrás de un campo sembrado de margaritas. Las flores tomaron una tonalidad rojiza, como si fuesen una multitud de hilos brotando de la panza enorme del sol.