domingo, 4 de enero de 2015
EN TARDES DE OTOÑO
Era en la tarde. En la sala un rayo de sol entraba por la ventana y se desparramaba, perfecto, en el piso de madera. Nosotros lo usábamos como carretera para jugar con los carros, carros que debíamos guardar a la hora que la tía Eugenia entraba y, con palmadas, nos hacía entender que era hora de nuestra clase de piano.
A mí no me gustaban las clases. La tía nos daba cuadernos pautados y ordenaba a que pintáramos círculos blancos o rellenos sobre las líneas que eran como alambres de esos donde camina la luz. No le encontraba el sentido. Me encantaba, al contrario, cuando ella se sentaba y tocaba el piano. Decía que tocaría una canción francesa y nosotros, Juan, Alicia y yo, nos acercábamos al banco donde ella se sentaba y escuchábamos. Creo que a los tres nos gustaba su música, la forma en que quitaba el tapete que cubría la tapa, la forma en que abría y dejaba visible el teclado que, igual que las bolitas que dibujábamos, eran piezas blancas y negras. Cada tecla, nos decía daba un sonido especial y la combinación de sonidos y silencios hacía el prodigio de la música. Claro, puntualizaba, era necesarios saber los valores de las teclas para obtener música y no ruido, que ruido era lo que nosotros hacíamos cuando somatábamos el teclado, en ausencia de la tía. Nos gustaba ver cómo la tía se tronaba los dedos de la mano izquierda con la derecha y luego los de la derecha con la izquierda, era como si ese movimiento permitiera que sus dedos tuviesen la suficiente gallardía de las plumas de un ave, porque, la mera verdad, a la hora que la tía comenzaba a tocar sus dedos eran como alas de un ave hermosa, ¡volaban! Volaban en forma horizontal, apenas rozaban las teclas (blancas y negras) casi casi como si ella fuese un pato sobrevolando en un lago de aguas limpias. Nosotros (molestosos por vocación) no parpadeábamos, como que intuíamos que éramos testigos de algo que estaba por encima de lo cotidiano. La franja de sol se movía, conforme ella tocaba y a veces, esa línea subía hasta el teclado, hasta sus manos y todo parecía convertirse en un campo lleno de trigo y las manos de la tía eran movidas por un viento suave. Cuando ella terminaba nos preguntaba si no íbamos a aplaudir y aplaudíamos, pero yo estaba seguro que ese pedido era como romper un prodigio, como bajar de las nubes de un pinche madrazo. Nos gustaba (hablo en nombre mío y de mis primos) escuchar a la tía. Nos molestaba (hablo en nombre de los tres) las lecciones donde debíamos llenar planas y planas de un cuaderno pautado. Pero, ella insistía que para tocar como ella tocaba era necesario conocer y reconocer esas figuras.
Una vez dije que deseé mucho conocer París. El otro día, caminando por una calle de Comitán, escuché una canción y reconocí la canción que la tía interpretaba. Toqué. Desde adentro alguien preguntó qué deseaba y yo, titubeante, dije que si podía decirme el nombre de la canción que recién escuchaba. “Sáquese, viejo borracho”, dijo la mujer y escuché el sonido de sus pasos que se perdieron en el zaguán. Todo quedó en silencio. Incluso en la calle sentí que todo había entrado como en una burbuja sin aire. Pensé entonces que mi tía, con su prodigiosa manera de tocar el piano, era quien había sembrado en mí el deseo de ir a París, de sentarme en uno de los cafés que dan al bulevar, mirar las hojas secas cayendo de los árboles y escuchando, a lo lejos, un piano. ¿Qué canción era? Ah, si yo, ahora, pudiera, a través de estas palabras tatararear la canción, tal vez algún lector me orientara, pero esto es imposible. Entiendo que debí aprender a dibujar e interpretar los símbolos que ella nos enseñaba. Ahora sería tan fácil escribir las notas.
Bueno c'est fini, decía ella, se levantaba y con el mismo movimiento amoroso cerraba la tapa y la cubría con la carpeta de paño verde, bordada con hilos de oro en el contorno. Nosotros sabíamos que era hora de ir al baño, lavarnos las manos y sentarnos a la mesa porque nos serviría unos tazones de chocolate con pan de dulce. A lo lejos, desde la sala, escuchábamos las notas del disco que ponía. Era una música suave, como si brotara de un ave volando por encima de nosotros y su aleteo produjera una briza que venía desde un país europeo llamado Francia.