sábado, 31 de enero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (parte II)



Con un respetuoso abrazo a la familia Ruiz Mandujano,
Por la ausencia física de don Gilberto Ruiz Gordillo



Querida Mariana: te decía que hay personas de papel. En apariencia son frágiles, a punto de deshacerse ante la humedad. Pero si mirás bien, los libros (hechos de papel) han resistido siglos. Más bien los objetos de metal se llenan de herrumbre y dejan de servir. A veces voy a talleres mecánicos y veo, en una esquina, un tiradero de partes mecánicas que para nada sirven. A veces entro a librerías de viejo y encuentro libros que, a pesar de su edad, aletean. Los libros siguen iluminando desde sus orillas de papel con apariencia frágil.
Te decía que muchas personas (bueno, no tantas) ayudaron a poner engrudo al traje de papel que uso ahora. El maestro Beto, en la primaria; mi tía Emelina, cada vez que venía desde la ciudad de México y me traía libros de obsequio. ¿En la secundaria? Ah, en la secundaria me topé con la imponente figura del Padre Carlos J. Mandujano. Sus cátedras de literatura eran un portento, ríos llenos de un agua limpia que no existía por estas regiones. ¿Y en la prepa? En la prepa apareció Maestro Óscar. En ese tiempo no me di cuenta de lo que estos maestros hacían. Lo hago ahora, ya con cincuenta y siete años de edad; lo hago ahora que mi oficio es un oficio de papel. En la Universidad, en la ciudad de México, aparecieron dos maestros, que, de igual manera, sembraron la semilla que, ¡oh, paradoja!, está hecha del árbol talado. Con la madera de un árbol caído los editores siembran nuevos árboles que oxigenan el espíritu del género humano. Cuando estudiaba en la Facultad de Ingeniería, de la UNAM, un maestro que impartía la clase de Electricidad I, diez minutos antes de concluir su cátedra, abría una novela y nos leía un fragmento. En ese momento sí ya sabía que mi vocación estaba enredada en un folio de papel y, más que la clase de Electricidad, esperaba con emoción el momento en que el maestro leía fragmentos de la novela. Al estilo de las novelas por entregas o de las radionovelas, el maestro nos dejaba “picados” para saber qué iba a ocurrirle al protagonista. No sé (no creo) si a mis otros compañeros les causaba la misma emoción que a mí tal lectura. No lo creo porque, tal vez, los otros sí tenían la vocación de la ingeniería y su destino era estar metido adentro de talleres donde arreglan turbinas para generar electricidad. Mi vocación no era tal. Más tarde, cuando estudiaba Arquitectura, en la Universidad del Valle de México, mi maestra de Proyectos (ah, maestra llena de gracia, de la misma gracia con que está dotada la madre de Jesús, uno de los hombres más iluminados y luminosos de la historia de la humanidad), al estilo de Julio Cortázar, me enseñó que todo podía volverse un libro de papel; que todo puede, perfectamente, lograrse con cimientos de papel, del mismo papel enredado en el engrudo con que los escritores formulan sus universos. Óscar Bonifaz desde niño jugó con palabras que untó sobre papeles que bien podían estar pegados en las paredes de las viejas casas comitecas o, bien, pegados sobre los muros invisibles del aire. Él cuenta que uno de sus primeros versos contenía una palabra tal vez inventada por él: “chachasca”, que es una palabra que está llena de efervescencias y de sonoridades. Si un muchacho le dice a su muchacha bonita que su corazón “chachasca” de gusto cuando piensa en ella, la muchacha podrá sentirse la mujer más amada del universo. De igual manera, si la Carmen cuenta a su comadre que el Elpidio llegó bien “chachasca” de bolo, la comadre podrá imaginar que el compadre andaba zurumbo de borracho. Óscar Bonifaz cuenta que tuvo una tienda (frente al edificio del Centro Cultural Rosario Castellanos) donde vendía libros y revistas. Los hombres de papel no tienen más oficio que pepenar papelitos. Es proverbial la costumbre de Cervantes, el autor de El Quijote, de levantar los papeles rotos de las calles para leerlos.
Las personas que incluyen carne en su dieta son carnívoros; quienes omiten la carne y prefieren verduras son vegetarianos; ¿cómo deben llamarse los hombres y mujeres que prefieren comer papel? Los que saben cuentan que el origen de la palabra papel está en la palabra griega papyros. Los egipcios escribían en papiros. En la UNAM, en la entrada de la Facultad de Arquitectura, un hombre colocaba una mesa con figuras de origami (papiroflexia). A mí me encantaba acercarme a él y ver cómo lograba hacer figuras maravillosas sólo con ayuda de sus manos y una sencilla hoja de papel. El hombre se hacía llamar “El Papirolas”. Tal vez, entonces, no sea mala idea llamar Papirófilos a quienes viven y mueren por el papel. Papirófilo, desde pichito, ha sido Óscar Bonifaz.
Elegí pintura en la prepa y la disfruté. El maestro Homero Recinos, igual que lo hicieron Los Impresionistas en su momento, nos sacó del encierro de los salones. Rentó un camioncito con redilas y los sábados íbamos a las cercanías de Comitán. Recuerdo los viajes que hicimos al Arco de San José, en Los Lagos de Montebello; asimismo dos lugares más cercanos: una montaña en la comunidad de El Puente, rumbo a Tenam; y una pequeñísima laguna, tan breve como vaso de agua, al lado de la Carretera Internacional, rumbo a La Trinitaria. Ahí instalábamos los caballetes y colocábamos los bastidores de tela blanquísima y ¡a pintar! El caricaturista y pintor Abel Quezada dijo que la máxima expresión de la libertad es ¡la pintura! Pero, algo me decía que no estaba en el espacio correcto. El maestro Óscar dirigía el grupo de teatro. Los compañeros que se habían inscrito en la materia de teatro ensayaban no sólo los sábados; cuando estaba en puerta la puesta en escena de una obra, los actores y actrices ensayaban por las tardes en el auditorio. De vez en vez, me colaba y miraba desde lejos cómo Bonifaz les indicaba los movimientos. Ahí no se trataba de la libertad total, había que sujetarse a los parlamentos y a las indicaciones del director. No obstante algo luminoso había en ellos, como si se tratara de decir que ahí estaba contenida la esencia de la vida y se hacía a través de la palabra. A cada uno de los actores, el maestro le había dado un parlamento, un legajo de hojas que, los actores y actrices, debían aprender de memoria. ¿Qué significaba poner en escena una obra del siglo pasado? Era como insuflar aire a lo que estaba inerte. No era la libertad total y completa pero era como un acto de resurrección. El actor retoma un texto, lee e interpreta. Toma un libreto de Shakespeare y dice:
“Tú, grita en un tono de miedo y horror,
como cuando, en el descuido de la noche,
estalla un incendio en ciudad populosa.”
¿Mirás, mi niña bonita? ¡Ah, qué prodigio! Es una traducción, pero se advierte la flama de del talentoso dramaturgo inglés. Dice: “Grita, como cuando, en el descuido de la noche,…”. ¡Ah, el descuido de la noche!
Recuerdo a Roberto García Rojas (actualmente un arquitecto de prestigio) desplazándose en el escenario del teatro de la prepa (donde ahora está la Casa de la Cultura). Roberto no era él, era su personaje y lo que decía no lo había pensado él sino el autor de la obra. Era un juego maravilloso de espejos. Nosotros, los espectadores, tampoco éramos nosotros. Por un instante (el instante de la representación) nos volvíamos un poco los espectadores de todos los tiempos, porque vivíamos la experiencia inenarrable de presenciar un momento que se había vivido antes, tal vez en algún teatro de la España, del siglo XIX. Pensé entonces que me hubiese gustado, más que en pintura, estar inscrito en teatro y ser alguien más que lo que era, un simple muchacho, desubicado, tímido, lector voraz de decenas de novelas y de libros de cuentos. Hoy, la edad me ha hecho comprender que mi desubicación se debía a que no había logrado atrapar el prodigio de tal comportamiento: mi timidez me llevó a refugiarme en los libros y ahora los libros son el refugio de mi felicidad. Sé que quienes llevaron teatro con Bonifaz fueron tocados por el prodigio de la palabra, de la palabra de siglos. En el teatro, más que en cualquier otra disciplina artística, está sintetizado el espíritu del hombre, porque el teatro tiene íntima relación con la palabra, con ¡la literatura!, con la vida. En ese tiempo no sabía que Óscar Bonifaz recibió clases de teatro con Seki Sano, un japonés que radicó en México y que, según los críticos teatrales, dio sustento al teatro japonés moderno. Hoy, Bonifaz está retirado de la actividad teatral, pero algún día habrá que hacer una revisión de todo el bien que hizo por el florecimiento de dicho arte en Comitán. ¿Cuántos de sus alumnos conocieron el teatro gracias a él? ¿Alguien se atreve a decir un número? (continuará)