viernes, 9 de enero de 2015

REGALO DE CUMPLEAÑOS





El hombre (sin nombre) le dijo a la mujer: “Detenme esto, por favor” y le dio una caja de madera. Una caja pequeña, con un grabado ya casi invisible. El hombre se alejó, antes de que la mujer pudiera decir algo. Ella había extendido la mano casi de manera automática a la hora que el hombre le dijo: “Detenme esto”. Fue un acto instintivo, casi como cuando comienza a llover y abrimos la palma para sentir la primera gota del aguacero.
El hombre desapareció tras la multitud que, a esa hora, salía del trabajo y buscaba una fonda para comer o un transporte para ir al cine o a la casa. Ella se había sentado en esa banca del parque para comer un sándwich que se preparó muy temprano en casa antes de ir al trabajo. Esa era su hora de comer. Este día era especial, porque cumplía treinta y dos años. Nadie, en la tienda, se había acordado. ¿En su casa? ¿Quién? Si sólo vivía con Rodrigo, el gato siamés que le había regalado su amiga Alondra, en navidad. Ahora, después de comer su sándwich en honor a su cumpleaños, debía volver, avisar a doña Linda que había vuelto, colocarse la bata azul, pararse detrás del mostrador de madera (tal vez con la misma edad de la caja que ahora tenía en la mano) y atender a las mujeres que llegaban a pedir un metro de bies o treinta centímetros de encaje.
Vio la caja y pensó qué hacer. Ya debía volver al trabajo. Pensó dejarla sobre la banca, pero no. ¿Qué pasaría si el hombre (sin nombre) volviera y la buscara? ¿Podría ser un objeto valioso? ¡No, qué tonta! Un hombre no deja así por así un objeto valioso a una extraña. ¿Y si era un objeto peligroso? Pensó en las series policiales que exhiben en la televisión. Acercó el oído a la caja. Nada escuchó. Vio las palomas que, cerca de sus pies, buscaban alimento. Ellas picoteaban sobre el piso de tierra. Pensó en abrir la caja para ver si contenía algo. Entonces, por primera vez desde que el hombre depositara la caja en sus manos, se atrevió a tomarla con la otra mano y la movió. Nada escuchó. Supo que la caja estaba vacía. Decidió abrirla, pero cuando puso la mano derecha sobre la tapa desistió. ¿Y si era una caja embrujada que contuviera esencias malignas? Recordó que de niña había leído un cuento infantil que contaba la historia de una caja que contenía un embrujo. A la hora que Juanito (el protagonista) abrió la caja un aroma como de albañal brotó y junto con éste una caterva de seres malignos que se apoderaron del mundo. Los seres malignos (que estaban ilustrados con túnicas blancas y eran como fantasmas, sin cuerpo definido) volaron como si brotaran de un ventilador a su máxima potencia. La mujer dejó la caja sobre la banca y decidió volver al trabajo. ¡Doña Linda ya estaría enojada! Ya eran más de las cuatro. Tomó las servilletas, las hizo una bola y ésta la metió dentro de la bolsa de papel donde había guardado el sándwich, se paró y la tiró en el basurero. Entonces vio a dos policías que corrían hacia la banca donde había estado ella, agachó la mirada e hizo como si buscara algo para reciclar. Los policías pasaron a su lado, acezaban como venados, como si vinieran corriendo desde hace varios minutos y desde una distancia lejana. Se pararon junto a la banca, pusieron sus brazos como asas de jarros y sus manos se sostuvieron en las cinturas. “¿Por dónde se iría?”, dijo uno de ellos. El otro se acercó a la mujer y, con un tono de gendarme harto de hacer guardia, le preguntó si había visto un hombre con tales y tales características. Las características coincidían con las del hombre que le había dicho: “Detenme esto”. Ella tuvo miedo, porque recordó el tono, había sido el mismo con el que el policía le preguntaba ahora. Ella quiso decir algo, decir que no, que no había visto a alguien con esas particularidades, pero pensó que despertaría sospecha, así que mejor decidió hacerse la loca. Bajó la vista y buscó algo con sus manos dentro de la basura, mientras, en voz baja, casi inaudible, cantaba “Estas son las mañanitas que cantaba el Rey…”. El policía le dio un empujón y regresó a donde estaba su compañero. ¡Dio resultado!, pensó ella y siguió buscando entre los desechos. Estaba a punto de vomitar. La búsqueda despertaba todos los olores nauseabundos del fondo del basurero. Pero ahora no podía irse, despertaría sospechas en los dos policías. Siguió”…hoy por ser día de tu…”. Los policías se alejaron. Ya no corrían, caminaban, de vez en vez miraban para uno y para otro lado. Parecían haberse conformado. Cuando ellos estaban lejos, la mujer vio al hombre (sin nombre) salir detrás de un árbol, salió como si fuese uno de esos seres malignos del cuento que había leído de niña. “Gracias”, dijo el hombre, levantó la caja y caminó en sentido contrario al que habían tomado los policías. La mujer dejó de revolver la basura. Sintió arcadas a mitad de su estómago. Colocó sus manos sobre el tambo de basura y vomitó. El hedor de la basura se confundió con el de su vómito. Cuando el movimiento de su estómago cesó, ella se limpió la boca con el dorso de la mano. Estaba hecha una desgracia. ¿Qué le diría a doña Linda? ¡Ella estaría enojadísima! Iba ir por su bolso a la banca cuando vio que los dos policías regresaban, caminaban con más prisa, se dirigían directamente a ella. La mujer bajó la vista y volvió a meter las manos, ahora en la sustancia viscosa y pestilente de su vómito y cantó, en voz baja: “…el día que tú naciste, nacieron todas las flores…”