lunes, 26 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UN ÁRBOL A MITAD DEL PARQUE




La fotografía es de Víctor Hugo Roblero. Él es amigo de José Antonio Melgar y, entiendo, radica en Motozintla. Una mañana estuvo en Comitán y tomó esta foto sensacional. Una foto insólita, enredada en imágenes no comunes.
No sé cuánto tiempo lleva Víctor Hugo tomando fotografías, pero ésta es una foto que dice mucho y creo que la intención de todo creador es decir algo, poner un objeto en la mano del hombre para que su corazón sienta el vértigo del asombro. El creador aspira a remover el agua estancada del espíritu. No tiene que ser necesariamente a través de algo bonito, bien puede ser algo grotesco pero que aluda a la imperfección del mundo y del hombre.
En el primer plano vemos dos cubos que sostienen, respectivamente, un árbol con jaulas y una jaula donde está atrapado un pájaro sin alas, sin canto, sin vida. El árbol sostiene una serie de jaulas, breves, como breves los sueños de los que permanecen adentro de jaulas. Estas jaulas están vacías, apenas tenían alpiste en sus charolas, por si algún pájaro despistado, con la tentación del grano, entraba a la jaula y sentía, cuando menos por un instante, la levedad del que está preso. Pero ¡no!, ningún pájaro se atrevió porque, en Comitán, al menos, las aves saben que el cielo es la casa más preciada, el sueño inventado. Si no que lo diga este cielo que aparece al fondo, un cielo que semeja una placenta que protege ese pichito sagrado que se llama Comitán. Esta instalación pretendía decir que jamás debemos encerrar los sueños.
El trío que está cerca de las gradas no advierte esos cubos. No advierten que, como si fuese un museo, ahí hay algo que alimenta la imaginación. ¿Para qué esos cubos con esas jaulas? Por lo regular, esta parte del parque sirve para el caminar apresurado; apenas es como un pasillo para llegar a otra parte. Los espacios públicos, casi siempre, sirven para ir de uno a otro lado. Apenas alguien se detiene, como este trío, para el saludo, para saber cómo están los otros en casa. Pero, a veces, por el prodigio del sueño, una mañana amanecen cubos a mitad del corredor. Cubos que sostienen jaulas, jaulas que encierran sueños. Y esa mañana, Víctor Hugo (¡ah, qué nombre tan lleno de historia y de talento!) miró a través de su cámara y volvió eterno el instante. Ahí está lo que ahora ya no está, lo que fue apenas un juego para la imaginación. Si Víctor Hugo no hubiese tenido la sensibilidad que sin duda posee, esta imagen no sería lo que es: un acicate para la reflexión y para la nostalgia.
Las jaulas, por esencia y vocación, son objetos que sirven para el encierro. Acá, en Comitán, las jaulas del parque no encerraban más que la posibilidad del vuelo. En el primer cubo, las jaulas pendían de un hermoso árbol hecho con nervios de metal, cuyas raíces estaban por encima de la superficie. Esas jaulas estaban vacías, con las puertas abiertas para que las aves se posaran tranquilas y comieran del alpiste regado en las bandejas, pero ningún pájaro se posó, todos volaron por encima de ellas. Ya se dijo, en Comitán el aire es el alimento de las aves y nadie, ave o humano, deja de volar por la mera posibilidad de la tentación.
En el otro cubo se advierte un enorme pájaro de metal. Él sí está encerrado, porque es como aquel mítico caballo de Troya que aparece descrito en La Eneida, de Virgilio. En el interior de esa escultura está todo un ejército dispuesto al combate. Acá, en este pájaro de Troya, hay una advertencia que está cercana a la idea de ciudad que tiene Florencia: el arte y la posibilidad de sueño deben salir al lugar donde los hombres y mujeres caminan y sueñan.
Víctor Hugo supo que esta imagen con festones y burbujas de aire era un feliz pretexto para nombrar a Comitán y la tomó como se toma un vaso de agua de temperante o se come una paleta de chimbo. Algún día las organizaciones de hombres de buena fe (los artistas verdaderos) tomarán por asalto las plazas y evitarán que las otras organizaciones llenen de caca el corazón de las ciudades. Que todo sea una fiesta, como en Florencia, donde a cada paso que da el caminante se topa con un objeto que refuerza su corazón y su sonrisa.