viernes, 23 de enero de 2015

PARA LOS QUE CAMBIAN LOS DOMINGOS POR VIERNES




Sucede, no con frecuencia, pero en ocasiones. Un hombre, apurado, sube al colectivo, coloca su portafolio sobre sus muslos y termina de hacerse el nudo de la corbata, mira por la ventana, mira a gente apresurada, igual que él, y mueve la muñeca del brazo para checar la hora. ¡Es tardísimo! Baja, corre y encuentra cerrada la puerta del edificio. ¿Castigo? No, sale don Ausencio, con la bufanda enredada al cuello, lo saluda con afecto: Buenos días, Licenciado, y luego le indica, con una sonrisa, que no debe preocuparse: ¡es domingo! A veces se trastoca el tiempo.
Hermisendo no se confundió. Un día decidió que el sábado sería jueves, por lo tanto convirtió al domingo en viernes. Cuando sus compañeros de trabajo metían en el portafolio el tuperware donde llevaban el sándwich que preparaban las esposas muy de mañana y acomodaban los folders con revisiones pendientes y, felices, con la cara de payasos de circo sin animales, gritaban: ¡por fin es viernes!, y hacían planes para la noche, él -el buen Hermisendo- metía sus cosas con desgano porque sabía que al otro día debía volver al trabajo porque ese día apenas era miércoles.
Como Hermisendo laboraba en el área contable y siempre tenía a tiempo los reportes, don Emiliano, su jefe, no protestó por el irregular y atípico comportamiento del viejo Hermisendo. Pensó que era un simple juego. A veces, los viejos necesitan modificar tantito la rutina para dejar de sentirse muebles olvidados en esquinas de cuartos, llenos de polilla.
Como el viejo vivía solo tampoco afectó en lo mínimo la rutina de alguien cercano. El viejo se levantaba muy temprano el día domingo (viernes), mientras escuchaba los rumores sutiles de los demás departamentos en donde permanecían apagadas las luces que entre semana alborotaban como luciérnagas en discoteca. Se levantaba muy temprano y después de bañarse se llenaba la cara de espuma de jabón y se rasuraba. Cantaba, muy bajito, “Por fin es viernes, por fin es viernes”. Lo hacía en forma callada, porque sabía que el mundo vivía en domingo.
El viejo nunca perdió la conciencia que sólo él había modificado la rutina. Se anuda la corbata, revisaba, frente al espejo, que su traje estuviese impecable, tomaba el portafolio, echaba doble llave a la puerta del pasillo exterior y salía silbando y bajando las gradas de dos en dos. Subía al colectivo y, mientras los demás pasajeros (una señora que iba a misa de siete y un viejo con barba y hedor a alcohol) mostraban unas caras de San Sebastián zaherido con cien lancetas, él silbaba por lo bajito, silbaba una canción alegre que, traducida, decía: “¡Por fin es viernes!”.
Llegaba a la oficina, don Eugenio, el velador, le abría, daba las buenas noches (todavía somnoliento), dejaba que el viejo Hermisendo entrara, volvía a echar llave, se cubría con la colcha a cuadros que le llegaba hasta los tobillos y a la hora que regresa a su catre (colocado detrás de la barra de recepción) decía, entre dientes: “Pinche viejo loco”, y volvía a intentar conciliar el sueño.
Don Hermisendo laboraba como cualquier día hábil, pero lo hacía con un gusto de saber que ¡por fin era viernes!, con el placer del que sabe que, en pocas horas, levantará las hojas de reportes, las colocará sobre el contenedor de pendientes y saldrá a la calle dispuesto a gozar de la noche de viernes y realizar pequeños trabajos de jardinería el sábado; laboraban con el gusto del que sabe que pronto será domingo y mirará los partidos de fútbol en compañía de amigos, esposa e hijos y prepararán carne asada en el jardín y tomarán dos cervezas y más tarde se sentarán en poltronas, mientras lamentan que al otro día será lunes y volverán al regreso. A las cuatro de la tarde, don Hermisendo levantaba las hojas regadas por todo el escritorio, las colocaba en el contenedor de los pendientes y silbando, bajito, la tonada de ¡por fin es viernes!, bajaba y se despedía de don Eugenio, quien, ya sólo por joder, le decía: que tenga buen fin de semana, Contador.
El viejo llegaba a su casa, prendía la luz de la cocina (que siempre estaba en oscuras, porque alguien había tapiado la ventana que daba a un cubo de luz), calentaba un poco de café y se sentaba a la mesa del comedor, que siempre estaba oscuro, porque alguien había tapiado la ventana que, de igual manera, daba al cubo de luz del edificio. Tomaba un pedazo de pan (a veces duro) con los dedos de la mano derecha en forma de manopla y lo metía adentro del café, una y otra vez, hasta que consideraba que ya estaba lo suficientemente blando, entonces agachaba la cabeza, abría la boca (con cuidado para que no se despegara su dentadura postiza) y, más que morder, chupaba el pan húmedo, dejaba que el sabor inundara su boca y su alma, y pensaba que estaba alegre porque, por fin era viernes. Al día siguiente se levantaría tarde y pensaría que, a pesar de no contar con jardín, podría hacer pequeños trabajos de jardinería y, ¡lo mejor!, al otro día (mientras todo mundo trabajaba), a pesar de que no tenía jardín, ni amigos, ni esposa, ni hijos, ni nietos, ni yernos ni nueras, podría salir al jardín a preparar una carne asada para ver el partido de fútbol en la televisión.