lunes, 2 de febrero de 2015
HACE DIEZ (parte III)
Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.
REIKI
“Buenas noches”, dijo Ella. Saludó desde la puerta. ¡Años de no verla! ¡Estaba transformada! Pero más que un cambio físico mostraba un cambio que venía de más adentro. Siempre me gustó una estampa que muestra el Milagro de Fátima. Una niña ve hacia arriba y su mirada refleja la paz que tiene la virgen. Esa noche advertí la misma paz en los ojos de Ella.
Lo primero que hice en Comitán fue ir al panteón a visitar la tumba de mi papá; luego hablé por teléfono con el maestro Jorge. “¿Por qué no nos vemos a las siete en el local? Tengo reunión con el grupo”, me dijo y quedamos en que yo iría a las siete “al local”. Cuando llegué sólo estaba el maestro Jorge sentado en una larga mesa de madera. Me abrazó y, antes que dijera otra cosa, entró el maestro Hugo con un hermano marista. El marista era parte del grupo que, poco a poco, se completó. Los demás integrantes eran mujeres. Entraban solas o en parejas y saludaban con esa confianza y camaradería que sólo a los comitecos les es dado. Algunas eran mis conocidas, otras no. Quince minutos después la mesa estaba completa. Yo estaba cansado por el viaje. Veía a todos como en medio de una nube muy suave. “Buenas noches”, volvió a decir Ella y entró.
El maestro Jorge se paró y trató de poner música para relajación. Nunca lo logró. Probablemente el tocadiscos estaba relajado más de la cuenta. Ella se puso de pie, prendió una vela que colocó en el centro de la mesa y dijo que cerráramos los ojos. Ahí estaba la causa de esa paz interior que emanaba. Con una voz tranquila comenzó a inducirnos a un estado de relajación. Veinte minutos después me sentí completamente descansado. “¡Qué sabroso!”, dijo una de las mujeres que estaba sentada a mi lado. Cuando el ejercicio terminó todos nos sentimos bien.
Soy un convencido de que nada es casual en la vida. Todo tiene una relación que, a veces, muestra caminos insospechados. Esa noche yo debía estar en ese lugar. Contaré por qué
Una vez yo estaba a punto de morir y una fuerza superior lo impidió. En la casa donde viví de niños años después, pusieron una cantina “El Camechín”. Una noche fuimos con Javier, Enrique y Armando a tomar unas cervezas (debe haber sido en el año setenta y cinco o setenta y seis). La cantina tenía una gran barra (algo no usual en las cantinas comitecas de ese tiempo), unas mesas metálicas, una rocola y, al fondo, un mingitorio que no era más que un canal de cemento empotrado en la pared. Siempre tenía pedazos de limón exprimido, con eso se evitaba el olor a orines. Estaríamos por la tercera cerveza cuando el mesero dejó un plato de costillitas como botana. Javier me dijo que yo le echara un peso a la rocola. Me paré, metí el peso en la ranura y elegí “Déjenme si estoy llorando”, con los Ángeles Negros y la voz de Germain de la Fuente. Tenía un pedazo de costilla en la boca y a la hora de que oprimí el botón de la rocola, el pedazo de carne se me fue y me tapó la garganta. Puse una mano en la rocola y metí un dedo en mi boca en intento de quitarme el tapón. Como siempre fui muy payaso, mis amigos pensaron que estaba haciendo otra payasada y se reían, mientras yo perdía la respiración. Las mesas y mis amigos comenzaron a desaparecer tras una nube suave, muy suave y a la vez dramática. En el ahogo completo me retiré de la rocola y di unos pasos a la izquierda. En la esquina, justo en el lugar del mingitorio, apareció la imagen de un niño con las manos adentro de las bolsas del pantalón. Me veía fijamente. Sacó una mano, la levantó y, como si hubiese hecho un conjuro, en ese instante expulsé el pedazo de carne. Me detuve sobre una mesa. Apoyé ambas manos hasta que comencé a sentirme mejor. Alcé la vista y busqué al niño. Ya no estaba. Yo estaba lleno de sudor. Miré a la mesa de mis amigos: Enrique y Javier estaban atacados de la risa, se columpiaban sobre las sillas de metal y se agarraban los estómagos a más no poder. Sólo Armando advirtió que no era un juego y se levantó. “¿Qué te pasó?”, dijo y me abrazó.
Yo tendría siete años cuando la dueña puso en venta la casa. Nosotros nos cambiamos a la casa que había mandado construir mi papá y la casa de mi infancia la compró don Juanito Torres, papá de Ella. Por lo que, en la casa en donde yo viví de niño, Ella también vivió. De hecho, la casa sigue siendo de su familia.
La noche que estuve en el local, cuando todo terminó, Ella se acercó a mí y al despedirse dijo: “¡Que Dios lo bendiga, profesor!” En el Colegio Mariano N. Ruiz yo fui maestro de sus hijas en la secundaria y en el bachillerato. Esa noche, la primera de mi viaje a Comitán, Ella me entregó un mucho de aquel niño rescatado, de aquel niño con las manos adentro de las bolsas del pantalón. Nada es casual en la vida. Yo debía estar esa noche ahí. Era apenas un breve espacio comiteco. El local, casi casi, tenía los mismos chunches de la cantina: una barra, mesas y sillas. Con la ligera diferencia que acá no se reunió un grupo para tomar la cerveza, sino para buscar un camino un poco más lleno de luz. Sobre la mesa, una vela, algunos libros y una botella de agua. Una mujer del grupo contó una experiencia que había tenido con ángeles, Gaby dijo que esa noche sintió necesidad de estar ahí y por eso asistió. Todos oíamos atentamente. Afuera pasaba, de vez en vez, algún carro. La vida comiteca parecía estar dividida en dos: lo que sucedía adentro y lo que pasaba afuera. Siempre es así en todo lugar. Ahora yo le digo a Ella: “¡Que Dios te bendiga!” Que Dios bendiga a todos los que esa noche estuvieron ahí. Que los bendiga por compartir conmigo su experiencia, fue como una bienvenida a Comitán. Estoy seguro que Ella sigue en ese camino de transformación, camino que hará mucho bien a su familia y a Comitán.
(Nota del 2015. Ese espacio de “mi casa” de infancia ahora ya no es cantina, ahora es un local comercial. Sé que ese niño ahora está en mí. Ella ya no vive en Comitán, ahora radica en Xalapa. Yo, a veces, sigo escuchando a Los Ángeles Negros, en la voz de Germain de la Fuente.)