sábado, 28 de febrero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (Parte VI)




Querida Mariana: te cuento cosas que sucedieron en el siglo pasado, cosas que ocurrieron cuando vos no eras ni anteproyecto de vida. Los viejos somos así, recurrimos al pasado para tratar de explicarnos el sentido o sin sentido de la vida. Trato de nombrar a Óscar Bonifaz para entender a Comitán y retrotraer a mi pueblo para entender al escritor, porque para entender a ambos debo acercarme al humor, a esa picardía que hace famosos a los comitecos en todo el mundo. Milan Kundera, el gran escritor checo, dice que “la gente ríe de un modo diferente en las distintas partes del mundo”. Es proverbial la flema de los ingleses que los hace aparecer como unos seres sosos, pero si pensamos que es inglés el gran humorista Oscar Wilde debemos corregir ese paradigma. ¿Cómo es el humor comiteco? Se acerca mucho a la anécdota que contaba doña Lolita Albores, a la que cuentan Óscar Bonifaz, Enrique Robles Solís, José Antonio Alfonzo Pinto; nuestro humor radica en la palabra que suelta, como papalote, el arquitecto Héctor Castellanos, uno de los más brillantes y lúcidos. Para llegar a sintetizar el humor comiteco se necesita una “poca de gracia” y otra cosita. ¿En qué consiste esa otra cosita? No podríamos definirlo así de primera intención, porque -como en todas las cosas en la vida- existe una conjunción de elementos. ¿Para qué le sirve la anécdota a Óscar Bonifaz? Lo pregunto porque su literatura está plagada de estos elementos que le otorgan un sentido único del humor. Ya te dije que una de sus poesías más celebradas es la del zancudo que basa su originalidad y contundencia en el sentido del humor. Cuando una persona ya conoce la “anécdota” de dicho texto y el final aparentemente “sorpresivo” destruye la contundencia, el efecto continúa, como si fuese un chiste bien contado mil veces. Tal vez, digo que sólo tal vez, el humor le ha servido a Óscar como un escudo. Sus primeros años de vida no fueron sencillos. Ante la personalidad férrea de su papá, quien era un militar de carácter severo, él tuvo que sobreponer una máscara a su rostro fino y sensible. Rosario Castellanos, al igual que nuestro escritor, usó la máscara de la ironía fina para suplir un carácter introvertido. Quienes la trataron cuentan que ella siempre mostraba esa ironía como un rasgo inmanente, pero basta leer las cartas que le escribía a su amado Ricardo para descubrir a una mujer débil, sumisa y de una gran dependencia con respecto al amor. ¿Hay dependencia mayor que una persona apasionada? ¡No! El más grande dependiente de droga alguna es el que depende del amor. ¿Cuál ha sido la más grande dependencia del maestro Bonifaz? Nunca le he preguntado eso. El humor es una máscara, una máscara ante los tiempos adversos, ante los tiempos de guerra. Todo mundo conoce la frase del humorista en el escenario: “la función debe continuar” y que se pronuncia en tiempos de adversidad. El otro día, en su oficina del Teatro de la Ciudad (oficina cuyas paredes están tapizadas por fotografías, en blanco y negro, de actores y actrices mundialmente famosos), el maestro me dijo que estaba triste y me contó el motivo. Lo vi, entonces, serio, con los ojos de cenzontle sin canto; pero, minutos después me contó una anécdota y yo me hamaqueé de la risa. Así es la vida del que está acostumbrado a estar arriba del escenario, de quien está acostumbrado a recibir a cada instante la luz del reflector. El humor es el impulso vital en la vida y en la obra de Bonifaz. La persona que se acerca a saludar al maestro recibe, minutos después, el obsequio de una anécdota, un poco como si él tuviese necesidad de dar, de abrir la mano y ofrecer una rosa blanca, “en junio como en enero”, a cualquier hora, en cualquier lugar del mundo.
¿Cuál ha sido el centro del mundo para Óscar Bonifaz? Si uno hace un ligero balance de su obra literaria y revisa su bibliografía podrá comprobar que su centro, su hogar, ha sido Comitán. Todo apunta a ello. Sus novelas tienen puntos de contacto con esta tierra. Su novela más reciente: “Los labios del silencio”, tiene como entorno el paisaje de Comitán, pasando por la ranchería Cajcam. La historia cuenta los comportamientos obtusos de nuestra sociedad. Hay un interés en Bonifaz en hurgar adentro de las casas y de los pensamientos de los comitecos y de colocarlos sobre la mesa para que todo mundo los vea, sin tapujos, sin tabúes. En la novela más reciente no se cuenta nada que nos sorprenda: un padre sanciona de manera severa a la hija que, fuera del matrimonio, está embarazada. Hoy (¡por fortuna!) la situación es diferente. La sociedad comiteca ya no es tan intolerante, pero Bonifaz insiste en dejar registro de cómo fue nuestra cerrazón, para que la historia no se repita.
En 1982, una tarde fui a Casa de Cultura y hablé con el maestro Óscar, quería integrarme al grupo de teatro que dirigía. Diez años después logré lo que debí hacer en la preparatoria: hacer teatro, bajo la dirección de Bonifaz. El maestro me incorporó a una de las obras que en ese momento montaba (él, en ese tiempo, era un infatigable promotor de obras de teatro). Disfruté mucho el proceso de memorización (en mi casa, yendo de un lado a otro en el corredor, repitiendo los diálogos una y otra vez hasta que los parlamentos se incorporaban en mi mente); de igual manera disfruté la emoción de los ensayos en grupo (ya en el escenario de la Casa de la Cultura) y los “nervios” de la noche de estreno (con un teatro lleno). Quince minutos antes de escuchar “tercera llamada, tercera llamada, ¡comenzamos!”, que es como el toque de campana de la escuela que indica ¡ya es hora de recreo! (porque el teatro, antes que otra cosa, es la máxima diversión), el maestro nos llamó a todos los actores y nos dijo que nos tomáramos de la mano, cerráramos los ojos, inhaláramos hasta henchir los pulmones y dedicáramos nuestra actuación a una persona amada (cerré los ojos y dediqué la actuación a mi Paty, que era mi novia y quien estaba esa noche entre el público). Tiempo después, Bonifaz me nombró Coordinador en Casa de Cultura y más tarde, una mañana, me dijo que me propondría para dar la clase de teatro en la Escuela Preparatoria (ya en el edificio que ocupa actualmente). Así fue, durante un tiempo (muy corto, porque luego me casé con Paty y me dediqué a otras vainas) trabajé a su servicio. Una tarde le pregunté por qué me había elegido para el puesto y él me dijo que se dio cuenta que la noche de estreno de la obra en la que actué hubo un instante dramático en que yo debía decir el nombre del personaje que interpretaba y decir el apodo con que era conocido por los alumnos, el público rio; así que la segunda noche omití tal parlamento. El maestro dijo que en la vida son necesarios los hombres que toman decisiones correctas. Y di clases de teatro durante un semestre en la escuela preparatoria. Jamás imaginé que estaría en el lugar que Bonifaz había ostentado mientras yo fui alumno de la Prepa. Estos dos actos hablan del afecto que el maestro me ha dispensado desde siempre. Afecto que se ha prolongado, porque (no sé si ya te lo conté, mi niña bonita) una vez que viajé de Puebla a Comitán, él me recibió en su casa. La habitación de su hijo Alex me la destinó. Cuando llegué a su casa, el maestro me dio la llave de la puerta de calle y me dijo que esa era mi casa, que entrara y saliera con toda la confianza. A las seis y media de la mañana tocaba la puerta de mi cuarto y decía: “Ya está caliente el agua”; yo me calzaba las chanclas, tomaba la toalla y entraba a su cuarto donde está el baño y me bañaba. Al salir, él ya estaba en la cocina (pequeña) preparando su desayuno, yo hacía lo mismo, cortaba la fruta y “armaba” los menjurjes que acostumbro desayunar (avena y una pócima que incluye miel y polen) y me sentaba ante la mesa donde él ya tomaba su café. Ese momento era casi casi el momento más importante del día, él me contaba historias y anécdotas de Comitán o algunos fragmentos de su vida. Con las anécdotas yo terminaba, literalmente, debajo de la mesa, botado de la risa. Ese instante era reparador, más que el sueño y más que el desayuno. Escuchar la gracia de Bonifaz me llenaba de energía y de vida. Una de esas mañanas me atreví a preguntarle lo que todo mundo se pregunta: ¿cuál es su secreto para mantenerse, física y mentalmente tan bien? Él eludió un poco la pregunta, como diciendo que no hace más que vivir en medio de un mar de sonrisas. Insistí en que, como si deseara conocer lo que todo mundo anhela: La fuente de la eterna juventud, me diera el secreto por el cual se conserva tan bien. (Ahora, de acuerdo con lo que dice su biografía, cumplirá ¡noventa años!, el próximo mes de septiembre; y parece un jovenazo de setenta y tantos). Ante mi insistencia, el maestro me contó una anécdota que resume ¡el gran secreto! (continuará).