viernes, 13 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte VIII)



Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.
ESCENARIOS
La magia del teatro brinca cuando algo sucede en el escenario. El teatro parece cobrar vida cuando los actores actúan y las butacas están repletas de espectadores. Pero, ¿han estado alguna vez en un teatro vacío? ¿Se han sentado justo en una esquina y han dejado que ese vacío los llene? Los teatros vacíos nunca lo están del todo. Al contrario, los teatros vacíos están llenos de energía. Debe ser que las paredes, lámparas, palcos y cortineros embeben las tragedias y comedias que sobre el escenario ocurren. Cuando las luces se apagan y el último actor abandona los camerinos aparece el eco divino. Toda la energía resbala por las paredes e inunda el espacio. Los teatros, a cualquier hora, están llenos de vida.
Ahora que estuve en Comitán fui al Teatro de la Ciudad. Debía visitar ese espacio, por el espacio en sí, y por saludar a mi amigo y maestro Óscar Bonifaz.
Pregunté con un joven que estaba en la entrada y él me dijo: “Ahorita salió el maestro, fue a la presidencia. Yo creo que en media hora ya lo puedesté encontrar aquí.” Aproveché entonces a entrar a la sala, hice a un lado la cortina y sentí el escenario. Apenas una luz –como de veladora– en el fondo. En lo demás penumbra y silencio. Me senté en la primera butaca que encontré y que estaba en la esquina de la última fila. Tuve una rara sensación: me sentaba en la primera pero era la última de la última fila. Cerré los ojos y respiré lentamente, casi casi como me enseñó el maestro Óscar debía hacerlo antes de salir al escenario (en algún tiempo actué en obras dirigidas por él, y luego, más tarde, dirigí a un grupo de muchachos estudiantes de la Escuela Preparatoria en una puesta en escena). Mientras permanecía con los ojos cerrados comencé a oír un rumor, ese inconfundible roce de telas que provocan los espectadores al caminar entre las butacas; ese inconfundible rastro de sonidos que deja el espectador al doblar la pierna, acomodarse en la butaca y comenzar a hablar en voz baja al oído de su acompañante. Era como un panal que se iba llenando de abejas, no sólo lo oía, lo sentía. Llegó el momento en que el panal creó un zumbido gigantesco, las abejas volaban de una a otra butaca, chocaban, pataleaban, gritaban. A pesar de que acostumbro estar con los ojos cerrados, comencé a tener miedo. El ruido ahora superaba todos mis silencios. No pude más y abrí los ojos. Las luces se prendieron y cientos de alumnos de la Escuela Secundaria Catorce de Septiembre –con su inconfundible uniforme verde– aplaudieron a Óscar Bonifaz que aparecía a mitad del escenario. ¡No, no estaba soñando! Mientras estuve con los ojos cerrados decenas de alumnos entraron a la sala.
Los alumnos más aplicados fueron seleccionados para tener ese día el gusto de escuchar una plática con el famoso escritor. Quien conoce a Óscar Bonifaz sabe de la gran capacidad que tiene para cautivar auditorios. Su plática tiene la genialidad del río: llega a remansos de paz, se abre e inunda todas las riberas y luego se desenreda en fantásticas cataratas; torrente verbal que los muchachos apreciaban a cada momento. Los aplausos, las risas y las miradas asombradas aparecieron sin previo aviso. Los muchachos pataleaban, tomaban con las manos los respaldos de los asientos y se doblaban de la risa ante el destello genial del maestro. Y yo pensé que la vida me concedía el privilegio de compartir con la muchachada ese salto de agua que brotaba de los labios de Bonifaz.
En un viaje a Oaxaca me bastó caminar dos o tres cuadras para ver, a lo lejos, una figura conocida, apresuré el paso y vi que, en efecto, era el gran Francisco Toledo quien, con paso lento, se encaminaba hacia el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. Se me hizo un prodigio. Sus paisanos pasaban a su lado sin mostrar el asombro que yo tenía. Para ellos era tan natural. Así debió serlo también con los que vivieron al lado de la casa de Leonardo o de Miguel Ángel. Así debe ser para los comitecos toparse con Óscar Bonifaz. Ahora que volví, después de estar algunos años fuera de Comitán, al encontrarme con el maestro mi cuerpo vibró con la misma intensidad que lo hizo el día que vi a Toledo caminar las calles de su ciudad.
Los alumnos, como si fuera Luis Miguel, le pedían a Bonifaz otra anécdota, pero éste les dijo que debía atender otros compromisos. Un último aplauso apareció. Los alumnos se pararon y cuando algunos de ellos pasaron junto a mí observé que llevaban en su rostro una sonrisa de satisfacción, casi casi como si hubieran comido ese dulce comiteco que se llama africano. Eso les debió significar Óscar Bonifaz: una oblea para el alma, un chimbo para el espíritu.
Pasé a su oficina. Su secretaría –una muchacha linda– le mostró una invitación y preguntó si la anotaba en la agenda. Cuando me despedí, bajé y entré de nuevo a la sala. La penumbra y el silencio estaban sentados en las butacas. Afuera, en el parque central, en los corredores de la Casa de la Cultura, en el Pasaje Morales, en la Central de Abastos, en el Parque de La Pila y en mil lugares más, sucedía la diaria representación de esa obra de teatro que se llama vida. Adentro, en el teatro, la energía, como si fuera un ratón, corría a esconderse detrás de una butaca.

(Nota del 2015: una mañana, la Universidad Mariano N. Ruiz invitó a Bonifaz para dar una charla. Igual que aquella mañana de diciembre de 2004, los alumnos gozaron la presencia del escritor. Pensé: “Es el mismo, no cambia”. Cuando me di cuenta que decía un lugar común, porque todos los comitecos se sorprenden ante el prodigio de su entereza, olvidé mi pensamiento. El río fluye, fluye con fuerza infinita.)