domingo, 15 de febrero de 2015

HACE DIEZ (parte IX)



Hace diez años escribí un libro que se llama “Crónica de un viaje a Comitán”. En ese tiempo vivía en Puebla. La edición fue de apenas 200 ejemplares. La edición está agotada. ¿Cómo fue mi mirada en ese tiempo? Hablé del viaje, de la ciudad y de los amigos. Todo mundo sabe que quien entra a la dinámica del viaje entra a otra dimensión del tiempo. La realidad del viajero posibilita ver el entorno de manera diferente, porque no hay la premura de la vida rutinaria. Paso copia de un capítulo de dicho librincillo. Es sólo para compartir, después de diez años.

EN CASA
Todos los que ahora van por la carretera comenzaron su viaje hace cientos de años. El viajero de este siglo tiene la memoria de un caravanero. Quien hoy viaja en un avión ya lo hizo antes sobre un camello o sobre una carreta tirada por bueyes. El viajero tiene paisajes de desiertos, de palmeras y de caminos llenos de polvo.
La mañana que llegué a Comitán pensé en mi abuelo paterno. Una tarde lluviosa del siglo XIX subió a un barco en algún puerto europeo y viajó rumbo a México. ¿Cuántos meses tardó su viaje? Pero mi viaje a Comitán no sólo tuvo a Italia en la memoria, también albergó la Costa de Chiapas –Huixtla –, lugar en donde mi abuelo materno trabajó en una finca.
Mi viaje fue tan simple como pasar de la cocina al comedor de la casa. Salí de Puebla (lugar donde vivo) y llegué a Comitán (lugar donde nací y viví); es decir, dejé por un rato mi casa, para estar en mi casa otro rato. ¿Querés mirar cómo quedó tu casa?, me dijo mi compadre Roberto. Y subimos por una escalera de su consultorio, llegamos a un descanso, luego a otro nivel, uno más, y luego un cachito con escalones más reducidos, lugar en donde tiene un jacuzzi. Roberto abrió la ventana y salimos a la azotea. Lo primero que miré fue un tinaco, pero volví la mirada y me topé con el edificio maravilloso de la Posada de la abuela. La posada está edificada en el terreno que fue mi casa. Mi viaje cobijó también la tarde en que mi papá llegó por primera vez a Comitán. Contaba mi papá que cuando llegó al pueblo la luz eléctrica no iluminaba más que la luz de una vela o de un quinqué. Primero llegó a vivir a una casa pequeña en el Pasaje Morales; luego rentó una casa grande a cuadra y media del parque central; y, por último, construyó la casa –que yo siempre consideré enorme, tanto en su afecto como en su extensión. Esta última casa es la que vendí al salir de Comitán y es el terreno en donde ahora está la Posada de la Abuela y que está junto al consultorio de Roberto. Es más, el consultorio fue alguna vez el oratorio de mi casa. Por eso siempre que entro a saludar a mi compadre oigo un reconfortante eco de padrenuestros y de avemarías.
Mi papá siempre dio posada con gran cariño a todos los amigos de la familia. Sentí, entonces, desde la azotea, que la casa sigue conservando su vocación. Roberto hizo que yo me acercara más al pretil y dijo: ¿Mirás ese alero que sobresale en aquella esquina? Es el techo de lo que fue tu departamento. Y yo dije que sí, porque en ese instante volví a ver mi casa tal como la dejé.
Vi algunas vigas de la bodega a punto de caer, y, en la esquina que señalaba Roberto, vi el árbol de ciprés que nunca creció porque todas las mañanas lo orinaba “El terry” (un doberman que en alguna reencarnación perdió su fiereza y se volvió más bueno que dos chihuahueños juntos).
Lety y Roge –un poco dueños de la posada (o un mucho, no lo sé) – me invitaron a comer a su casa. Lety me sirvió un plato con verduras cocidas al vapor y dijo: ¿No querés entrar para conocer la posada? Quedamos que al día siguiente pasaría mi compadre Javier para llevarme a conocer la posada. Roge llevaría la llave. ¡A las diez!, dijimos. Pero sucedió que al día siguiente, diez minutos antes de las diez, llamó el maestro Óscar. Unos poetas de la ciudad de Las Margaritas querían que mis hijos les editaran un libro. Debí salir entonces. Javier llegó puntual, tan puntual que no me encontró en la casa y así me perdí la oportunidad de conocer el interior que, en esas fechas, aún no estaba abierto al público. El destino quiso que yo viera ese espacio desde arriba, como si yo no fuera más que la hoja de altísimo árbol.
Todos los que ahora viajan por la carretera llegarán a un lugar. Algunos tocarán una campanita, registrarán sus datos en una papeleta y un botones cargará las maletas hasta su habitación; y otros meterán la llave, abrirán la puerta y esperarán a que hijos y esposa los abracen. El hombre que descansa en la posada es como un río que busca el mar; el otro, el hombre que vuelve a su casa es la flama de una vela que se vuelve a encender. Todo viajero es un constructor: tiende instantáneos puentes que le permiten pasar del patio a la sala de estar. Yo estuve en el oratorio de mi casa y volví para podar la nochebuena plantada en mi jardín. ¡Nunca salí de casa! ¡Siempre estuve en el mismo lugar!

(Nota del 2015: “La posada de la abuela” cambió de nombre. Ahora se llama “Hotel Los Lagos de Montebello – Colonial”. Como para expresar que pertenece a la misma cadena hotelera del reputado “Lagos de Montebello”. Permanece cerrado. De vez en vez abre sus puertas. Lo único que sí funciona de manera regular es el restaurante. Cuando pregunté por qué no está abierto de forma permanente, un amigo me dijo que aún no existe la demanda suficiente. Cuando El Hotel Los Lagos de Montebello se llena, entonces, el resto de huéspedes va al “Colonial”. “Sólo prender la caldera implica un gran costo”, me dijo un amigo cercano a la familia propietaria del hotel. Paso por ahí y digo “acá está la casa de mi papá” y sigo caminando, con rumbo a mi casa.)