jueves, 6 de abril de 2017

CIGÜEÑAL




Pamuk dice que en Estambul, cada dos años pasan bandadas de cigüeñas. Ah, si esto lo hubiese sabido la tía Eugenia (quien murió hará cosa de veinte años o más) le habría dado gusto y pena, a la vez.
La tía Eugenia, todas las noches, sin falta, abría la ventana de su recámara y miraba el cielo, con la intención de ver alguna cigüeña. No era una idea romántica, al estilo de los que suben la vista para mirar la luna o una lluvia de estrellas, ¡no!, la tía atisbaba el cielo para descubrir, a mitad de la noche, una cigüeña, porque quería espantarla. La tía Eugenia se acodaba en el marco de madera de la ventana y ahí colocaba la escopeta que había sido de su esposo y con la cual éste había matado muchos venados y conejos y armadillos y palomas en las márgenes del río Grijalva, mucho antes de que a este río lo encajonaran y lo convirtieran en una presa hidroeléctrica.
La tía coincidía con el pensamiento de Dedo Torcido, personaje de la película “Memorias de Antonia”, quien siempre consideró que era un acto inhumano traer una criatura a la tierra. Con las condiciones de la sociedad actual, a Dedo Torcido se le hacía un crimen cada nuevo nacimiento. Esas criaturas recién nacidas, decía la tía, vendrían a sufrir penas, hambres, violencia y demás miserias humanas.
Como la tía pensaba que, en efecto, era la cigüeña quien traía todos los pichitos que nacían en Comitán, ella estaba segura que si, una noche, la cigüeña aparecía por el rumbo de Los Sabinos, que era el barrio donde estaba su casa, y ella soltaba un fogonazo con su escopeta, la cigüeña jamás volvería a aparecerse por este pueblo y con ello bajaría el índice de nacimientos. El ave, espantada, movería sus alas como si fuesen aspas de molino de viento y, en lugar de posarse en un framboyán de Los Sabinos, iría a refugiarse en un pino de La Trinitaria o en algún espino de por el rumbo de Chamic.
Ah, si la tía hubiese vivido en Estambul, se habría ido para atrás cada vez que viera una bandada de cigüeñas (más de cien, más de doscientas) volando por en medio de los minaretes. Seguro que ella, tartamudeando, con el brazo derecho indicando la línea blanca del vuelo, habría llamado a su hija Nelidé y, casi a gritos, habría dicho: “¡Mirá, mirá, un cigüeñal!”, porque ella no habría sabido bien a bien cómo llamar a una bandada de cigüeñas. Habría usado esa palabra que más bien pertenece al terreno de la mecánica, al terreno de su esposo que, durante más de cuarenta y dos años, se dedicó a componer los autos desvencijados de los habitantes del barrio.
Rocío, una vez, me dijo que uno de sus deseos era viajar a un país (africano) donde pudiera pararse en la orilla de un lago y ver cómo alzaban el vuelo cientos, ¡miles!, de flamencos. Decía que imaginaba la belleza de una nube naranja volando como un papalote gigante.
La tía Eugenia también se hubiera impactado al ver una nube blanquísima, con manchas negras, conformada por cientos de cigüeñas.
¿Por qué cada dos años, las cigüeñas (en parvada) sobrevuelan la ciudad de Estambul? No lo sé, pero esa migración debe ocurrir por las mismas causas que los patos canadienses sobrevuelan, en algún momento, las ciudades del norte de México.
Los fenómenos migratorios son frecuentes y cíclicos. En Michoacán (se sabe) hay épocas en que llegan millones de mariposas monarca.
La tía se murió y jamás logró ver una cigüeña sobre el cielo de Comitán. Sólo murciélagos pasaban a cagar las paredes de su casa. El tío, en vida, le reclamaba por qué no espantaba a los murciélagos y, en lugar de estar buscando las cigüeñas que nunca llegarían, debía soltarles un plomazo a esos ratones voladores.
Cada vez que alguna vecina llegaba con el chisme de que fulanita estaba embarazada, la tía se enojaba y lo lamentaba. Hacía sus cuentas y justo en la semana en que la criatura debía “llegar” al mundo, se colgaba un par de catalejos, abría su ventana y se pasaba noches enteras buscando por los cielos de Comitán. Cuando (indefectiblemente) la misma chismosa llegaba a advertirle que el hijito de la fulana había nacido y que era un niño sano, que había pesado tres kilos con seiscientos gramos al nacer, la tía aventaba la escopeta y decía: “¡Esos animales tienen un pico de tijera muy fuerte! Y son muy vivos, buscan rutas desconocidas, pero un día…”.
Pamuk (todo mundo lo sabe) es un escritor turco que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Escribe acerca del país que conoce. Los escritores comitecos no podrían escribir de bandadas de cigüeñas, los pájaros que por acá vuelan son zanates. Tal vez los escritores de aquí podrían escribir sobre nubes negras conformadas por miles de tsitzimes.