lunes, 17 de abril de 2017

LOS LUGARES QUE SON DE UNO




“Nadie te dará la bienvenida. Cuando vuelvas a casa no habrá nadie para recibirte.” Estas fueron las palabras que dijo la muchacha de la película un minuto antes que apareciera la palabra FIN.
En la última escena de la cinta se vio al muchacho, con su mochila al hombro, caminando hacia la terminal de autobuses. Tal vez no oyó lo que la muchacha dijo, y si lo oyó lo ignoró.
Ahí terminó la historia contada en una hora y media de proyección del cine. Cuando las luces de la sala se prendieron, los espectadores se removieron en sus asientos, se levantaron y se pusieron los sacos; otros levantaron los brazos, cual gatos, como si, en lugar de estar en un cine, hubieran estado en sus cuartos y se levantaran después de haber dormido. Porque, habrá que decirlo, cuando yo era niño de nueve o diez años, muchos espectadores acudían al cine a dormir. ¿Por qué no lo hacían en su casa? Puede haber muchas respuestas y todas serían válidas.
Mientras la cinta se exhibía, pocos ruidos se escuchaban en la sala, algún reacomodo de un espectador sobre la butaca, el sonido del papel de envoltura de un dulce, el ruido de las palomitas en las bocas de los niños, los pasos de alguien que regresaba del sanitario, el arrastre de la cinta sobre el proyector de 35 milímetros. Pero cuando las luces se prendían al final del cine, el ruido se intensificaba, era como el sonido de una parvada buscando árbol a las seis de la tarde o como si una ola se acercara a la playa y la bañara generosamente, porque, si bien el proyector callaba, la gente comentaba la película, mientras se paraba y caminaba entre las butacas para alcanzar el pasillo y luego la salida.
A mí siempre me ocurría lo que la muchacha de la película había presagiado. Nadie me daba la bienvenida. Cuando volvía a casa no había nadie para recibirme.
Pido a mis lectores que no se confundan. No hablo de mi casa donde sí me esperaban mis papás, donde, al llegar, iba a la cocina y pedía una taza de café y Sara me servía una tostada de manteca y un plato de frijol con crema y queso espolvoreado. En mi casa siempre había alguien para recibirme. A veces me recibían con reclamos, porque, en lugar de ir directo del cine a casa, pasaba a cenar un pan compuesto, en el local de Tío Jul.
No, no hablo de esa casa que, a pesar de que era una casa que rentaban mis papás, reconocía como mía, porque ahí transcurrían mis tardes jugando en el sitio. La reconocía mía porque ahí estaban mis juguetes y los árboles donde cortaba los duraznos y los cordeles, de poste a poste, donde ponían a secar mi ropa. Ahí, en esa casa, llegaban los tíos a visitar a mis papás; ahí llegaban mis amigos a jugar carritos y a indios y vaqueros. Ahí estaba el oratorio donde, cada fin de semana, mis papás y yo nos hincábamos en reclinatorios forrados con tela de terciopelo rojo para rezar el rosario.
No, no hablo de esa casa. Hablo de la sala cinematográfica, que también era mi casa, porque no había tarde de Dios que yo no entrara a ver las películas que ahí exhibían.
En mi casa cinematográfica ¡nadie me daba la bienvenida! Porque, a diferencia de miles y miles de niños en el mundo, yo nunca hice amistad con el boletero o con el señor que, en la entrada, recibía los boletos de ingreso. Mi timidez fomentaba dos cosas: que no intimara con la gente y que, por encima de cualquier diversión, prefiriera el cine, porque éste no exigía trato con alguien. Nunca nadie me dijo mi nombre o preguntó cómo estaban mis papás. Nunca nadie me dijo: “Bienvenido, Alejandro, qué bueno verte de nuevo”. No me importaba, yo me paraba frente a la taquilla, pedía un boleto, pagaba y entraba al cine cuando entregaba el boleto al hombre que metía el boleto en una urna de madera, con forma de alcancía.
Cada vez que volvía a mi casa cinematográfica no había nadie para recibirme y esto no me creaba conflicto alguno. Al contrario, era feliz, porque todo mundo parecía ignorarme y yo lo que más deseaba en el mundo era eso precisamente, ¡pasar inadvertido!
Tal vez por eso, mientras todos los demás cinéfilos lamentaron que el muchacho de la película se retirara sin empacho alguno, yo entendí que él se había ido feliz de casa, sin importar que la muchacha, en la última escena se llevara las manos a la cara, como una cortina, para disimular el borbotón de agua que brotaba de sus ojos.
El muchacho de la película, igual que yo, regresaría al siguiente día y entraría a su casa, aunque nadie le diera la bienvenida, aunque nadie lo recibiera.
La definición de casa debería ser: Lugar donde, sin importar que no haya nadie para recibirte y darte la bienvenida, se reconoce como el lugar que es ¡tu lugar!
Mi casa fue el lugar donde mis padres me recibían y el otro lugar adonde llegaba tarde a tarde a ver películas.
Cuando la muchacha de la película dijo: “Nadie te dará la bienvenida. Cuando vuelvas a casa no habrá nadie para recibirte.”, muchos se secaron los ojos y lamentaron el final triste de la historia. Pero, yo estoy seguro que cuando llegaron a su casa y abrieron la puerta y fueron recibidos por quienes, sentados ante la mesa con tamales y tostadas, preguntaron: “¿Cómo estuvo la película?”, ellos olvidaron la otra historia y se sintieron bien con su propia historia, la de su casa.