jueves, 20 de abril de 2017

UNA TARDE CUALQUIERA




“¿Qué ves?”, preguntó Julio. Agua, pensé. Estábamos en la orilla de un lago. ¿Qué otra cosa podía ver? Si alzaba más la vista podía ver, en el horizonte, una franja de montañas, pequeñas, apenas niñas, que se alzaba para evitar la monotonía del agua que se movía lenta con el viento, porque el viento era dócil. Yo tenía las manos adentro del pantalón y miraba cómo el agua llegaba, con ligeras ondas, hasta la orilla donde estábamos.
Pensé decir agua, pero nada dije. Yo conocía bien a Julio, cuando le respondía una pregunta con una o dos palabras, él se enojaba, porque como que siempre esperaba una respuesta brillante. Era muy difícil su carácter. Así que, a veces, prefería ignorar su pregunta y quedarme callado. Él se enojaba, me regañaba, decía que yo era un tonto. ¿Cómo no se me ocurría decir algo a su pregunta? Yo seguía callado y cuando miraba que comenzaba a enfurecerse más, le decía: “Prefiero que vos me enseñés”. Así se calmaba. Era como un perro doberman que cuando le aventaba un hueso cesaba su furia.
La tarde del lago esperé su regaño de siempre, pero nada dijo. Dejé de ver el agua y lo vi a él. Su mirada estaba ausente, se había perdido, tal vez más allá del horizonte. Como zombi volvió a preguntar: “¿Qué ves?”, pero cuando lo dijo no me vio. Supe que esa pregunta no me la estaba haciendo, era como si se la hiciera a un fantasma y estuviera atento para escuchar la respuesta, o, tal vez, la pregunta se la hacía él mismo.
Esa tarde fue como un perro manso. Y no sé qué sucedió, pero Julio cambió su carácter. Como si algo supremo le hubiese arrebatado su coraje y su furia, Julio dejó tirado ese collar con chinchetas que siempre lo atosigó. A partir de entonces me volví su acompañante fiel. Tal vez a él le gustaba estar conmigo, porque yo no molestaba, como sí lo hacían sus primos Adolfo y Joselín. Éstos eran muy dados a ir al campo a matar pajaritos, con tiradora. A Julio no le gustaba eso, le gustaba ir al campo, pero le gustaba caminar, buscar piedritas o escuchar el quejido de las hojas secas debajo de sus zapatos.
“¿Qué ves?”. Esta pregunta se volvió como el amuleto, como el pan de todos los días. Julio silbaba desde la banqueta de enfrente, yo abría la ventana y con las manos le indicaba que salía pronto. Bajaba a la cocina, tomaba el licuado que mi mamá me había preparado, cogía un suéter y salía corriendo hacia donde Julio me esperaba. ¿Ahora adónde?, le preguntaba y él me decía que era una sorpresa y colocaba un brazo sobre mi hombro, mientras caminábamos sin pisar raya.
Una tarde, subimos a lo que se conocía como Mirador, en la cima de una montaña. Desde ahí se veía toda la ciudad desparramada en el valle. Yo, con las manos adentro de las bolsas del pantalón, me subí en una barda enana de treinta o cuarenta centímetros de alto que rodeaba a la plaza, abrí los brazos, sentí el viento y miré la ciudad. Esperaba la pregunta clásica de Julio, pero ella no llegó. Volví la mirada, Julio estaba sentado en una piedra que los constructores no habían eliminado de la plaza, al contrario, la habían ahogado en cemento, para que la parte visible sirviera para lo que Julio la usaba, ¡como asiento! Vi que la mirada la tenía clavada en el piso. Entonces caí en la cuenta que yo nunca le había hecho “su” pregunta. Siempre había esperado que él la hiciera y yo, como ya conté, la mayoría de veces no le respondía. Di un brinco, me acerqué a Julio y le pregunté: “¿Qué ves?”, él alzó la cara, sonrió, se paró y me abrazó. “¡Las hormigas!”, me dijo. Y me llamó para que yo viera, también, el ejército que, en tumulto, iba de un lado a otro, cargando hojitas verdes.
Entendí que Julio, antes, se molestaba conmigo no tanto porque no respondiera sino porque no preguntaba. Él, más que respuestas, ¡quería preguntas!
Desde la tarde del mirador, llevé siempre conmigo la pregunta de él. Cuando salía de casa y atravesaba la calle y me reunía con él en la banqueta de enfrente de la casa, le preguntaba adónde iríamos, él me abraza y me llevaba a lugares insospechados. En cuanto calculaba que llegábamos al lugar elegido yo preguntaba: “¿Qué ves?” y él era feliz respondiéndome. Ese era su juego.
Entendí que este es el juego perfecto para comunicarse con alguien. La simple pregunta: “¿Qué ves?”, implica un preocuparse del otro, es como decir: Me preocupo por vos.
Nunca le pregunté qué sucedió la tarde del lago, que hizo cambiar su carácter como si volteara un calcetín. Nunca supe qué había visto esa tarde. A veces, en la vida, ocurren instantes que hacen que las personas cambien, porque ven algo que jamás habían intuido y esa mirada no es superficial, es muy profunda y no está en el exterior sino en el interior del hombre.
Hoy, en memoria de mi querido amigo, a veces pregunto a alguien: “¿Qué ves?” y la mayoría me responde con emoción. A la gente le interesa lo que ve y le interesa que alguien le pregunte qué ve.