viernes, 14 de abril de 2017

DEFINICIÓN DE SEMANA




A Ricardo le disgustan los ciclos temporales, como semana, mes o año. Ricardo disfruta los ciclos numéricos, donde una secuencia puede ir del uno al infinito. De todos los ciclos temporales, la semana es el que se le hace más absurdo. Dice que el día tiene veinticuatro horas (¡veinticuatro!); un mes puede tener treinta y un días (¡treinta y uno!); y un año contiene doce meses (¡doce!); pero la semana no tiene más que siete días, ¡siete miserables días!
Ricardo dice que de esos siete, son pocos los que se salvan del hastío, del hartazgo. Él conoce a muchas amigas que odian los lunes. De ahí concluye que la semana es un ciclo perverso. ¿Cómo es posible que un día provoque un sentimiento de odio que se repite semana a semana? El domingo (supuestamente un día de descanso) se convierte en un martirio, porque es la antesala del lunes. Muchas personas, cientos, ¡miles!, no disfrutan la tarde del domingo porque comienzan a pensar en que el siguiente día ¡es lunes!
¿No hay algún día que se salve del fastidio, de la melancolía, de los rayos? ¡El viernes! Millones de personas han adoptado el dicho de “Gracias a Dios ¡es viernes!”, porque alude al fin de semana laboral y abre la puerta del ocio liberador. A Ricardo le da risa tal declaración, porque dice que el viernes es un día laboral como cualquiera; es decir, si quien dice tal frase es una secretaria, su viernes esperado se reduce, cuando mucho a cuatro horas; es decir, de ocho de la noche a las doce. Quien, con los brazos en alto, bailando por la oficina, grita: “¡Gracias a Dios es viernes!”, está celebrando apenas una sexta parte del día, día que, la mayor parte, debió trabajar como cualquier martes o miércoles. ¿Por qué agradecen que llegue el viernes, si sólo disfrutarán cuatro horas de dicho día? Ricardo dice que son como perritos que permanecen encerrados todo el día y sus amos los sacan a dar una vuelta para que busquen un árbol y orinen.
Margarita trabaja en una oficina. Ella es del club de odiadores del lunes y, faltaba más, también de odiadores del sábado, porque este día debe destinarlo a limpiar la casa y a lavar la ropa sucia, porque trabaja de lunes a viernes.
Y Ricardo remata diciendo que la carga es pesada, porque, gracias a la institución católica llamada iglesia, de las cincuenta y dos semanas del año, hay una que se llama Santa. ¿Y las otras cincuenta y un semanas qué son? Doña Flor decía que de sus dos hijos, uno era un santo y el otro un diablillo. Si de las cincuenta y dos semanas del año sólo una es santa, significa que las restantes ¿son semanas diabólicas?
¿Quién puede vivir en medio de un ciclo temporal donde el uno punto noventa dos porcentual de un año tiene rasgos de santidad y el noventa y ocho punto cero ocho es diabólico? Y esto es más confuso cuando vemos que, según el calendario litúrgico, la semana comienza el domingo y finaliza el sábado, mientras que, según el calendario civil, la semana comienza el lunes y termina el domingo.
La semana es caótica de origen. Ricardo dice que Javier le cae bien, porque una vez llegó a su oficina, le tocó en el cristal de la división y lo invitó a tomar unas cervezas. Ricardo salió y le dijo a Javier que cómo se atrevía a hacerle tal propuesta, no se había dado cuenta que era lunes, ¡lunes! ¿Qué?, dijo Javier, no somos albañiles, los albañiles sólo toman los sábados, porque es día de raya.
Esto, aparentemente intrascendente, da cuenta cómo el sistema capitalista diseña los modos de comportamiento. La oficinista debe laborar de lunes a viernes, el viernes por la noche debe ir al antro, el sábado lavar su ropa y limpiar la casa, y el domingo, conforme avanza la tarde, lamentar la llegada del lunes. Y así todas las semanas.
Tal vez por esto ahora la semana santa ya no es lo que doña Flor conmemoraba. Para doña Flor, la semana santa era una semana de “guardar”. Ahora la gente va a la playa y toma alcohol en exceso y va al antro y baila y hace cositas de cama, también en exceso. Tal vez es una manifestación de rebeldía, un poco como decir que si las semanas tienen un rostro de aburrición, pues que, cuando menos, todas sean semejantes; es decir, que no haya santas, sino que todas sean diabólicas, traviesas.