martes, 18 de abril de 2017
EN EL VUELO
Como decía Saturnino, uno quisiera que “Todo fuera vertebral”. Lo decía en intento de que el mundo no perdiera la columna. Pero no. A veces el mundo no es vertebral. Tiene que recostarse. El otro día el mundo de acá se recostó y me enteré del fallecimiento de Óscar Domínguez.
Óscar nunca conoció al escritor Xavier Velasco, ni éste conoció a Óscar. Óscar era comiteco y Xavier chilango. Andaban por caminos diferentes. Sin embargo, a Óscar le hubiese sorprendido saber que Xaviercito escribió lo siguiente de un personaje que está temeroso por algo: “Lleva los testículos de amígdalas”, se le subieron del temor. Ah, si Óscar lo hubiese sabido, pero no, a Óscar le falló el corazón la semana pasada y se detuvo como se detienen esos motores que se quedan sin diésel. Y le hubiese dado gusto a Óscar saber lo que escribió Xavier Velasco, Premio Alfaguara de novela, porque antes, antes que el connotado escritor lo dijera, Óscar me contó que una o dos o tres veces, el presidente municipal de Comitán lo llamaba por teléfono y le decía: “Órale, tío, nos vamos a Tuxtla”. Óscar en ese tiempo era primer regidor del ayuntamiento comiteco. Óscar se cambiaba la camisa, vestía una guayabera blanca (“Ya me disfracé de monaguillo”, decía, botándose de la risa) y su chofer lo llevaba al campo de aviación donde el presidente ya lo esperaba para subirse a una avioneta que los llevaba a Tuxtla. “No, hombre, era fatal. Al sentarme en la avioneta sentía que me sentaba sobre el piso, mi trasero casi tocaba el suelo. Y ahí íbamos, y la avioneta como papalote, de un lado para otro, y el presidente, bien quitado de la pena, señalando que allá está la presa, que allá el rancho de fulano de tal, y yo pensando a qué hora esa máquina voladora iba a trincar el pico, yo, con los huevos hasta arriba, en las orejas, como aretes” y cuando lo contaba yo lo disfrutaba y cuando él miraba que estaba yo disfrutando su anécdota remataba: “Pero luego pensaba, si esta cosa se cae mi entierro será espectacular y saldré en todos los periódicos, porque moriré al lado del presidente municipal”, pero luego cambiaba su cara, reía y decía: “¿Y si el presidente se salva y sólo yo quedo embarrado en el suelo? Todo mundo hablará de él y yo pasaré desapercibido.”
Y así era Óscar, siempre dicharachero, espontáneo. Yo recuerdo a su papá, que se llamaba igual. El papá tenía una tienda de electrónicos en el portal donde ahora está la Farmacia del Ahorro, del centro. La tienda de don Óscar estaba casi enfrente de la Proveedora Cultural, que se hallaba en la manzana que derruyeron (la manzana de la discordia). Yo pasaba por el portal y siempre volvía mi mirada en busca de don Óscar. No sé por qué (o tal vez sí sé), a don Óscar le encontraba parecido con un gran artista del cine nacional. A veces pensaba entrar y pedirle un autógrafo, pero luego (por mi carácter introvertido) pensaba que no valía la pena, porque, primero, don Óscar se iba a sorprender por mi petición y, segundo, si accedía escribiría su nombre en la libreta y yo hubiese deseado que él firmara con el nombre del reconocido actor.
Sí, Óscar era como hijo de un actor, por eso era tan ocurrente. En alguna reunión, si no hallaba al doctor Alfonzo (conversador de primera, que sabe mil anécdotas de Comitán), yo buscaba a Óscar, un poco como si éste fuera el bateador emergente. Pero, el problema es que Óscar (como ya lo dije) era el regidor primero, la mayoría de veces estaba sentado en la mesa de honor, al lado del presidente. Los cercanos a Óscar, sin duda, podrán decir que lo mejor de él estaba en el árbol de la amistad, donde se prodigaba de manera generosa, simpática.
Una vez, de esas en que me tocó estar cerca de él, me contó de un lapsus que sufrió. “Ahí estaba yo, bien trajeado, dándole una última vuelta al discurso.” El presidente lo había nombrado orador oficial en un acto cívico en memoria de Belisario Domínguez, con la presencia de altas autoridades del gobierno del estado, en el patio central de la presidencia municipal, frente a la estatua. “El maestro de ceremonias me anuncia, yo camino, muy garboso en medio de todos. Oía los aplausos. La presidencia estaba a reventar. Coloqué mi discurso en el pódium, saludé a las personalidades y comencé a leer. Todo iba muy bien. La gente estaba pendiente de cada una de mis palabras, pero en un momento, una letra se me movió, ¡una letra!, y, en lugar de decir La Sorbona, dije La Soborna.” Me lo contaba y lo contaba botado de la risa.
Así era Óscar. Aunque andaba metido en el ajo de la política, le costaba un poco cumplir con protocolos. Como que se sentía mejor en una mesa rodeada de amigos, contando, con gracia especial, anécdotas sin fin. Se tenía que poner la guayabera blanca o el traje, pero prefería, mil veces, la camisa común.
Supe que le falló el motor y su corazón ya no dio más. Lamenté la noticia. Él, que era nieto de un hombre maravilloso que arreglaba cualquier motor, no alcanzó a limpiar el suyo.
Le hubiese gustado leer las líneas escritas por Xavier Velasco (la cita está en su más reciente novela “Los años sabandijas”). Algunas palabras graciosas hubiera dicho. Lo menos: “Me copió”.
Como decía Saturnino: Uno quisiera que todo fuera vertebral, pero no siempre es así. A veces la columna se mueve. Una pena el fallecimiento de Óscar.