martes, 4 de abril de 2017

EN LA CUERDA DEL VIENTO




Rosder es, ahora, un escritor muy leído, muy buscado, muy elogiado. Rosder fue un niño normal. Como todos los niños de cinco años iba al kínder. Le gustaba comer chocolates y, los domingos, después de misa, se sentaba con sus papás en el parque de San Sebastián a comer una paleta de chimbo. La única diferencia que Rosder tenía con respecto a los demás niños del pueblo era que él tenía un nombre no común. Los demás niños se llamaban José, Ramón, Alejandro, Israel o Alfonso; es decir, los demás tenían nombres comunes y corrientes. En el pueblo había muchos Alejandro y muchos Ramón, pero no había otro Rosder.
Bueno, Rosder también se distinguía por otra manía peculiar, creer que, en efecto, a las palabras se las llevaba el viento. Lo creyó desde una vez que escuchó decirlo a su tía, sentada en la poltrona de la sala, sopeando una rosquilla chuja en una taza de café chiapaneco. “Ah, no -había dicho la tía, con la boca llena y escupiendo pedazos mojados del pan-, que te firme un papel, acordate que las palabras se las lleva el viento”. A Rosder no le importaba cuál era el motivo de la charla, lo que sí le importó fue el dicho de que a las palabras se las lleva el viento. En cuanto lo oyó pensó hacia dónde iban las palabras, los miles y miles de palabras que la gente decía, porque él, en la casa, oía que la gente entraba y salía y platicaba mil cosas en la cocina, en la sala, en los lavaderos, en el patio; las personas aventaban cientos de palabras cada día. Entonces dejó de jugar con el carrito de madera y puso atención a lo que la tía decía, se concentró en los labios gruesos, como de sardina hinchada, y trató de captar el cuerpo de una palabra. Estuvo así, como si fuera un pescador, tratando de ver la colita de alguna para ver hacia dónde iba; estuvo como un astrónomo tratando de descubrir qué dirección tomaba la lluvia de estrellas, que formaban las palabras. Se desesperó al ver que no lograba identificar el vuelo de las palabras, se desesperó al grado de que se paró, se acercó a la tía, le jaló el suéter rojo y le pidió que hablara más despacio, más des – pa – cio. La tía rio, le acarició la cabeza y continuó con su plática en la misma intensidad. Rosder insistió, le jaló el brazo y le pidió que no hablara tan rápido, le dijo que sus palabras salían como aviones, él necesitaba que las palabras salieran como trenes cansados, como tortugas viejas. La tía volvió a reír, pero la mamá de Rosder sí perdió la sonrisa inicial y, al ritmo de jet supersónico, soltó una andanada de palabras que decían que dejara de molestar y que, ¡de inmediato!, saliera de la sala y fuera para su cuarto. Rosder tuvo que cumplir la orden, levantó su juguete y fue a su recámara. Cuando, en la noche, la mamá entró para avisarle que ya estaba lista la cena, Rosder se le acercó y preguntó, con cara de tiuca desorientada: “¿Adónde van a dar las palabras?”. ¿Las qué?, preguntó la mamá, desorientada. ¡Las palabras!, repitió Rosder, ¿adónde van? ¡Ay, qué pregunta, niño!, dijo la mamá y lo apuró a que fuera al comedor, porque el chocolate se estaba enfriando.
Nadie sabe bien a bien (salvo los nutriólogos) adónde va la grasa corporal cuando alguien pierde peso. Nadie sabe bien a bien adónde va el agua cuando un pozo se seca. De igual manera, Rosder comenzó a preguntarse a dónde iban las palabras una vez que eran emitidas. Si llegaban al oído del escucha ¿se perdían en esos laberintos? Y si esto era así, entonces, ¿en qué parte del cuerpo se instalaban? ¿Las palabras engordaban? ¡No ellas! La pregunta es si engordaban al ser que las escuchaba. Pensó entonces, a la hora que comía una rosquilla chuja, sopeada en una taza de chocolate, que las personas por eso hablaban mucho, porque como oían muchas palabras tenían que devolverlas. ¡Eso era! Las palabras se las llevaba el viento, las llevaba hasta el oído del escucha, que era como helipuerto donde aterrizaban todos los helicópteros verbales. Entonces, el día lunes, a la hora que entró al salón de clases y la maestra, con mandil de cuadros amarillos y rojos, dio a todos los niños una marqueta de plastilina azul y les dio indicaciones para que hicieran una flor y un tallo, Rosder se fijó en el movimiento de labios de ella y vio que las palabras que pronunciaba se repartían como en un abanico increíble, se extendían en el aire como si fueran pétalos y algunas iban a dar al oído de Dominica (una niña morena, con chapitas y trenzas que le llegaban hasta la mitad de la espalda), otras se posaban en las orejas de Damián (el niño descalzo y pantalones siempre limpios, pero zurcidos), y así, de la catarata de palabras emitidas, todas (¿quién sabe por qué designio?) elegían diversos helipuertos. Vio, ¡sintió!, que muchas de esas palabras llegaban hasta sus oídos y ahí, como si fuesen pajaritos, buscaban su nido.
Pero Rosder debía, por decirlo de alguna manera, reciclar esas palabras que habían empollado en sus oídos, así que, de inmediato, cuando la sirvienta pasó por él al kínder, a la hora de salida, comenzó a platicarle todo lo que había sucedido en el día, le contó del niño que hizo de la caca en la silla, de la niña que cayó en el corredor y se raspó las rodillas, de la maestra que no dejó de comer una torta todo el día y luego salía al patio para pedorrearse. La sirvienta estuvo contenta, porque Rosder, por lo regular era un niño callado. Al llegar a la casa, Rosder corrió a buscar a su mamá y cuando ella lo abrazó, el niño, como si fuera un disco volvió a contar todos los sucesos del día y luego fue al cuarto de la abuela, se sentó en el borde de la cama y contó todo de nuevo, a pesar de que la abuela estaba durmiendo. Y cuando, en la tarde, llegó el papá, Rosder se sentó a su lado y contó, contó. Luego, cuando la sirvienta sirvió el café, el niño se levantó, fue a su cuarto, sacó de la mochila un cuaderno y, de nuevo en la mesa del comedor, se puso a rayotear en los renglones. ¿Qué hacés?, preguntó la mamá, y cuando el niño dijo que escribía, ella sonrió y dijo que no, que él no sabía…, pero el papá colocó su mano sobre la de ella para que no terminara de decir lo que pensaba decir, que Rosder no sabía escribir. Y, desde entonces, Rosder no paró de contar lo que oía y veía, porque creía que las palabras llegaban a sus oídos y ahí empollaban y si no les daba vuelo terminarían por hacer ahí su hogar miles y miles y miles de palabras y el condominio iba a ser tan enorme que, en algún momento, rebasaría la capacidad de su cuerpo. Cuando aprendió a escribir siguió llenando cuadernos y luego escribió en máquinas mecánicas y luego en computadoras y luego publicó sus escritos en periódicos y revistas y luego los convirtió en libros.
Rosder es, ahora, un escritor muy buscado, muy leído, muy elogiado.
Rosder fue un niño como todos, pero tenía una singularidad: creía que, como había dicho la tía, a las palabras se las llevaba el viento.