martes, 11 de abril de 2017

NO MOLESTAR




Esta posición es frecuente. Un hombre se sienta en un banco o en una silla o en un pretil, enlaza las manos y mira, mira el valle, el mar, el bosque o la esquina de la calle. Esa mirada no busca algo en concreto, es un simple mirar, como si los ojos estuviesen de vacaciones y no tuvieran más oficio que mirar sin un rumbo fijo.
En esta fotografía se advierte que el sol ya está cerca del ocaso. La sombra es dominante y la figura del hombre pareciera mezclarse con esa sombra, hacerse una con ella.
La mirada va de un lado a otro. Es posible imaginar que, en un instante, el hombre vio hacia la banqueta de enfrente o hacia el lado donde el fotógrafo está parado. Tal vez, al hombre llamó su atención un ruido y miró hacia el punto de origen y vio a una señora saliendo de su casa, echando llave a su puerta y caminando, con una bolsa, rumbo a la compra del pan. Porque a esta hora, muchas mujeres están adentro de su casa. Ellas oran frente al oratorio, ven la telenovela de la tarde, escuchan el programa de boleros en la radio, limpian las hojas del rosal que tiene plaga, planchan las camisas del hijo que viajará al siguiente día; ellas se sientan en una poltrona en el corredor de su casa o se tumban en la hamaca y leen alguna revista o libro.
La mirada del que está adentro de la casa es diferente del que está en la calle o en la playa o en el bosque o en lo alto de una montaña. Las miradas interiores se topan con paredes, indefectiblemente; las miradas exteriores van más allá. En las ciudades (como es el caso de este hombre) las miradas juegan en distancias breves; pero, las miradas en una playa se extienden como si fuesen barcos o gaviotas. Todo mundo sabe que la mirada más libre, más juguetona, es la del que asciende a lo más alto de una montaña. ¿Imaginan lo que ve una mirada arriba del Everest en una mañana despejada? Esa es la única compensación del esfuerzo. ¿Para qué subir tan alto en medio de ventiscas, heladas y peligros de alud? Sólo para dar alas a la mirada; sólo para comprobar que quienes vuelan más alto evitan todas las posibles murallas.
Nadie podrá asegurar con qué fin, este hombre se sentó en esta gradita, que es la grada para entrar o salir de la casa pintada en amarillo bajo, con guardapolvo azul. No es el propietario de la casa, tal vez es vecino del barrio (en Comitán mucha gente lo conoce); tal vez caminaba por ahí y decidió (¿Por cansancio? ¿Por mero disfrute?) sentarse un rato y dejar que, en lugar de sus pies, fueran sus ojos los que caminaran sin descanso.
Las personas que no hacen lo que hace este hombre ¡están equivocados! Los hombres y mujeres que no se detienen y se sientan en un banquito y dejan que su mirada trepe a las frondas de los árboles o miren el vuelo de una parvada dibujando líneas en el cielo ¡están viviendo de manera equivocada! Los que, todo el día, caminan apresurados ¡están viviendo de manera errada!
El secreto de la vida (dicen los cartujos) es la contemplación.
El comiteco de la fotografía no sabe quiénes son los cartujos y le vale un soberano cacahuate no saberlo. Él, simplemente, una tarde prodigiosa, se sentó en la gradita y se puso a contemplar la vida, a ver declinar el día. Supo que el día, como él, ya estaba cansado del ajetreo y se disponía a descansar. ¡Que llegue la noche! La noche en que la mirada se cierra al rebumbio del día, al momento en que, los ojos también se ponen en actitud contemplativa.
Romeo siempre me advirtió que tuviera cuidado de aquellos individuos que se paran frente a las casas y se ponen a ver todos los movimientos. Me advirtió que podían ser malhechores vigilando los movimientos de sus potenciales víctimas.
Acá, el hombre de esta fotografía, no hace más que descansar, no hace otra cosa que dejar que el tiempo borde sus hilados.
Este hombre caminaba por la banqueta y decidió hacer una pausa en el camino. Halló una gradita donde sentarse y se sentó y dejó que su mirada se perdiera en la esquina, allá donde bajaban veloces los autos, donde los niños corrían para comprar un dulce en la tienda; allá donde la señora sacaba su mesa para ofrecer más tarde los panes compuestos y los taquitos dorados.
Él no lo sabe, nunca lo supo, pero, por un momento, perteneció a esa congregación de hombres y mujeres que se dedican a la contemplación.