lunes, 31 de julio de 2017
CARTA A MARIANA, CON GASEOSA INCLUIDA
Querida Mariana: Anexo foto que Rogelio Guillén subió a las redes sociales. Alguien comentó que esa botella es un tesoro. En efecto, la botella es un tesoro para la historia local. ¿Por qué? Ah, te digo. Vos sos muy joven, vos ya sos de estos tiempos en que medio mundo consume la coca cola y demás refrescos embotellados de compañías transnacionales. Pero debo decirte que hubo un tiempo en que existieron fábricas modestas. En Comitán hubo la fábrica de refrescos “Soto”, que era propiedad de don Jorge Soto. Cuentan los mayores que fabricaban dos sabores: verdes y rojos (¿o naranjas?). ¿Cómo? Sí, nadie, hasta la fecha, puede decirme qué sabores eran. En Comitán los sabores se convertían en colores. Había personas a las que les gustaba la gaseosita roja y personas que preferían la gaseosita verde. Tal vez alguien pueda decir que el verde era sabor limón. ¿De verdad era así? Y el rojo podía ser sabor cereza (¿naranja?). No lo sé. Todo es mera especulación.
Los cronistas han descubierto muchos elementos de esta fábrica modesta, pero enorme. Comentan que, en lugar de camiones de reparto (como sucede en la actualidad), don Jorge empleaba burritos para el transporte de los refrescos. Sobre el lomo del burro se colocaba una carcasa doble hecha con madera que servía para transportar las gaseositas. Cada burrito era conducido por un empleado que surtía a los tendejones. Pero acá vemos un elemento fundamental que puede servir de reflexión: don Jorge mandaba a hacer las botellas especiales para su fábrica. Cualquiera pensaría que esto es lo que hacen todas las fábricas; es decir, la Coca Cola usa botellas especiales para vender sus productos. Es cierto, pero sucede que en el Comitán actual el ejemplo de don Jorge Soto se extravió. ¿Por qué digo esto? Porque en este pueblo hay muchas industrias que no alcanzan el vuelo porque no tienen la visión mercadotecnia que sí tuvo el señor Soto.
Digo que uno de los productos que son muy afamados y ricos en sabor son los picles y el chile en vinagre. ¿Cómo lo venden? En frascos reciclados. Todos los pomitos de pempenchile son de Mayonesa McCormick; todos los frascos donde venden el chile en vinagre son de Nescafé. ¡Cómo! ¡Así no se puede!
¿Has visto en las ferias las botellas donde venden la mistela tan sabrosa? No se sabe de dónde vienen esas botellas. No se sabe si están bien lavadas. Son totalmente antihigiénicas. ¿Quién te garantiza que tal botella no contuvo gasolina? La gente, en sus casas, emplea las botellas que ya sirvieron para guardar gasolina, thinner, acetona o veneno para las ratas. Yo camino por los puestos de las ferias y miro con deleite las bandejas con jocotes encurtidos, llenos de abejas, llenos de polvo y luego miro las botellitas con mistela y miro que esas botellas están sucias. Hay el famoso dicho que dice que “De la vista nace el amor”. ¿Quién puede enamorarse de ese producto tan mal presentado?
Don Jorge vendía sus gaseositas en sus botellas especiales que daban prestigio a su empresa. “Refrescos Soto. Comitán, Chis. Hecho en México”. ¿Mirás la categoría con que presentaba su producto? No necesitaba un gran camión repartidor. ¡No! Ofrecía su producto mediante burritos cargadores, lo que le daba un toque pintoresco a su empresa. (Tal vez algún animalista ahora proteste por el trato que se le daba al animal. Eso ya es otro asunto.)
En la carretera de Comitán a San Cristóbal, a la altura de Betania, hay puestos colocados a la orilla de la carretera. Ahí ofrecen chile en vinagre (con receta diferente a la tradicional de Comitán). Los frascos no tienen una etiqueta, pero, cuando menos, son frascos nuevos. Ahí, los automovilistas se detienen y adquieren esos productos que se ven mucho más higiénicos que los que ofrecen en los mercados de Comitán.
En algún momento Comitán extravió la senda de lo correcto. ¿No hay algún organismo gubernamental que pueda decirles a nuestros productores que si invierten en la presentación lograrán mejores ventas?
No se antoja comprar el riquísimo chile en vinagre en un pomo de mayonesa. Digo, por más bien lavado que esté el pomo algún residuo le queda de la sustancia anterior.
El ejemplo de don Jorge se nos extravió. Los comitecos dejaron de soñar en ser empresarios. Las empresas locales están en proceso de extinción y las empresas modestas artesanales presentan sus productos en forma antihigiénica.
Los cacahuates de la región son riquísimos, pero ¿quién compra una bolsita de cacahuates pelados, si mira que la vendedora los pela y luego sopla sobre su mano para limpiarlos de la cáscara? Digo, por más, dos gotitas de saliva llegan a esos cacahuates. ¿Acaso no hay formas más higiénicas para ofrecer el producto?
La empresa de don Jorge fue proverbial. Se correspondía al espíritu emprendedor de los comitecos. Algo perdimos en el camino. Por ello, cuando Rogelio Guillén subió esta foto, muchos dijeron que era un recuerdo excepcional. Sí, lo es. Es el recuerdo de una empresa comprometida con el sueño limpio de su fundador. ¡Que viva siempre la memoria de don Jorge Soto! ¡Que vivan sus gaseositas! ¡Sus refrescos Sotíos!
sábado, 29 de julio de 2017
CARTA A MARIANA, CON PUERTAS MARAVILLOSAS
Querida Mariana: Anexo una fotografía propiedad de Martha Aurora Avendaño Román. Ella es mi amiga, entre muchas virtudes que posee está la de ser especialista en audición y lenguaje, materias que estudió cuando realizó una maestría en Puebla. ¿Vos conocés a alguien que sea especialista en audición y lenguaje? Hablo en términos profesionales, porque sabemos que en Comitán existen los expertos empíricos en lenguaje y en audición, porque estos dos elementos son esenciales para ser un buen chismoso. Y en nuestro pueblo, vos lo sabés, abundan los “comunicólogos”, que no necesitaron pasar por aulas universitarias para convertirse en finísimos emisores de mensajes con agregados picarescos, chuscos y que, a veces, rayan en lo grosero.
¡No, no! Mi amiga es una profesional en las materias de audición y lenguaje. Ayuda a superar deficiencias del oído y del lenguaje. Porque hay personas que acusan problemas en la audición. Pero (ya lo dije) en Comitán hay muchas personas que hacen justicia al dicho que dice: “El sordo no oye, pero bien que compone”. ¡Ah!, en nuestro pueblo nos encanta agregarle la sal, la pimienta y el polvo de chile a todo comentario.
Acá no tenemos deficiencias ni de lenguaje, ni de audición. ¡Oímos de más! ¡Hablamos de más! He visto a algunas personas, en el café, casi estirar la oreja para oír lo que hablan otros en la mesa de al lado. Cuando hay un político sentado en un café, nunca falta el que le hace al periodista y corre a sentarse al lado para tratar de escuchar lo que el político le cuenta (en voz baja) a su interlocutor. El otro día hallé a Jorge Constantino en compañía de Beto Torres en el área al aire libre que tiene Italian Coffee. Los saludé y les dije que al otro día algún periódico iba a publicar una foto de ellos con el siguiente pie: “¿De qué estarían hablando?”. ¡Ah, pucha! Hablaban, sin duda, de cosas que sólo a ellos interesaba. ¿De qué hablan María y Jorge? ¿De qué hablan don Alfredo y doña Alfonsina? ¿De qué? De mil cosas. Cosas que no importan a nadie más, cuando menos en ese momento. Los comitecos oímos de más, hablamos de más y ¡miramos de más!
A veces miramos lo que no nos conviene, miramos lo que no nos importa. A veces, como dice Teofilito, pasamos de noche en pleno día. Y digo esto, niña mía, porque no vemos la sustancia, lo realmente importante.
Siempre llama mi atención la mirada del turista. Cuando vas de viaje vas dispuesta a pepenar todo lo que se pone frente a vos. En cambio, cuando estamos en nuestro pueblo, damos por hecho que ya lo hemos visto todo, porque acá vivimos, porque lo cotidiano siempre es un velo para hallar la novedad en lo de todos los días.
¿Ya miraste bien la foto que anexo? ¿Ya miraste los elementos que tiene? Son pocos, pero son muchos, ¿no? Mirala bien. ¿Qué contiene esta fotografía? ¿Qué cosa es? ¿Sabés que me dijo Aurora? ¡Es una puerta! ¡Una puertita! ¡Una puertita que le hizo su papá y que ella conserva con amor!
¿Ya mirás qué prodigio? Mi amiga le dijo una tarde a su papá que le encantaban las puertas comitecas. Esas puertas prodigiosas que no eran un simple par de hojas de madera, sino que eran un portento del arte.
A mí, igual que a Aurora, siempre me han llamado la atención las puertas. Me encanta cuando alguien, desde adentro de la casa, abre la puerta en forma total. Me fascina el movimiento que hace la persona que jala las dos hojas y abre sus brazos como si fuera un ave extendiendo sus alas. Es mágico el instante en que una puerta se abre y deja pasar el aire, la luz, la mirada.
A Aurora le seducen los elementos que tienen las puertas comitecas. Si mirás bien, niña querida, en esta fotografía están esos elementos. El prodigio de la puertita que fabricó el papá de Aurora es que funciona como ventanillo, porque si lo mirás bien está hecho a escala mínima. ¿Mirás la belleza? Es como una puerta de casa de Alicia en el País de Las Maravillas. ¿De qué tamaño es? No lo sé. No le pregunté a Aurora, ni lo haré. Ni pregunté qué madera es. No lo hice, no lo haré.
Y no lo haré, porque cuando vi la foto imaginé, de inmediato, que andaba perdido en un bosque y, de pronto, descubría esta puerta que, en forma mágica, podía (en caso de que lograra abrirla) conducirme al camino de regreso a casa.
Pero, ¿en dónde estaba la llave? A final de cuentas esto de la llave era, como dicen los pesados, peccata minuta. El problema central era, una vez abierta la puerta, ¿cómo pasar del otro lado? Porque, a leguas se ve, la puerta es pequeña, tan pequeña que Aurora le llama puertita. Como mi amiga lo dice, lo que su papá hizo fue un acto de amor. El papá (en cuanto la hija le dijo que le fascinaban las puertas comitecas) fue a su taller y se puso a trabajar la puertita, a construir el marco de madera, a pintarlo con pintura blanca, a clavar lo clavable, a colocar los remaches, a fijar las bisagras (a aceitarlas, para que las hojas abrieran bien y sin hacer esos chillidos odiosos que hacen las puertas con bisagras oxidadas), a buscar el lugar exacto para colocar la jaladera y ¡la aldaba!
A mí me encanta la palabra aldaba. Igual que la palabra almohada, tiene su origen en la lengua árabe. Cada vez que la pronunciamos invocamos un espíritu que está lejos, muy lejos de nuestras tierras, más lejos de Yalchivol, más lejos de Nicalococ. ¡Aldaba! ¡Ah, qué belleza! Como ahora los comitecos ya colocan en sus casas puertas posmodernas, las aldabas han desaparecido y la palabra aldaba ha dejado de enunciarse.
Nos hemos perdido en el bosque. Pocas personas, como Aurora, siguen cuidando la flama que nos da luz auténtica. Ahora, los comitecos estamos empecinados en ver hacia otros lados, nos queremos apantallar con otros modos de ser. Basta mirar lo que sucede cada año con la feria de agosto, que se supone dedicada a nuestro santo patrono: Santo Domingo. Sólo la celebración del cuatro de agosto, día en que hay una muestra sensacional de marimbas, en el parque central, salva nuestra identidad. Todo lo demás es una copia mala y corriente de festejos de otros lados. ¿Vendrá la banda MS? ¿Esto es para aplaudir? ¿No es esto algo como una puerta que no abre a nuestros patios comitecos? ¿No es como una puerta falsa, una puerta sintética, una puerta endeble?
¿Qué es lo que realmente fortalece nuestro espíritu y nuestra identidad comiteca? Si mirás bien la puertita de Aurora, hay como una idea de que al abrirla hallarás lo que el nombre de mi amiga presagia: ¡la aurora! Las puertas de hoy (¡qué pena!) abren a sitios llenos de penumbra, de oscuridades.
Estamos empecinados en oír de más, en hablar de más, en mirar de más. Hemos olvidado el espíritu de introspección; hemos dejado de lado la sustancia. Debemos oír de más, pero el sonido de nuestras campanas, el rumor de los pasos al amanecer, el festín de los pájaros a la hora que vuelan en parvada; debemos oír de más, pero el tradicional cantadito de nuestro voseo, los modismos que cuelgan como festones de juncia en nuestras paredes. Debemos hablar de más, pero acerca de las bondades y virtudes auténticas de nuestro pueblo. Y debemos mirar de más, pero mirar lo que nos rodea, lo que es nuestro. Debemos mirar las puertitas que construyeron nuestros papás, nuestros abuelos, los papás de nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. Debemos mirar, antes que lo ajeno, lo que tenemos a la vuelta del corazón.
Aurora estudió un posgrado en audición y lenguaje. Ella sabe lo que significan estos sentidos: el sentido del oído y el sentido del gusto (en el que está enredada la lengua). ¿Mirás que es proverbial que ello se llame sentido? Por eso digo que no tiene sentido olvidarse de lo sentido. No, no es un juego de palabras. Esto va más allá, porque lo sentido es lo que se siente y no puede sentirse bien si nuestros sentidos están atrofiados. ¿En qué momento perdimos el sentido del buen gusto? ¿En qué momento caímos seducidos por lo extranjero?
Los jóvenes ya no pronuncian la palabra aldaba, con la profusión y riqueza que lo hacíamos anteriormente.
Posdata: Cuando vi la foto de Aurora pensé que esa puertita era la que podía sacarme del bosque perdido. ¿Cómo pasar por esa pequeña puerta que, en acto amoroso, le construyó su papá? Tenía que hacerme pequeño, no en sueños sino en aires de grandeza, en petulancias, en pretensiones sobradas. ¿Y la llave? ¡Ah, ese no es problema! La llave la poseemos todos los comitecos, nos la legaron nuestros ancestros.
Debemos mirar más, pero mirar las puertas antiguas de las tradicionales casas comitecas, para descubrir las aldabas, los llamadores, las chapas de llaves enormes, los chapetones, los remaches; para redescubrir nuestro espíritu auténtico.
Aurora ama las puertas antiguas. Sabe que cada vez que una de ellas se abre, se abren también los sentidos: el del oído, el del tacto, el de la vista, el del olfato y ¡el del buen gusto!
viernes, 28 de julio de 2017
DEFINICIÓN DE COLADO
Tal vez lo primero que aparece en la mente es el acto donde se coloca el techo de una casa. En Comitán, en los años sesenta, era común escuchar que “Fulano andaba colándose con sutana”; es decir, que fulano pretendía a sutana y andaba requiriendo sus afectos. ¿Por qué se decía tal cosa? Juan, quien desde pequeño fue muy travieso, decía que sutana estaba colada porque ya estaba a punto de “dar la cola”. Era una bobera sin sustento, una mera travesura del travieso de Juan.
Si revisamos un diccionario elemental hallamos que la definición de colada dice: “Acción y efecto de colar”. De ahí se colige que una mezcla ya está colada, pero también puede interpretarse que una persona se “coló” a un lugar determinado, porque una de las acepciones de colar es la de “pasar por un lugar estrecho”. De ahí que sea correcto decir que “fulano entró al concierto de colado”, porque se metió por un lugar no permitido.
Tal vez en Comitán se decía que los fulanos andaban de colada, porque estaban pasando de un estado de soltería a otro de compromiso sentimental.
En las mismas épocas, era común escuchar que una determinada fiesta familiar había estado llena de chalequeros, quienes eran los que se “colaban” de contrabando. El lugar común dicta que estos colados, dos horas después de entrar de manera subrepticia, ya se habían apoderado del festejo y se comportaban como invitados de honor, en el peor de los casos, o como dueños de la casa, en situación extrema. Se atrevían a pedir más bebidas y a ordenar a los marimberos qué canciones debían interpretar. Nunca faltaba el abusivo, con buena pinta, que sacaba a bailar a la quinceañera, quien aceptaba contra la voluntad de sus papás. Roxana dice que en Perú le llaman “Camarones” a los colados. Pues en Comitán, las fiestas de los años sesenta, eran como mares llenos de camarones que nunca se dormían, porque ni la corriente del trago los arrastraba. Y parece que el término tiene que ver con el agua, porque en España dicen: “Hacer la colada”, cuando se refieren a lavar la ropa.
Hoy el término ya está en desuso en Comitán. Es comprensible. Antes, el enamoramiento exigía una serie de protocolos hoy inexistentes. Los chavos de hoy son más prácticos. Antes, tomar de la mano a una chica era un tráfago, ahora, las manos se posan y entran a territorios que antes eran impensables.
Yo sigo empleando el término colado cuando veo que alguien anda con otro. Se me hace una palabra bonita, una palabra rítmica, que baila por sí sola, sin necesidad de invitarla. Imagino que hay personas coladas, como piñas, y que hay ciudades coladas, que tienen el sabor del trópico en la frente y en los muslos. No creo que una ciudad muy formalita acepte el término colada, porque la palabra suena como si alguien tocara una guitarra o sonara un güiro.
Lo colado, asimismo, da la idea de pasar por un tamiz, un poco como si los grumos quedaran fuera. Cuando pienso en ello, pienso en la vida, en la de todos los días. A final de cuentas lo que el maestro Artemio recomendaba era eso, siempre decía que eligiéramos bien a cada instante. ¿Por qué íbamos a leer lo que no nos dejaría algo bueno? “¡Lean a los clásicos!”, repetía a cada rato y nos mostraba, con la mano en alto, el libro que leía en ese momento, que era un libro ya ajado, con olor a viejo. Era “El Quijote”. Como dicen que hacía el papá del poeta Óscar Oliva, que leyó El Quijote muchas veces, el maestro Artemio no se cansaba de leer la obra de Cervantes. Decía que ahí estaba concentrada la vida. Ahora que lo pienso digo que tal vez la obra de Cervantes ha permanecido en el tiempo porque pasó por el cernidor, es una obra “colada”.
Tal vez la definición de colado, debería incluir el acto de eliminar la basura, de pasar la vida por un cernidor lleno de luz.
jueves, 27 de julio de 2017
A PUNTO DE MANDAR A LA BERGUA A LA GARCÍA
Hay escritores que sigo y persigo. Uno de ellos es Ana García Bergua. Como el García es muy común (perdón a todos los García) siempre que me refiero a Ana digo La Bergua, apellido menos común y medio alburero (perdón a todos los Bergua).
Lamento que las colaboraciones de La Bergua, en la Jornada Semanal, ahora sean quincenales. Hace tiempo, Ana publicaba cada domingo en el suplemento de La Jornada. Lo primero que hacía al leer el suplemento era buscar la columna periodística de Ana. Sus textos, breves, de una cuartilla, más o menos, siempre me han parecido ingeniosos y en ocasiones soberbios. Claro, como cualquier escritor, a veces le pega al nueve o se regodea en el ocho, pero jamás, la Bergua, pasa de panzazo.
Desde que leí la novela “La hija del sepulturero”, de Joyce Carol Oates, he perseguido sus libros (de cuentos y novelas). Digo que “La hija del sepulturero” es su “Cien años de soledad”, porque es la más brillante, pero leo con agrado sus demás novelas, las de ocho, y sus libros de cuentos de ocho punto seis que sube a nueve.
¿Qué pasa con la Bergua? Que no he hallado una novela o un libro de cuentos que esté a la altura de sus colaboraciones periodísticas. Su novela “La bomba de San José” recibió el reconocimiento de la crítica a tal grado que le fue otorgado el premio Sor Juana Inés de la Cruz. En un viaje que realicé a la Ciudad de México encontré la novelilla en la Librería El Sótano (que, según Quique, está más surtida que la Gandhi. Ambas están frente a La Alameda). Regresé al hotel (a media cuadra del Palacio de Bellas Artes) y abrí con emoción el libro. Tenía en mis manos a La Bergua, pero mi emoción se fue diluyendo conforme avanzaba en la lectura, hubo momentos en que deseaba mandarla a la Bergua. La novela no me pareció que respondiera al prestigio del premio ni a la admiración que le profeso a la autora.
Tiempo más tarde hallé en “El Sótano”, la sucursal que está en Puebla, su libro de cuentos “Edificio” y, a pesar de que su novelilla no me había seducido, corrí a comprarlo. De igual manera, al llegar al hotel (a una cuadra del zócalo poblano), emocionado comencé a leer sus cuentos y leí uno y luego el otro y uno más y no hallaba el texto de ocho punto ocho que subiera a nueve. Todos rayaban en la medianía. Algunos, incluso, caían en la franja del siete. ¡Dios mío! ¿En dónde estaba la Bergua que admiraba? (Esto leerlo sin albur, por favor.)
Decidí mandar a la Bergua a la Bergua. Total, pensé (como siempre pienso) ella puede vivir sin mí (seguir ganando premios) y yo puedo vivir sin ella (persiguiendo a otros, a otras). Pero, ¡ay, qué duro es el piquete de víbora! El lunes, caminando por los estantes de la Porrúa (acá en mi pueblo) hallé su novela más reciente: “Fuego 20”. Ya sabía que por ahí ronda un tema trágico: el incendio, en 1982, del edificio de la Cineteca Nacional, de la Ciudad de México; ya sabía que cuando ocurrió el incendio la Bergua se salvó por un pelito, porque laboraba ahí, pero, por alguna razón, no acudió ese día. Con esto (más mi admiración incluida, un poco menguada pero subsistente) bastó para que sacara mis billetitos y lo comprara.
Ya comencé a leerla, no he terminado, pero quise compartir que ahora estoy medio emocionado con su lectura. Sé que La Bergua no obtendrá el Nobel de Literatura, pero ahora encuentro una escritura sencilla, clara y llena de guiños fantásticos que están seduciéndome. Casi a mitad de la novelilla, sin proponérselo, Ana hace un homenaje a la obra de Ibargüengoitia, ya que describe un poblado y su cultura de una forma desparpajada, con ironía sutil, que, por momentos, hace recordar la literatura del gran Jorge. Ojalá que la novela siga en este tono o que (así lo deseo) vaya en ascenso y al final pueda decir que es una novela de ocho punto cinco que puede subir a nueve.
Estuve a punto de mandar a la Bergua a la García, pero mi corazón de pollo no lo permitió. Pienso ahora que fue bueno darle (darme) otra oportunidad. A los afectos literarios no hay que cortarlos de tajo.
miércoles, 26 de julio de 2017
PUERTAS
Siempre que llego a la casa de la mamá de Pau, mi sobrina me invita a jugar el juego de Puertas. Las posibilidades son infinitas, tantas como puertas existen en el mundo, pero a Pau y a mí nos gusta jugar el juego de la “Puerta que se abre ¿en qué lugar?”
El juego es sencillo, pero resulta muy divertido. Pau se sienta frente a mí, me ofrece un dulce de los que come, y me pregunta: “¿En qué lugar se abre tu puerta?”. Y yo debo imaginar una puerta (ella también debe imaginarla, porque todo es un juego de imaginación) y debo abrirla y ella debe abrirse justo en el lugar que yo imagino, que yo deseo.
Romeo, el otro día, jugó con nosotros y dijo que él deseaba que su puerta abriera al cuarto de José. Un cuarto con un radio antiguo sobre una mesa de madera, con un pequeño ventanillo que siempre mantenía en penumbra al cuarto, con una silla desvencijada, con una bacinica debajo de la cama, que era una cama de madera apolillada y un crucifijo chueco colgado en la cabecera. José era el abuelo de Romeo y un día se murió y cuando murió los hijos (incluido el papá de Romeo) vendieron la casa y se repartieron el dinero, y quien compró la casa la tiró (era una casa vieja con paredes de adobe) y construyó un edificio de departamentos, de esos que están tan de moda. Así pues, el cuarto de José acabó. Romeo no sabe quién se quedó con el radio antiguo, con la silla desvencijada, con la cama apolillada que, durante tantos años, acunó el cuerpo endeble de José. Romeo jugó y pidió que a la hora que abriera la puerta José estuviera ahí sentado en la silla, amarrándose las agujetas de los zapatos preparándose para salir. Porque todos los sábados y domingos, José llevaba a Romeo a caminar. Caminaban mucho, subían, subían por un sendero casi angosto, de tierra, con monte en las orillas y al llegar a lo alto se trepaban sobre una piedra muy grande (un piedrón) y desde ahí miraban el valle de Comitán. José le decía a Romeo (su nieto) que cerrara los ojos y Romeo los cerraba y (niño) sentía cómo una ligera llovizna azotaba su cuerpo y su cara, y él sentía como si cientos, miles, de pedacitos de papel de china chocaran contra él. Como el viento venía de tan lejos, quién sabe desde dónde, él sentía un golpeteo como de alfileres que se deshacían. ¡Era agradable! Cuando la llovizna se diluía, Romeo (aún con los ojos cerrados) escuchaba. Lo hacía así, porque José siempre le decía que oyera, que oyera bien, que descubriera el secreto del sonido, porque (¡prodigio!) en la altura de la montaña, Romeo podía escuchar perfectamente lo que abajo sucedía. Escuchaba los golpes que (abajo, en algún barrio del pueblo) el mecánico daba con un martillo sobre la carrocería de un auto; escuchaba los gritos de los niños que jugaban en los patios; escuchaba los pasos de las señoras que entraban a la iglesia, se hincaban y oraban; escuchaba el golpeteo de los pies sobre la plataforma de una máquina de coser; la carrera de las gallinas a la hora que una señora regaba maíz en el sitio. Romeo escuchaba y se maravillaba por ese prodigio del sonido. Luego abría los ojos y le costaba trabajo recuperar la luz del día. José (tío Pepe le decían sus amigos del barrio, con los que iba a tomar unas cervezas al medio día) abría una morraleta y le extendía al nieto unos paquitos de frijol con chorizo, abría un pomo de cristal que contenía salsa verde molcajeteada y le decía a Romeo que le pusiera un poco a la tortilla doblada. Romeo obedecía, porque era una sugerencia feliz. José abría un termo y servía café en la tapa del objeto y lo compartía con el nieto. Así se estaban mucho tiempo, encima del piedrón, viendo el valle, sintiendo cómo el aire juguetón hacía ronda en sus cuerpos, escuchando los sonidos que desde abajo subían como si tuviesen alas, como si fueran zanates o palomas. Romeo entrecerraba los ojos y pedía que todo en la vida fuera así, que esa cuerda de armonía siempre lo sostuviera. Pedía que el crucifijo torcido siempre ayudara a su abuelo. Pero una mañana José no se levantó y todos en la casa se preocuparon, llamaron al doctor y éste dijo que no, que no había más qué hacer. Y una tarde José murió. Romeo lloró. En lugar de ir al panteón, caminó por la brecha y subió, subió, hasta llegar a la cima. Subió al piedrón y ahí se estuvo hasta que la noche cayó. Escuchó, en medio de los claxonazos de los autos, de los gritos de una mujer que regañaba a un hijo, las paletadas de tierra que cubrían el ataúd de José, su abuelo.
Por eso, cuando Romeo jugó con nosotros pidió que su puerta abriera al cuarto de su abuelo, pero conforme avanzó en el juego, Pau y yo vimos que no estaba contento, como cuando nosotros pedíamos que nuestra puerta abriera a una playa o a un museo o a un estadio. Conforme avanzaba en el juego y caminaba por el cuarto y abrazaba al abuelo y, juntos, caminaban por el sendero, vimos que Romeo tenía agua en sus ojos y se atoraba en su relato. Pero, al final, se limpió los ojos y dijo que lo perdonáramos, que era su manera más feliz de jugar el juego. Nosotros sonreímos y él también lo hizo y dijo gracias, gracias. Luego cerró la puerta y el juego acabó.
martes, 25 de julio de 2017
SUSTANCIAS ÚNICAS Y DIVERSAS
ARENILLA
Me invitaron a comentar la novela “El factor Karamazov”, de Óscar Palacios, en la presentación efectuada en la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez, la tarde del veintiuno de julio del presente año. Paso copia del textillo que leí.
Hoy hemos sido convocados para celebrar un ritual prodigioso: la presentación de un libro. Siempre que acudo, bien como espectador o como presentador, digo que el prodigio está presente cuando un escritor acude a compartir su libro.
En esta ocasión, qué bueno, el maestro Óscar Palacios viene a compartir su novela más reciente: “El factor Karamazov”. Es un título que, de inmediato, nos envía a una senda mental donde el viejo Dostoyevsky sigue caminando.
Pero, por ahora ignoro ese guiño, sin ignorarlo del todo, porque el título es el faro que nos indica por qué sendas caminó el autor.
En la novela que hoy se presenta en Comitán hallamos la historia de un padre con dos hijos gemelos idénticos. El padre (en la página 85) dice: “Tengo un árbol derecho y otro chueco”. Un poco como si la tía Chila dijera que los hijos son como los dedos de las manos: no hay hijos iguales. Pero, ¿de veras es cierto lo que el personaje de la novela dice acerca del carácter extremo de sus hijos?
Si me permiten, antes de continuar, retomaré la idea inicial: el prodigio del acto de presentación de un libro. ¿Para qué se hacen las presentaciones? Entiendo que para que el autor, a través de los presentadores, pueda extender la mano hacia los posibles lectores a fin de que éstos tengan una idea del contenido del libro y, si es el caso, se motiven a leerlo.
Pues bien, esta tarde yo digo que el padre se equivoca al decir lo que dice. Repito la frase para que no haya malos entendidos: “Tengo un árbol derecho y otro chueco”. De pasada también digo que lo que dice la tía Chila tampoco es cierto a ciencia cierta. Es cierto cuando dice que no hay hijos iguales, pero miente cuando establece que un hijo es como su dedo meñique y otro como el dedo índice. Los hijos no son dedos, ni árboles. Los hijos son seres humanos y los seres humanos, Palacios lo sabe muy bien, estamos hechos de otra sustancia.
El propio autor (qué bueno) contradice en la trama lo que el viejo padre asegura de que uno de sus hijos es como un árbol derecho y el otro chueco. Si así fuese, esta novela no pasaría de ser un simple guion de esas novelas simples que exhibe la televisión comercial en este país. Telenovelas donde unos personajes son malos malos, tan malos que parecieran no tienen pizca de alma, y los otros (los antagonistas) son buenos buenos, tan buenos que rayan en la simpleza y en la absoluta ingenuidad, ingenuidad que en estas tierras se define con otra palabra. Sí, esa que ustedes están pensando.
En esta novela, y esto es el prodigio de los buenos autores que no entregan simples tramas, sino complejas estructuras donde está reflejado el carácter discordante de los seres humanos, aparecen las personas con todas sus contradicciones, con sus luces y sus sombras.
Veamos una parte de la novela, sólo como un mero botón de muestra. Digo que en esta novela aparecen dos gemelos idénticos, uno se llama Eduardo y el otro Tony.
¿Puedo hacer una digresión? Sí puedo, ¿verdad? A ver, si hiciéramos caso al padre de Eduardo y Tony, en el sentido de que uno es derecho y el otro chueco, ¿cuál de los dos creen que es el derecho? Debemos recordar que los autores literarios nada dejan a la casualidad. Todo tiene un sentido, nada es gratuito, por el contrario, todo está encaminado hacia el símbolo; en este caso, el símbolo de lo chueco y el símbolo de lo derecho. La forma de trato dice mucho. Recuerdo ahora, en este instante, el caso de una comadre mía, acá en Comitán, que cuando está de buenas con el esposo le dice una apócope de su nombre, en forma cariñosa; pero cuando está enojada le habla golpeado y lo nombra con su nombre completo y éste suena como si fuera sometido a un golpeteo sobre yunque.
Ya di muchas pistas. Estoy seguro que ya saben quién, según el padre, es el chueco y quién el derecho. Sí, le atinaron, Tony es el derecho.
Pues bien, un día, Eduardo llega a ver a su hermano Tony y le hace una propuesta. ¿De qué se trata?, dice Tony. Eduardo le explica que anda de amores con una tal Rebeca, mujer casada con tres hijos, que, después de escarceos iniciales, termina acostándose con él. (Acá hago otra ligera digresión: ¿hay mujeres cien por cien derechas? ¿Mujeres cien por cien torcidas?). La famosa Rebeca, dice Eduardo, le salió más ponedora que las gallinas de Teopisca, en cada acto amoroso, ella le pide más, más y más. Cito: “En cierta ocasión ella se burló. “Nada aguantas””. Por lo tanto, Eduardo le dice a su hermano que la va a dejar, pero antes quiere darle una lección.
¿Cómo vamos? ¿Ya imaginaron qué es lo que Eduardo está maquinando? Recordemos que él y Tony son gemelos idénticos, ¡idénticos!
Eduardo, poco a poco, como si fuera una anciana pasando las cuentas de un rosario, le explica su plan, plan que, en pocas palabras, consiste en lo siguiente: Él, Eduardo, se acostará con ella, le hará el amor tres veces, dirá que necesita ir al baño, momento en que el hermano, Tony, entrará a sustituirlo. Rebeca no se dará cuenta del cambio (porque son idénticos, ¡idénticos!). Cuando Rebeca esté a punto de quedar saciada, pues Tony le hará el amor también tres veces, él dirá que regresa y quien regresará será Eduardo, quien ya estará relajado para iniciar otra ronda. El plan es dejarla saciada, con deseos de repetir el numerito. En ese instante, Eduardo hará la torcedura final, le dirá que esa es la última vez que se vieron.
¿Qué creen ustedes que responde Tony? ¿Tony será como lo pinta su padre, un árbol derecho y se negará a este absurdo? ¿O será que Tony, igual que todos los seres humanos, está hecho de sustancias complejas y dudará en su negativa?
Dije que iba a dar un botón de muestra. Acá, insisto, en la novela de Palacios está la materia humana expuesta en toda su complejidad. El maestro Óscar lo expone con claridad y con suficiente malicia literaria, hace cómplices a sus lectores y deja que la historia se manifieste con todos los vericuetos de la naturaleza humana.
El poeta Fabio Morábito me dijo en una ocasión que es bueno que los hombres no crezcan enhiestos, porque de lo contrario luego no tienen que contar. La literatura no es un árbol enhiesto, tiene muchas ramas, unas son como el dedo índice, otras como el pulgar; en unas brincan pajaritos y hacen sus nidos, en otras, las panteras esperan a sus presas. La literatura es un bosque. Palacios vino hoy a compartirnos uno de esos árboles, y esto es bueno, porque en estos tiempos de tanta violencia y confusión nos hace bien reflexionar acerca de la naturaleza del hombre. ¿Es cierto lo que Nietzsche decía acerca de que el hombre está inclinado al mal? ¿O tenemos resabios de luz que inclinan la balanza hacia el bien? ¿De qué estamos hechos los seres humanos? Estamos hechos, sin duda, de oscuridades y luces. Óscar nos lo demuestra en esta novela.
¿Algo más qué decir? Creo que no. Como siempre, la palabra más certera la tiene el lector. ¡Ustedes!, quienes ahora le brindan un aplauso a nuestro autor. Gracias.
lunes, 24 de julio de 2017
UN MIÉRCOLES CUALQUIERA
Juan me cuenta historias extrañas. Ayer me contó una que él tituló: “El hombro del hombre”, aunque (jura) la espalda que ahí aparecía era la espalda de una mujer.
El lunes pasado fue a casa de X (se reservó el nombre de su amiga). Hace tiempo, en una exposición de pintura, habían quedado de verse para tomar un café y ella le llamó el pasado lunes para decirle si podía llegar a su casa, estaba sola, sus papás habían salido (Juan no es muy del agrado de los papás de X). Juan dijo que sí, estaba en La Pila tomando unas fotografías del interior del templo, buscaba una imagen diferente para el álbum que ahora integra para una exposición individual que quiere proponer al Museo de Arte Hermila Domínguez de Castellanos. De hecho, me dijo, respondió la llamada en el interior del templo, su voz sonó como si estuviese adentro de una cueva y sus palabras bucearan en el agua interior.
Juan subió al parque central, compró dos elotes asados, con su correspondiente polvojuan y caminó por la subida de Guadalupe para llegar a la casa de su amiga. Ella abrió la puerta, le dio un abrazo, recibió los dos elotes y dijo que buscaría unos platos. Entró a la cocina, se asomó a la puerta batiente y, como si fuese una actriz de cine norteamericano, dijo: “Ponete cómodo”, claro, con el tono de comiteca bonita. Él cumplió la sugerencia y se despatarró sobre el sofá. Pero más tardó en hacerlo que en reincorporarse pues una fotografía en blanco y negro que estaba sobre la mesa de centro llamó su atención. Se sabe que un aficionado a la fotografía muerde el anzuelo cuando ve una fotografía en blanco y negro. Juan dice que la fotografía era de un tamaño casi enorme, abarcaba gran parte de la mesa. ¿Cómo no la había visto antes? No la había visto, porque no había tenido tiempo de hacerlo. En cuanto entró saludó a X, le entregó los elotes, la siguió con su vista cuando ella entró a la cocina (en este lapso dio dos o tres pasos hacia el sofá) y cuando ella le dijo que se pusiera cómodo él se había dejado caer sobre el sofá, pero en ese instante fue que, como si el asiento estuviera hecho con resortes, él se había reincorporado para ver la fotografía que mostraba la espalda de una mujer. La foto era muy extraña, porque lo visible era apenas una parte de la espalda. Juan pensó que la idea del fotógrafo había sido que el espectador, como un voyeur, viera un cuerpo femenino a través de una ventana muy pequeña. Era como, si a mitad del universo, se abriera una ventana. Pensó que, a pesar de su rareza, la foto tenía su encanto, porque la modelo se había pegado al marco para que no se viera más que eso, pero el espectador voyeur podía imaginar que, en algún momento, la mujer de la fotografía caminaría hacia el frente y, a través del ventanillo, podría verse cómo su espalda se ampliaba hasta llegar al instante en que toda la espalda aparecía, con el agregado de la vista de un trasero, que Juan imaginó sería bello, armónico.
X regresó con los elotes en platos, los colocó al lado de la fotografía y le preguntó a Juan si le gustaba la foto. Él dijo que sí. Es la espalda de un hombre, dijo X, mientras tomaba su elote y le daba un mordisco. Juan me dijo que le sorprendió lo que X dijo, se sintió como si hubiese estado, emocionado, viendo a través del ventanillo el trasero de la modelo y de pronto ella se hubiera dado la vuelta y mostrara un pene.
¡No!, se defendió Juan. X se sorprendió ante la respuesta airada de su amigo. ¡No!, repitió, no es espalda de un hombre, ¡es de una mujer! En realidad, el ventanuco era tan breve que, incluso, algún otro espectador podría confundir la parte del cuerpo. Alguna mirada inexperta hubiese dudado y, tal vez, habría preguntado a su amigo qué era eso. Juan no había dudado: Era una espalda, porque (así me dijo) se dibujaba perfectamente los dorsales y la línea central estaba bien definida. Además (me dijo) estaba seguro que era la espalda de una mujer. Estaba tan seguro que había imaginado cómo la modelo se separaba del ventanillo, caminaba hacia el frente y, conforme se retiraba, mostraba toda su espalda y sus nalgas. Él la había visto casi completa, había visto la cabellera de la chica, cayendo en forma desordenada y generosa sobre su hombro y cubría su cuello.
Y la tarde plácida tomó un color violento de discusión. Ella decía que era espalda de un hombre y él arremetía asegurando que era de mujer. ¡Hombre! ¡Mujer! ¡Hombre!
X se paró molesta. Juan se recostó en el sofá, colocó sus manos detrás de su cuello y cerró los ojos. Inhaló fuerte. Trató de calmarse. Era una estupidez que ella insistiera en lo de la espalda de hombre, sí, era obvio que ese fragmento de cuerpo era de una mujer. ¡Era una estupidez! Era una estupidez una discusión de ese tamaño entre él y su querida amiga. Pensó en pararse, llamarla y ofrecerle una disculpa. El pleito no tenía razón de ser. Decidió que le diría que ya había visto bien la fotografía y, en efecto, era la espalda de un hombre. Abrió los ojos, se reincorporó y estaba a punto de pararse cuando X apareció envuelta en una bata blanca con tela de toalla. No se había amarrado el cordel de la cintura, por lo que Juan vio dos semicírculos. Eran unos pechos bellos, generosos. X se quitó la bata y quedó desnuda frente a él. Juan apenas alcanzó a ver su pubis. En este momento de la narración le pregunté a Juan si X tenía pelo ahí o lo tenía rasurado como estilan las chicas de ahora. Juan me ignoró. Siguió contándome. Dijo que su amiga se dio vuelta y le exigió a Juan que pusiera sus manos como acostumbran los fotógrafos para hacer un encuadre y viera su espalda. Juan, con las manos temblorosas, hizo un marco y, en lugar de enfocar la espalda de X, enfocó sus nalgas, su hermoso trasero. Ni en sus más alocados sueños hubiese imaginado tener así a su amiga, al alcance de su mano, al alcance de su deseo. X le preguntó qué veía y Juan cerró tantito sus ojos porque hubiese deseado decirle que veía el culo más hermoso del mundo. Dijo que sí, que ella tenía razón, que la espalda de la foto era de un hombre, que se le notaba en los hombros. X se volvió, tomó la bata que había dejado en una silla y se la colocó. Pero, dijo ella, si en la foto no aparecen los hombros. Juan dijo que cualquiera podría imaginar que tenía los hombros muy cuadrados, hombros de hombre. Sí, ¿verdad?, dijo ella y se sentó a su lado. A la hora que se sentó, se abrió más la abertura de la bata. Ella untó la tapa de limón sobre el elote, le echó un poco de polvojuan y le dio una mordida a la mazorca.
Por un instante, Juan vio sus muslos, su pubis y uno de sus pechos. Yo le pregunté a Juan si ella tenía el pubis rasurado, como lo tienen muchas chicas actuales; le pregunté de qué tamaño eran las areolas de sus pechos, si eran grandes, bellos, pero Juan ignoró mis preguntas, cerró tantito los ojos y me dijo que la foto era espléndida, era como si en medio del universo se abriera una ventana. Yo le comenté que eso ya lo había dicho antes. Juan me vio, sacó su celular y me enseñó la foto que le había tomado a la foto y me preguntó mi opinión: ¿Era espalda de hombre o de mujer? Vi el calendario que estaba en la pared y caí en la cuenta que era miércoles.
Juan siempre me cuenta historias extrañas.
sábado, 22 de julio de 2017
CARTA A MARIANA, SIN TECOMATES
Querida Mariana: Dije que fui un niño temeroso, y Quique escribió: “En el fondo eras un aventurero. Yo te vi cruzar el río Lagartero para ir a Argelia y sin saber nadar”. Sí, una mañana, Quique, Jorge, Memo, Javier, Miguel y yo cruzamos el río, río ahora desaparecido por la construcción de la presa La Angostura.
Debo decirte que Argelia era el nombre del rancho del papá de Jorge, rancho al que íbamos de vez en vez a pasar las vacaciones. El otro rancho al que íbamos (también del papá de Jorge) era uno llamado El Salvador. De los dos ranchos yo prefería este último. No había necesidad de cruzar ríos para llegar a su casa grande, al lado de una poza, donde, lo que llamaba mi atención, era una barda que hacía las veces de represa y cuya agua servía para mover un molino que generaba energía eléctrica con la que se prendían los focos de la casa.
Quique dijo que me vio cruzar el río sin saber nadar, y pensé que eso es la vida: Todo mundo cruza ríos sin saber nadar, porque nadie está preparado para nadar en esas aguas que se llaman vida. Esto de vivir es como si alguien llegara por detrás y te aventara a la alberca, sin que vos, en efecto, sepás nadar.
Como tengo una memoria endeble, tal vez no recuerdo si en prepa hubo una materia que se llamara Orientación Vocacional. Tal vez sí la hubo. No lo recuerdo. Y como no lo recuerdo, sé que nadie me orientó. Por ello, muchos no supimos qué hacer con nuestra vida profesional. Hubo (todo mundo lo sabe) compañeros que tenían bien definido qué iban a estudiar. En ese tiempo (los años setenta) todo mundo estudiantil de Comitán soñaba con ir a estudiar a la Ciudad de México, de preferencia a la UNAM, la universidad pública más importante del país, y con gran prestigio en toda Latinoamérica. Claro, algunos, los menos, soñaban con entrar al Politécnico Nacional. Lo que sí era una certeza es que la Ciudad de México era la meta. Ya hemos platicado que ahora los estudiantes van a Guadalajara, a Xalapa o a Puebla, y pocos, poquísimos, van a la Ciudad de México a presentar examen de admisión para la UNAM.
Hace dos días leí en La Jornada que el Tecnológico de Monterrey aparece mencionado por encima de la UNAM, en las listas de las mejores universidades de Latinoamérica. Así es, pero el Tec es institución para gente de paga. La UNAM sigue siendo la universidad pública que brinda oportunidades de crecimiento intelectual a cualquier mexicano que presente examen de admisión y lo pase. Ahí no importa el dinero sino la capacidad intelectual.
Y digo esto porque yo fui alumno de la UNAM. Una madrugada hice fila para obtener mi ficha de examen de admisión, estudié el temario, cuatro o cinco horas al día, y luego presenté el examen en el Estadio Azteca. ¡En el estadio Azteca! Y esto fue así, porque los solicitantes éramos multitud. A la hora que terminé el examen regresé al departamento de la tía Anita, donde vivía, y esperé, días y días y más días, a que llegara la notificación. Me dijeron que si el cartero llevaba un sobre grande significaba que me regresaban mis documentos de preparatoria y no había sido aceptado; por el contrario, si recibía un sobre pequeño ¡ahí estaba la carta de aceptación! Por fin, una mañana escuché el silbato del cartero, bajé corriendo, abrí y, entre la correspondencia, había un sobre pequeño, con el escudo de la UNAM al frente y mi nombre como destinatario. La carta decía, entre otras cosas, que había sido aceptado como alumno en la Universidad Nacional Autónoma de México, lo cual era un honor y debía poner toda mi capacidad y todo mi esfuerzo para corresponder a tal distinción que la patria me brindaba a través de nuestra máxima casa de estudios. Había sido aceptado como alumno de la carrera de Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica. ¡Qué! ¿Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica? Sí, esa había sido mi elección. ¿Qué no había en la universidad licenciaturas en literatura, en cine, en teatro, en artes plásticas? Claro que había, pero como yo no tenía bien definidas mis aptitudes y mis fortalezas, no sé en qué momento elegí ingeniería. ¡Cómo si había reprobado matemáticas en la clase del maestro Hermilo! ¡Cómo si la clase de electricidad, que impartía el papá de Amelia Albores, me causaba sarpullido! Yo era un magnífico lector desde la secundaria, me encantaba dibujar y adoraba ir al cine. ¡Nadie me dijo que esas eran cualidades que debía fomentar! ¿Quién, en ese tiempo, en Comitán? ¡Nadie! Vivíamos casi en el interior de una gruta. Dichosos aquellos compañeros que sí tenían muy claro su destino. Yo me ahogué cada semestre en la Facultad de Ingeniería. Al final de semestre, alguien me jalaba del pelo, me sacaba del fondo del agua, me tiraba en la playa y, con denuedo, hacía que yo volviera a la vida, que desalojara el agua que comprimía mis pulmones y mi cerebro y, al inicio de semestre, me volvía a aventar a ese mar turbio, lleno de tiburones. Así tardé cinco años, al término de los cuales no finalicé satisfactoriamente mi carrera profesional. Y no lo hice, porque (¡claro, tontito!), durante esos cinco años fui a la Universidad a leer cuentos y novelas en la Biblioteca Central, asistí a muchas conferencias y pláticas dictadas por grandes escritores y pensadores de México y fui a todos los auditorios de las facultades, donde realizaban ciclos de cine de arte.
Ahora me encanta ir a las Siete Esquinas, acá en nuestro pueblo. Me encanta caminar la ruta, pasar por el parque central donde algún viejo tira tortillas secas para que coman las palomas; entro al mercado primero de mayo y pido un vaso de jocoatol. Me encanta caminar por la calle donde las mujeres, con sus canastos colocados en la banqueta, ofrecen chayotes y flor de calabaza. Soy feliz cuando me detengo ante los chorros de La Pila y miro a los indígenas que han subido a la ciudad y se lavan los pies calzados con caites. Miro a los limosneros, sentados en las gradas del templo, extendiendo la mano en espera de que todo caiga del cielo. Bajo a las Siete Esquinas y escucho los ruidos que salen de los patios donde trabajan los herreros y escucho el zumbido de las moscas que se paran en los dulces expuestos sobre el mostrador de madera donde dormita el tendero. Y no puedo menos que pensar que ellos no lo saben, pero viven sin saber nadar. Han vivido muchos años adentro de esas burbujas de agua sin tener idea de cómo han sobrevivido, porque (no lo saben) no saben cómo debe hacerse la brazada para avanzar sin peligro, para llegar a la isla donde todo es felicidad. Veo a todo mundo en medio del mar abierto, sin tener idea de hacia dónde deben dirigirse.
Cuando llego a las famosas Siete Esquinas me siento bien, porque ahí encuentro la reafirmación de mi idea. Todo en la vida es una infinita encrucijada. A cada instante se nos plantea la disyuntiva de hacia dónde ir. Hay personas que tienen siete esquinas, pero hay otras (¡Dios mío!) que tienen decenas de posibilidades y no saben cuál es el camino correcto. He visto amigas, con las caras transformadas, que se embarazan sin haberlo deseado y ven mil posibilidades para atenuar su tragedia. Las veo a mitad del mar abierto, las veo braceando, pataleando, hundiéndose, volteando a todas partes, orando para vislumbrar algún asidero. He visto muchos jóvenes que no saben qué hacer con su vida; los he visto hundiéndose en el alcohol, en las drogas, en la delincuencia. Algunos bracean desesperados, otros ven que los tiburones los acosan y dejan de hacer el intento por llegar a una isla.
Ahí, en las Siete Esquinas, veo a muchos indígenas que suben con los atados de flores que venderán en el mercado. Suben con paso firme. Están acostumbrados a las caminatas largas. Pero, una vez que han subido, entran al templo de San Caralampio, se postran y ahí sueltan sus amarras. Los veo bajar la cabeza, hundir el mentón en el pecho y los escucho rezar. Admiten (aunque sea un momento) que no saben nadar, por eso piden que el santo más querido del pueblo les dé un par de tecomates para que, cuando menos, puedan flotar y seguir sobreviviendo en intento de alcanzar una orilla, que nunca se sabe bien a bien en dónde se encuentra y qué contiene.
No tenemos guías, no existen manuales que nos enseñen a nadar en el agua de la vida. Todo es (¡Qué pena! ¡Qué absurdo!) un aventarse sin saber nadar. Escucho a amigos, ya grandes, hacer un acto de contrición y aceptar que no supieron cómo comportarse como padres. Todo fue un ensayo y error. Y yo pienso que eso es un contrasentido. Los maestros dudan si hacen lo correcto dentro del aula, si eso es lo que sus alumnos necesitan para crecer intelectualmente; y los alumnos son como hojas a la deriva. No tienen una conciencia real del porqué están en el aula. Así se les ve perder el tiempo y celebrar cuando, por algún motivo, hay cancelación de clases. ¿Cómo, alguien que desea superarse, celebra que no tenga la oportunidad de acrecentar su conocimiento?
Posdata: Quique tiene razón después de todo: He sido un intrépido. Sin saber nadar crucé el río Lagartero. Sin saber nadar, cada día me aviento a esta infinita alberca que se llama vida.
viernes, 21 de julio de 2017
LOS REPIQUES
Fui niño temeroso, pero subí, en varias ocasiones, al campanario del templo de Santo Domingo. En ese tiempo, los niños acólitos subíamos a través de escalones de piedra hasta un espacio donde había una escalera de madera, enorme. Si como decía la canción: “Para subir al cielo se necesita una escalera grande y otra chiquita”, yo estaba seguro que esa era la escalera grande, inmensa. Subir por los escalones de piedra era como un juego simpático, porque era una escalinata donde no había mayor riesgo. La escalera ascendía por los muros de la torre y tenía huecos por donde pasaba el viento y la luz, pero al final, se llegaba a una estancia vacía (la recuerdo con piso de tierra), que nos recibía con su enorme y endeble escalera de madera. Era el último tramo para acceder a lo más alto de la torre, lugar en donde estaban las campanas que debíamos tocar para que los fieles supieran que ya era hora de ir a misa de seis de la tarde. La escalera medía cinco o seis metros.
Los compañeritos no eran temerosos. Ellos estaban acostumbrados a trepar sobre bardas o subirse a árboles para cortar jocotes, pero yo, ¡por el amor de Dios!, con trabajo subía a una silla para bajar la caja con galletas de la alacena. Yo estaba acostumbrado (hasta la fecha) a ver las frondas de los árboles y maravillarme ante sus alturas, viéndolas desde tierra firme. Desde abajo levantaba la vista y decía: ¡Ah, qué grandes!
En una ocasión llegó a la casa una delegación de norteamericanos. No sé qué llegaron a hacer a Comitán ni sé qué llegaron a hacer a la casa (como la corresponsalía del Banco Nacional de México estaba en casa, tal vez llegaron a cambiar dólares y, tal vez, era una delegación de arqueólogos que andaba haciendo estudios en alguna zona arqueológica). Víctor, que era el hijo de la sirvienta, los vio entrar a la casa y, corriendo, fue a llamarme al sitio, donde yo jugaba con los soldaditos de plomo que mi papá me había traído de Puebla. “Vení, vení”, me apuró Víctor. Casi no podía hablar de la impresión. Yo dejé los soldaditos en la arena y corrí hacia donde Víctor me indicaba. “Gigantes, gigantes”, decía Víctor y alzaba los brazos indicando la altura infinita de los seres que había visto. En efecto, los gringos eran altísimos. Yo me paré en seco, me apoyé en un pilar del corredor y miré al güero que estaba a escasos dos metros de distancia. Sí, medía más de dos metros. Era enorme. Estuve seguro de que si levantaba sus brazos podía alcanzar el foco que pendía del techo. ¡Ay, los trabajadores de la casa necesitaban subir a una escalera cuando cambiaban el foco! A pesar de que el techo de mi casa de infancia era altísimo (como en la mayoría de casas tradicionales de Comitán) yo vi que el gringo podía fácilmente alcanzar el foco, sin necesidad de subir a una silla o usar una escalera. ¡Era como un árbol de jocote, de jocote güero!
Mientras subíamos por la escalinata de piedra del templo yo era feliz. A veces me acercaba a uno de los huecos que daba a la calle y sentía el aire y me sentía pájaro porque estaba por encima de las frondas de los árboles, pero conforme nos acercábamos al espacio donde estaba la escalera de madera comenzaba a sentir una sensación de frío en todo mi cuerpo. No escuchaba las bromas de los demás acólitos, pensaba en cómo subiría por esa escalera enorme. Yo, por supuesto, no podía subir al principio, pero tampoco era bueno quedarme al final. Procuraba ponerme a la mitad de la fila. Pensaba (qué tontería) que los que ya habían subido podían, en un momento determinado, ayudarme a subir tendiendo sus manos, y los que se quedaban atrás, me detendrían en caso de que yo resbalara (¡qué tontería!). Por lo regular cuando yo colocaba las manos en los primeros travesaños ya los niños de adelante habían llegado a la parte superior y corrían hacia las campanas. Yo comenzaba a subir, temblando, haciendo caso a la recomendación de no ver hacia abajo para no marearme. Pero los de atrás me apuraban: “¡Ora totozón! ¡No tenemos tu tiempo!” y yo sentía que conforme subía, la escalera se movía como barco en medio de una tormenta y escuchaba el crujido de la escalera que se quejaba por la cantidad de muchachitos trepados. La escalera se pandeaba y a mí me entraba un pánico que casi me obligaba a detenerme. Pero no podía hacerlo, porque ya estaba a mitad del ascenso y los de atrás gritaban que yo me apurara.
¿Cómo lograba subir hasta arriba? Hasta ahora no lo sé. Tal vez el Espíritu Santo se apiadaba de mí y me ayudaba a trepar. Una vez arriba olvidaba mis temores y me acercaba al resto de la muchachitada y los miraba tocar las campanas. Ellos disfrutaban ese sonido. Movían sus brazos con fuerza y le daban con todo a la cuerda que movía el badajo. Yo miraba el cielo desde esa altura y me sentía bien. Me sentía bien, siempre y cuando no comenzara a pensar en la bajada. Una vez hice el experimento de bajar viendo hacia el frente y sentí la muerte hablándome al oído. Javier (que era el líder de los acólitos) me dijo que no llorara (yo lloraba y estaba apersogado de tal manera que no podía desprender mis manos). Javier hizo que subieran dos de los niños que ya habían bajado para que me ayudaran. Esos dos niños lograron hacerme bajar. Uno de ellos, como chango, subió por detrás de la escalera y rodeó a ésta y me abrazó, para que yo me sintiera seguro, y el otro niño destrabó mis manos y fue guiando cada uno de mis pies. Así llegamos al piso. Yo no podía dejar de temblar.
Yo era un niño tímido y temeroso. ¿De dónde tomaba valor para subir al campanario del templo de Santo Domingo?
miércoles, 19 de julio de 2017
IMAGEN MEXICANA
Los alemanes nunca entenderán esta imagen. Entre los bibliófilos se dice que hay dos ferias de libros importantes en el mundo: la alemana y la que se realiza en Guadalajara. Los mexicanos nos llenamos de orgullo cuando decimos que en todo el mundo, la feria del libro que acá se realiza está apenitas por debajo de la feria alemana. Es como si esto nos colocara en el primer mundo en el plano cultural. Como si dijéramos que somos más cultos que los franceses, que los japoneses, que los norteamericanos, que los holandeses. Ya ni hablamos de los países latinoamericanos. Decimos que ellos, pobres, nunca tendrán una feria como la FIL. Pobres peruanos, pobres argentinos (¡argentinos!), pobres colombianos, pobres, pobres chapines. En México tenemos la feria del libro más importante del mundo hispanoamericano. Pobres españoles, pobres. Ellos que poseen las editoriales más importantes y que, prácticamente, han cooptado a todas las editoriales mexicanas, no tienen una feria tan importante como la nuestra.
Pero digo que los alemanes no entenderán esta imagen, porque acá no se ven libros, tal como sería lo deseable al leer que esta estructura funciona como “Para libros”. En lugar de libros lo que acá se observa es una serie de candados que impiden el acceso a los libros. En México sabemos que así tiene que ser. ¡Ay, padre, no le ponemos candados y al otro día los libros desaparecen! Qué digo al otro día, a media noche. Y digo a media noche, porque, hace tiempo, colocaron un “Para libros” semejante, en el parque de San Sebastián. ¡No duró mucho! Algunos vivales (como dicen los clásicos), al amparo de la noche, sustrajeron la estructura metálica que sirve como asiento. Empleo la palabra sustrajeron por respeto a los lectores alemanes que se acerquen a este texto, para que no se lleven la impresión de que los mexicanos (no todos, pero sí muchos) son raterillos de poca monta. ¿No entienden que esta estructura ayuda a que los índices de lectura no sean tan magros? ¡No, no entienden! Porque, la verdad es que tenemos la feria del libro más importante de Latinoamérica, pero ocupamos uno de los últimos lugares en las estadísticas de índice de lectura. ¡Qué paradoja! ¡Qué absurdo!
Y digo que los alemanes no entenderán esta imagen, porque en el Internet observé la otra tarde una fotografía que mostraba una ventana abierta con libros. Empotrada en la pared había un contenedor que daba la idea de una ventana y los lectores podían, libremente, acercarse, tomar un libro y leerlo en una banca. Después de la lectura, el lector regresa el libro para que otro lector, algún otro día, pueda disfrutarlo. Cuando le mostré a Miguel la foto alemana me dijo que eso sería imposible en México. Le di la razón. No fue necesario que hiciera algo más que mostrarle esta foto: todo tiene que estar, como decimos en Comitán, bajo siete llaves.
¿Y la silla de plástico? Debe ser el asiento del encargado. Para no guardarla todas las tardes, se le hizo más fácil encadenarla a la protección de la ventana. Así garantiza que al otro día la hallará. En realidad se ha salvado. Los preparatorianos no la han visto, de lo contrario, ya le hubieran cortado las patas a la silla, ya la hubieran enlodado, ya la hubieran quemado.
Cuando Miguel vio la fotografía me dijo que esta acción era incorrecta. Como el “Para libros” está en el Pasaje Morales, en el mero corazón de la ciudad, esta imagen da muy mala impresión a los turistas. Pero Daniel no estuvo de acuerdo, dijo que esta imagen no hace más que dar la imagen real de los pueblos de México. Daniel dijo que, al contrario del cuento de García Márquez que se llama “En este pueblo no hay ladrones”, en todos los pueblos de nuestro país ¡sí hay ladrones! Si las vitrinas quedaran abiertas una mañana, a disposición de los lectores, muchos libros se perderían porque los muchachos (por travesura) se los llevarían para dejarlos como prenda en los billares.
México es un país donde la lectura no es el pan de todos los días, pero tenemos la feria del libro más importante de Hispanoamérica y tenemos el extraño fenómeno en donde la gente roba libros, y el surrealista comportamiento en que las sillas se encadenan a las contraventanas del palacio municipal de Comitán.
martes, 18 de julio de 2017
CARTA A MARIANA, DONDE HAY UN TEJADO MUSICAL
Querida Mariana: Pau y su mamá se cambiaron de casa. Bueno, eso de casa es un decir, porque dejaron la casa que habitaron durante mucho tiempo y ahora viven en un departamento. Los que saben dicen que la tendencia a futuro son las construcciones verticales. Ya no tendremos esas maravillosas casas que tuvimos antaño en Comitán, con patio central y sitio, un sitio enorme donde los niños jugaban y trepaban en los árboles de jocote y de durazno.
Pau me envió un mensaje de texto: “Tío, tenés que venir a mirar la marimba”. Como soy un tío consentidor le respondí de inmediato: “Llego en la tarde”. Imaginé que su mamá le había comprado una marimba. Nunca imaginé lo que Pau me mostraría: Un copete de barda con teja.
En cuanto llegué, Pau me tomó de la mano y me llevó corriendo a su cuarto, abrió la cortina y, como si fuese una maestra de ceremonias en un teatro, movió las manos y brazos al estilo de una torera y dando un pase dijo: “Con ustedes, ¡la marimba del sitio!”.
El departamento está contiguo a una casa tradicional comiteca. Como Pau dice, la casa vecina tiene un sitio. Ya que el departamento que rentó su mamá es del mismo propietario de la casa, el arquitecto no tuvo empacho en colocar una ventana que da al sitio vecino (se sabe que en arquitectura está prohibido abrir ventanas que den a predios contiguos). La recámara de Pau está muy bien ventilada y llena de luz, precisamente por esa ventana, donde, a la hora que quiere puede ver lo que ella llama “la marimba del sitio”.
Nada dije. Vi el copete de la barda limítrofe y coincidí con Pau: es como una marimba larguísima, bellísima. Estaba extasiado viéndola, sorprendido por la capacidad de imaginación de mi sobrina, cuando ésta dijo: “En días muy soleados suena despacito, pero se oye cómo el sol toca valses, con sus manitas doradas y quemantes. Pero, lo más bonito es cuando llueve, tío. Ayer llovió en la tarde. Ah, la hubieras oído, es como si mil palomas aletearan sobre la marimba. Se oye bien bonito”. Ya no es a ritmo de vals, ¿verdad?, le comenté. “No, no, cómo creés, la lluvia toca bien fuerte y alborotado. Igual que el sol son como mil marimbistas que tocan igualito, pero la lluvia, como es más ruidosa, toca a ritmo de banda”. Pau me vio y agregó: “Pero no vayás a creer que como esas bandas feas de ahora, no, yo digo de las bandas que escucha mi abuelito, bandas norteamericanas”. Quedé más sorprendido. Volví a ver la marimba de la barda. Imaginé el sonido de la lluvia cayendo sobre el tejado, imaginé a las gotas chocando y luego saltando al vacío del patio, cayendo sobre el pasto, formando otra melodía en medio de los charcos, imaginé un gran concierto que bien podía llamarse Lluviata número nueve (por aquello de los nueve guardianes de Comitán).
Pensé que yo jamás hubiese imaginado una marimba al ver esa columna vertebral encima de la barda. No es común que un remate se forme así. De hecho, pensé, ese “doble teclado” no es casual en Comitán. Lo que sí era común observar antes en Comitán era el gusano superior, ese tren maravilloso que remataba la barda (había otros más pedestres que el remate lo hacían con pedazos de cristal, para ahuyentar a los delincuentes y a los muchachitos malcriados que se brincaban para cortar los nísperos).
Le pregunté a Pau y me dijo que en cuanto llegaron al departamento, su mamá la llevó a lo que sería su recámara y ella no tardó ni un segundo en correr a la ventana, abrir la cortina y descubrir la marimba del sitio. Dice que, emocionada, había escuchado una melodía: era una parvada de chinitas que picoteaba sobre las tejas. Llamó a su mamá y le dijo que viera esa maravilla. Su mamá la abrazó y dijo que era un buen augurio para conservar la identidad. Pau, sin sorprenderse mucho por las palabras de su mamá, le advirtió: “Pero no se vale cambio de cuarto. No me vayás a salir después que querés este cuarto para oír las serenatas”. Pau dice que su mamá rio fuerte, con risa de guajolote cruzando el sitio para ir a comer.
Posdata: ¡Una marimba! Nunca lo hubiera imaginado. Ahora, cuando veo la fotografía que tomé, pienso en ir al departamento de Pau una tarde que esté nublado por Margaritas, para asegurarme que caerá un aguacero de Dios padre, y le pediré a Pau que vayamos a su recámara, que abra la cortina, que abra las ventanas, para que escuchemos un concierto. Seguro que el espíritu de don Límbano Vidal, como ratón travieso, correrá por ahí.
sábado, 15 de julio de 2017
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY POLVO TODAVÍA
Querida Mariana: En pleno siglo XXI aún hay polvo de otros tiempos. Los patios de hoy ya están más limpios, pero aún están empolvados. Se entiende, el polvo es necio, como ratón se esconde en las junturas y en los rincones. ¡Ah, qué majadero el polvo!
¿Por qué digo esto? Porque aún existe cierta tradición que nos perjudica como sociedad. Cuando yo era muchachito, muchos papás y abuelos (de esos hombres que habían vivido la época de la revolución) ordenaban a todos los niños que no debían llorar, porque “sólo las mujeres chillan”; es decir, el llanto se tomaba como un acto propio del género femenino. ¿De veras es así? ¡Ay, es un absurdo! El llanto es natural e inherente al ser humano, y no sólo a éste, hay algunos videos donde hay animalitos que lloran por alguna circunstancia.
Rosario Castellanos, en su poema autorretrato, dice: “…el llanto es en mí un mecanismo descompuesto / y no lloro en la cámara mortuoria / ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe. / Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo / el último recibo del impuesto predial.” Si mirás bien, en este poema está esa ironía característica de nuestra paisana, pero hay un sustrato verdadero. Yo, ya te conté en una ocasión, cuando falleció mi papá (hombre bueno al que quise muchísimo y sigo amando profundamente) no solté ni una sola lágrima. Mi papá falleció en febrero, en abril cumplía años, así que el día de su cumpleaños todo el caudal sostenido, como si fuese una presa a la que abrieran compuertas, se volvió una catarata. Lloré la muerte de mi padre, dos meses después de ocurrida. ¡Ay, mi Dios, cuánta falta me hacía mi querido padre! Como todos los hijos sigo extrañando su presencia, su risa, su modo de andar, de hablar, su característica presencia con las mangas arremangadas de la camisa. ¿Por qué en su entierro, a la hora que vi que colocaban su ataúd en el hueco y lo llenaban de tierra, no afloró el llanto? No lo sé. Yo diría, a la manera de Rosario, que “el llanto es en mí un mecanismo descompuesto”. Lloro. No soy mujer y lloro, lloro mucho, lloro por nimiedades. Tal vez, igual que Rosario (¡ay, qué insistencia!), no lloro frente a la catástrofe. Lloro, ¿sabés cuándo?, en el instante que, en una película, la chica se aleja y le dice adiós a su amado; lloro cuando algún alumno se despide del colegio; lloro cuando veo que un perrito fue hallado en un basurero; lloro cada vez que releo el Quijote y éste, después de muchas aventuras donde se batió a duelo con monstruos fantásticos, muere recostado en su lecho. Lloro la muerte del Quijote porque se me hace una muerte que no correspondía a su grandeza. El Quijote debió morir en un campo como han muerto los grandes héroes: en batalla. ¡No fue así! El Quijote murió como mueren los viejitos chochos, como mueren los sin quehacer, como mueren los que no sueñan con grandes lances. Como mirás, lloro por nimiedades. Recuerdo un día que acababa de terminar la novela y un amigo se acercó y me preguntó por qué lloraba. Iba a decirle que por la muerte de El Quijote, pero supuse que sería objeto de sus burlas más acervas, así que le dije que porque me había acordado de la muerte de mi gato. ¿Cuándo murió tu gato?, preguntó él. Yo dije: Como cuatro o cinco años. ¡Qué pendejo sos! ¿Cómo vas a llorar por un gato que murió hace tanto tiempo? ¿Por un gato? ¡Qué mudo sos!, me dijo. Sí, pensé, si le hubiera dicho que lloraba la muerte de El Quijote se habría burlado cuatro meses seguidos, sin pausa.
No soy mujer y lloro. Mi papá lloraba cuando veía algún final dramático en una película, colocaba su codo en el descansabrazos y con su mano tapaba su rostro, para que nadie lo viera llorar. Lo que él hacía es lo que hago yo también cuando voy al cine. Me da pena llorar en público. Aún hay resabios de esa prohibición tonta en que un hombre no debe llorar, porque el llanto sólo le está permitido a las mujeres. Si una muchacha bonita llora hasta se ve bien, ¡ah!, pero si es un hombre el que llora no falta el tipo que lo acusa de cobarde. ¡Qué idea tan tonta! A los hombres no les está permitido mostrar sus sentimientos de dolor y de pena.
Y digo que aún quedan resabios de ello, porque el otro día presenté una fotografía del Niñito Fundador, de Comitán, y más de dos personas se inquietaron porque estaba vestido con un ropón. Preguntaron por qué lo visten con ropa de niña si es niño. Aún pensamos (en estos tiempos en que se aboga tanto por la inclusión y por eliminar ideas de exclusión) que la vestimenta “hace al santo”. Aún se determina que el color azul es para los varoncitos y el color rosa para las hembritas. Lo escribo así porque así lo dicen: varoncitos y hembritas; es decir, niños y niñas. Si un niño viste una camisa de color rosa le hacen bulling, lo maltratan y alertan al papá, porque el hijito puede “amamparse”. Qué triste que un color determine la virilidad o la feminidad.
¿Y qué pasa con las faldas de los escoceses? Juan, quien vivió un año en Escocia dice que la falda que visten los hombres en ceremonias especiales es un símbolo de libertad. Los compas de allá comenzaron a usarlo por una necesidad utilitaria, algo que tiene que ver con el clima.
¿Y con los lacandones? ¿Qué pasa? Ellos son sabios, usan una túnica blanca, de manta, hombres y mujeres sin distinción. Los hombres (¿desde siempre?) usan cabelleras largas. ¿Alguien pregunta por qué los hombres tienen cabelleras largas “como si fuesen mujeres”? Querida niña mía, no quiero ser impertinente, pero Jesús (el mero mero) casi casi vestía como lacandón: vestía una túnica y tenía cabello largo. ¿En dónde está el problema?
Ya casi no hay personas que critiquen el hecho de que las mujeres vistan pantalón. Esto es así porque ahora son millones y millones de mujeres que visten pantalón, prenda que, anteriormente, se consideraba exclusiva de los hombres. ¿Quién otorgaba tal “exclusividad”? ¡Ah!, pues vos sos niña lista y sabés. Antes, las personas decían que una mujer era “marimacha” si usaba pantalones. Por fortuna, tal resabio se está erradicando. ¡En buena hora!
En estos ejemplos ha quedado claro (así lo espero) que la forma de la ropa y el color no determinan un rol sexual. Los seres humanos vestimos para protegernos de las inclemencias climatológicas, y hay diferencias culturales dependiendo si alguien vive en una montaña o vive en una costa. En Comitán, las muchachas bonitas usan shorts muy de vez en vez, pero en Tonalá, las niñas siempre caminan por las banquetas mostrando el palmito. En Comitán, todo mundo masculino se alebresta cuando, en el parque central, aparece una chica con short y con una mínima playera. He visto en fotografías tomadas en la playa de Copacabana, en Brasil, cientos de mujeres bellas en traje de baño, la mayoría en bikini. ¿Qué pasa en Uninajab? Es una pena, pero muy pocas chicas visten bañadores bellos, la mayoría se mete a las albercas con unas grandes camisetas que provocan lástima. Dicen que así se bañaba doña Mariana, con una gran túnica que, al contacto con el agua, se convertía en algo así como un paracaídas todo chueco. ¡Son rasgos culturales, mi querida niña! Mientras sea chiste y broma no hay problema. El problema inicia cuando se toma como una posición a ultranza de prohibición. “Los hombres no lloran”, decían los muy machos. ¡Ah, pucha! Que cada quien demuestre sus sentimientos como bien le vayan. Los sanadores dicen que es bueno llorar a moco tendido, de vez en vez, para soltar todo lo negativo y erradicar la carga nociva. ¿Cómo una persona vive el duelo de la pérdida de un ser querido? Debe llorarlo, llorarlo mucho, para recuperar la resignación ante el destino fatal del hombre. Hay ocasiones (todo mundo lo ha sentido) que algo está trabado en la garganta, es una cuerda invisible, pero pesada, lastimosa. ¡Hay que botarlo! ¿Cómo? Llorando.
El ropón que vestía el Niño Fundador de la fotografía era una bellísima túnica, con bordados realizados a la usanza chiapaneca. Era un traje artesanal de gran factura. Pocas personas repararon en la hermosura del traje. Lo que llamó la atención fue: ¿Por qué lo visten de niña si es niño? Hay, sin duda, un desconocimiento de las culturas pasadas y una visión muy parcial de lo que significa la inclusión y la equidad, materias que el Nuevo Modelo Educativo tiene como prioridad. Qué bueno que los niños y jóvenes de estos tiempos se eduquen de manera diferente, para que sean tolerantes. Yo recuerdo que en muchas fotografías del siglo pasado (fotos en sepia, bellísimas) aparecen niños, ¡varones!, muy dignos, con ropones porque estaban vestidos para una ocasión especial.
Catalina dice que antes que hombres y mujeres somos seres humanos y esto nos hace iguales a todos. Dice que es el principio básico de la equidad. Los derechos humanos no hacen distinción entre varones y hembras, son principio esencial de los seres humanos. ¿Cómo debemos vestir? Como queramos. Mi papá repetía a cada rato aquellos versos de Góngora: “Ándeme yo caliente / ríase la gente”. Ah, que sabiduría Gongoriana tan de lujo; ah, que sabiduría de mi padre a la hora de decirlo y ejercerlo. En comiteco podría decirse: “Yo visto como quiera, cotz para los demás”.
Posdata: Las minifaldas que vestían las chicas de mi adolescencia eran bellas. Pero igual de bellas son las chicas que ahora usan pantalones bien ajustados y los llenan de manera sin igual.
Limpiemos bien la casa de todos. Aún hay polvo de tiempos ingratos.
viernes, 14 de julio de 2017
DEFINICIÓN DE PEÑA
Puede ser un monte con peñascos o un apellido. El apellido (intuyo) puede provenir de la primera acepción; es decir, los primeros Peña del mundo castellano vivieron en un monte con peñascos. Así, alguien pudo decir: “Ayer saludé a los de la peña” y, como se forman los apodos, les quedó el mote de la peña y esta palabra tomó, por derecho, su mayúscula inicial.
Ayer leí el libro “Los presidentes dan pena”, del caricaturista Rius. Es sorprendente la capacidad de este famoso caricaturista. A sus 83 años sigue dando palos certeros (sin albur, por favor). “Los presidentes dan pena” es el más reciente título de su muy extensa, extensísima obra pedagógica. El tal Rius ha sido (de manera involuntaria voluntariosa) maestro de miles de mexicanos (y de lectores de otros países latinoamericanos), ya que su forma para exponer temas (forma sencilla, desenfadada, con gran tendencia izquierdista) lo hace muy comprensible para los lectores. Él no miente. Desde los prefacios (incluso desde los mismos títulos) advierte que sus textos no son para expertos, aunque los expertos (contra su deseo) también los leen. ¿Qué nos dice el título “Marx para principiantes”? Que es un texto sin mayores pretensiones, bueno, con la pretensión de llegar a las masas populares, a los lectores que no han tenido mayor contacto con la ideología Marxista. ¡Vaya que Rius ha formado a generaciones de lectores! ¡Vaya que ha sido el gran maestro de México! Y lo ha sido por las virtudes que ya se mencionaron: humor, desenfado, argumentos que acorralan a las mentes. Rius es un escritor liberal, un caricaturista en contra de todo aquello que atenta contra la dignidad del hombre, en contra del poder irracional de los conservadores. Rius ha sido el Zapata de los caricaturistas, quien ha sostenido que “La patria es de quien la trabaja”; es decir, la patria no puede ser para el capitalista sino para el obrero, quien es el que se jode el lomo en la fábrica, en el aula, en el campo. La obra de Rius está colocada en lo más alto del monte, en lo más alto de la peña.
Ahora, en su libro más reciente, vuelve a mostrar su amplio conocimiento de la historia mexicana y deshace, como si fuese un diestro carnicero, el cuerpo corrupto de los presidentes mexicanos. En la contraportada (como un mero juego lingüístico) aparece el título con una ligera desviación. Dice una línea: “Los presidentes dan Peña”. Todo mundo entiende que acá, los editores colocan a la palabra pena como sinónimo de Peña y (todo mundo sabe) esto es porque la izquierda (y una mayoría mexicana) considera que la obra del actual presidente de la república es para dar pena.
No obstante, este tipo de juego va más allá de la intención primaria y pasa a joder a gente indemne. Como en cualquier guerra provoca daños colaterales. Y digo esto porque, ¿qué culpa tiene el hombre o la mujer que ostentan, con orgullo, el apellido Peña? ¿Por qué hacer que tal apellido sea sinónimo de pena?
En Tonalá (y en Chiapas en general) hay un orgullo al nombrar al maestro Peña Ríos (un marimbista de excelencia). ¿Cómo puede decirse que Peña (por culpa del presidente) es sinónimo de pena, cuando, al contrario, Peña Ríos provoca chentería al nombrarlo?
La generalización es dañina. En este caso, la excepción es el presidente. ¿Los presidentes dan peña? La generalización afecta, porque no puede decirse que el mandato de Juárez, por ejemplo, fue penoso. ¡No! Pareciera que el mandato de Peña es el que da pena y si el de Santa Ana también fue de gran pena debiera de circunscribirse a ese territorio.
El apellido Peña debe venir del monte. Hay cabras que pastan felices en el monte y hay cabrones felices que del monte pastan. Va pues.
jueves, 13 de julio de 2017
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA, DONDE HAY UNA SUCURSAL DE FARMACIA GENEROSA
Hay personas generosas y personas mezquinas. La cita bíblica que todo mundo repite dice que “De todo hay en la viña del Señor”. Así pues, no extraña saber que hay pueblos generosos y pueblos mezquinos.
Ramón vino un día a Comitán, lo hizo de paseo. Justo a las doce del día, que caminábamos con rumbo al templo de Guadalupe, por la empinada subida, hizo un alto en la fatigosa caminata, se colocó debajo de una marquesina y dijo que Comitán era un pueblo generoso. Agregó: “Tonalá es un pueblo cabrón, buscás a esta hora dónde protegerte del sol y es imposible, es imposible, porque aunque hallés una sombrita, el calor te siga atizando. En cambio, acá…”, y sonrió, contento de recibir una agradable bofetada de aire que llegaba volando desde la Ciénega.
Y es tan generoso que los números son más que simples números. Si alguien quiere comprar un refresco o un paquete de galletas o una bolsa de Sabritas, los comitecos sugieren: “Andá al 25”, y es que en el pueblo se sabe que en el veinticinco hay una tienda de abarrotes, muy famosa, atendida por doña Lupita. Pero, la generosidad va más allá, porque con doña Lupita hay que sacar la paga de la bolsa, porque ella vende abarrotes, ¡los vende! Pero, ¿qué sucede en el 83? Ahí es gratuito el algodón, esto se observa en esta fotografía, basta que el peatón levante la mano para cortar el algodón (sí, sí, estimado lector, este algodón no está esterilizado, ¡ah!, eso ya sería el colmo de la generosidad).
Así pues, cuando alguna muchachita se pincha un dedo con una espina, la mamá ordena: “¡Manuel, Manuel!, andá rápido al 83”. Ya todo mundo de acá sabe que Manuel debe ir a cortar un poco de algodón para que, con alcohol, le limpien la herida leve a la muchachita traviesa que se pinchó el dedo, en el sitio.
¿Alguien tiene antojo de granada? Ah, pues debe ir al 222. Ahí hay un árbol cuyas ramas brincan por encima de la barda y dejan a la vista de los peatones sus colorados frutos. Los antojos mínimos se cumplen en Comitán de manera gratuita, porque, ya se dijo, Comitán es un pueblo generosísimo, es un pueblo de manos abiertas.
Hay excesos, porque (ya también se dijo) hay personas mezquinas; es decir, cabroncillas. Nunca falta el abusivo que no se conforma con cortar una granada, sino que se trepa a la barda y, desde la altura, con las piernas abiertas como si cabalgara, corta una, dos, tres… un chingo de granadas; es decir, este cabrón muchacho ya comete un hurto.
Y entre los excesos está el comportamiento de doña Y (vieja cabroncilla) que, en lugar de darle paga a su hija X para que, cada mes compre toallas sanitarias, la manda al 83 (omito los nombres para no herir susceptibilidades). ¿Cómo es eso? La pobre X debe treparse a una silla plegadiza, de madera, y cortar los pedazos de algodón más chonchos, para que sean más absorbentes. La pobre niña les da forma, los “plancha” con sus manitas virginales, y se los coloca en la entrepierna. ¡Burra, doña Y!
Algún día, los comitecos lo sabemos, nuestro pueblo dará no sólo algodón en las calles, sino también algodones de París. Será como uno de esos pueblos mágicos que aparecen en los cuentos fantásticos donde los árboles dan paletas de chocolate y de las fuentes brotan atoles de fresa y de vainilla.
Ya comenzamos con los árboles de algodón. (La vieja burra lo convirtió en árbol de toallas sanitarias. ¡Burra!)
martes, 11 de julio de 2017
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA, CON AROMA DE DOMINGO
La foto es sencilla, pero regia. Es sencilla, porque sólo contiene dos personajes; y es regia, porque ambos personajes son míticos.
Sí, quien aparece en la fotografía en blanco y negro es Domingo Soler, reconocido actor del cine mexicano, con ligeras incursiones en la cinematografía de Hollywood. El rostro a todo color es del escritor Óscar Bonifaz, quien, en 2014, obtuvo el Premio Chiapas.
Domingo, tal vez, es el menos reconocido de la dinastía Soler, pero, sin duda, era el mejor actor de todos los hermanos. Uno de sus hermanos fue nominado al Ariel durante cuatro ocasiones, pero nunca lo alcanzó; por el contrario, Domingo sí salió con su domingo siete y obtuvo el premio en una ocasión; lo mismo sucedió con don Fernando que, también, en una ocasión, levantó la añorada estatuilla que lo reconocía como el mejor actor del año. De los cuatro Soler, Julián es el menos recordado. Fernando y Andrés actuaron en muchísimas películas populares, lo que hizo que el imaginario colectivo los tenga frescos en la mente de los cinéfilos. ¿Quién no recuerda a don Fernando Soler en la cinta “Cuando los hijos se van”? ¡Ah!, más de diez cinéfilos llorosos lo acompañaron en su tragedia. Por otro lado, don Andrés participó en más de ciento noventa películas. ¡Ah, pucha! ¿No había más actores? Ya ni los Bichir se adueñaron de tal manera de las pantallas grandes.
Pasé a saludar a Óscar Bonifaz en su oficina del Teatro Junchavín, en Comitán. Todo mundo de acá sabe que las paredes de la oficina están tapizadas con fotografías (en blanco y negro) de actores del cine mexicano. Como si yo viera figuritas de un álbum infantil, le pregunté al maestro si esa fotografía de Domingo Soler era una adquisición reciente, porque no la había visto. Bonifaz ignoró lo que le pregunté y me dijo que su bisabuelo tuvo el apellido materno Pardavé. ¿Ah, sí?, dije yo, mientras él señalaba la fotografía donde está el actor Joaquín Pardavé. Luego le pregunté si tenía relación familiar con el famoso actor, pero Bonifaz (de nuevo) ignoró mi pregunta, abrió una gaveta de su escritorio, sacó su novela “Cuando florecen las espinas” y, mientras buscaba unas líneas, me dijo que en ocasiones no recuerda con precisión lo que escribe, porque su proceso de creación lo abstrae de tal modo que luego no sabe de dónde salió lo que aparece publicado. No halló en su novela lo que buscaba. Pregunté qué cosa era y, ¡por fin!, respondió mi pregunta. Dijo que en el texto aparece una anécdota de un condón, y me la contó. Al final, como siempre sucede en un encuentro con Bonifaz, terminé riendo a carcajada limpia. No cuento la anécdota porque perdería todo su encanto. Sólo hay dos posibilidades de hallar la gracia de tal historia: una, escucharla en voz del propio Bonifaz (privilegio de quienes lo saludan); y dos, leerla en su libro.
Sé que la segunda pregunta se quedará en el limbo y nunca hallará respuesta: ¿Su familia tuvo algún nexo sanguíneo con Pardavé? El apellido Bonifaz, aparentemente, procede de Génova, Italia, tierra donde nació Colón, el descubridor de este continente. ¿Y Pardavé? San Google dice que es un apellido de origen árabe, pero que, en nuestro país, está relacionado con el arte teatral. ¿Qué decir del maestro Óscar? Decir que ha sido un Colón de los dos últimos siglos, porque ha sido un permanente descubridor de anécdotas, y ha sido un Pardavé, porque ha dedicado su vida a la representación teatral, tanto la que se realiza en el escenario como la que se desarrolla en la escena de todos los días.
En la calle, en la sala de la casa, en el patio y en cualquier lugar, él representa un papel: el papel de contador de anécdotas. He presenciado cómo, en presencia de algún político renombrado, él se convierte en el centro de la atención y, como si cortara un durazno, descuelga una anécdota que logra destellos y las carcajadas del político más serio y más escurridizo. Bonifaz mete los políticos a la bolsa y ahí los apelmaza como si fueran semitas. La anécdota ha sido su mejor arma de seducción. La comparte en la charla diaria o a la hora de recibir un premio (cuando le otorgaron el Chiapas compartió su texto jocoso que se llama “Vuelo nupcial” y que, como si fuese Luis Miguel en concierto, muchas personas le piden que lo comparta, lo solicitan con una frase como: “Maestro, echesesté la del zancudo”). La anécdota la comparte en sus libros o en la intimidad de una cena familiar. La anécdota la avienta con la misma certeza con que el niño avienta la canica para darle a la timbirimba; con la misma inocencia perversa con que el tahúr avienta los dados sobre el tapete verde del casino.
La mañana que pasé al teatro a saludarlo, el maestro se colocó (a petición mía) al lado de la fotografía de don Domingo y se puso en la misma (pero no) posición del actor. Domingo sostiene su barbilla con la mano izquierda y posa con rostro de divo; el maestro Bonifaz usó la mano derecha y posó con su siempre rostro de domingo lleno de jacarandas. Y digo domingo, porque los domingos son días plenos, donde los niños van al parque y corren detrás de las palomas que se amontonan en la banca donde un viejo les da comida. Los domingos son días en que el bullicio de entre semana se esconde y da paso a una armonía que camina con la tranquilidad de un gato sobre un sofá. El rostro sonriente que acá se ve es como de árbol lleno de pájaros, de tiuca alborotadora, de niño travieso, de eterno contador de anécdotas picantes y escandalosas.
lunes, 10 de julio de 2017
DEFINICIÓN DE DIVERTIMENTO
Hay palabras que son exclusivas de un arte o de un oficio o de una profesión. El maestro Rodolfo Armenta dice que el concepto metalenguaje es aquel que usamos para hablar de la misma lengua; es decir, cuando alguien emplea la palabra metalenguaje la usa (perdón por la reiteración) en el terreno del lenguaje. Pero, a veces, tales palabras juegan en otros territorios. Ejemplos de estas últimas son la palabra rondó y la palabra divertimento. Estas dos palabras parecieran ser exclusivas del terreno musical: la palabra rondó se aplica a una composición musical que se repite varias veces; y la palabra divertimento fue inicialmente empleada en música para designar una composición musical ligera y divertida.
Ambas palabras también las hallamos en otros campos del arte. Por su vocación de niñas traviesas, de vez en vez, estas palabras brincan la barda y juguetean, por ejemplo, en terrenos literarios. He hallado cuentos donde la palabra rondó aparece en el título, porque dicho texto repite historias, como si la aliteración literaria fuera prima hermana del rondó musical. De igual manera (¡quién puede ignorarlo!) Julio Cortázar escribió una novelilla que le puso el título de Divertimento; es decir, un texto ligero y divertido. Aunque, en realidad, la novelilla es un poco pedante (habrá que recordar que fue su primera novela). Quien lee el Divertimento Cortazariano halla la simiente de lo que posteriormente (ahí sí de manera magistral, brillante, única) aparecerá en su novela Rayuela, una novela inmensa, en contenido y en estructura.
Conocí a una amiga que repetía a cada rato la palabra divertimento, la usaba como su ideario de vida. Si, por ejemplo, yo le decía que tenía examen de psicología, por lo tanto no podía ir con ella al café, ella, con su sonrisa de tren en bajada, decía que no me preocupara, que todo era un divertimento. Yo insistía en que no diría lo mismo al recibir las calificaciones, pero ella también, necia, me preguntaba qué podía pasar si, en realidad no aprobaba el examen. ¡Cómo qué!, decía yo. Sí, ¿qué? Yo, un poco desarmado, decía que mis papás me matarían. ¡No, no!, decía ella, bien sabés que tus papás no te matarán, ellos te aman demasiado. Y ya, con carita de ratón arriba de una despensa, me volvía a preguntar si íbamos a ir al café y repetía eso de que la vida era un divertimento, que nunca debíamos colocarle una máscara de púas.
Al final terminaba yendo con ella al café y la vida tomaba su mejor cara, la del divertimento. Cuando volvía a casa (por desgracia) la tragedia, como mascota fiel, se paraba en mi cuarto y entonces yo comenzaba a temblar y tomaba el libro de psicología y me ponía a estudiar, con la conciencia de que había perdido horas valiosas y no alcanzaría a terminar los temas que vendrían en el examen. En ese momento la palabra divertimento se llenaba de lodo y era como una charola oscura.
Al siguiente día, después de salir como perro con la cola entre las piernas, mi amiga, con su sonrisa de libro nuevo, me preguntaba cómo me había ido, yo, con cara de libro deshojado, le decía que mal, había obtenido seis. ¿Seis? ¡Qué maravilla!, decía ella, ¡pasaste!, y me invitaba a ir, de nuevo, al café. Pero mi papá se enojará por el seis. ¿Por qué?, decía ella, vos no serás psicólogo, ¿verdad? No, decía yo. ¡Mirás, pasa nada! ¡Todo es un divertimento! Y visto desde ese plano, en efecto, todo era un divertimento. Si reprobaba un año, ¿qué podía pasar? ¡Nada!, decía ella. Nada pasa, todo pasa, ese era su lema.
La definición de la palabra divertimento se ha ampliado. Ya no sólo engloba al mundo de la música, ahora es más general. El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española dice: “Obra artística o literaria cuyo fin es divertir”. La pretensión es sencilla y compleja: Divertir. ¡Ah, qué difícil lograr una obra que sea un sencillo divertimento! Mi amiga hubiese definido divertimento como “Vocación permanente de una vida plena”. No hubiese sido mala definición; no hubiese sido un mal ideario de vida o, por el contrario, ¿era un himno “permanente” a la mediocridad, al dejar pasar, a la irresponsabilidad? No lo sé. Pero ella vivía de manera muy plena, sin ambiciones desmedidas, sin afanes desproporcionados. Lo sigue haciendo. Cuando me topo con ella me pregunta: “¿Cómo va la vida?”, y yo, sonriendo, digo: “Ahí, tratando de volverla un divertimento”. Ella también sonríe y me invita al café, pero yo digo que no puedo, debo escribir mi novelilla. Ella dice que está bien y se aleja. La veo feliz y yo me quedo con mi carpeta llena de responsabilidades por cumplir.
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