sábado, 2 de septiembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA SUBIDA TAMBIÉN ES BAJADA




Querida Mariana: Cuando iba a la secundaria subía “la bajada” de San Sebastián o bajaba “la subida”. Era un poco como el juego del vaso medio lleno o vacío.
Subir o bajar depende del lugar en que uno está parado. Un poco como dice Juan Rulfo en la novela “Pedro Páramo”: “El camino subía o bajaba. Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube, para el que viene, baja”. Lo mismo me sucedía en el plano de la realidad. Si estaba cerca de la casa del maestro Paquito García la calle era bajada, pero si estaba cerca de la casa de la Coco Arredondo, la calle era subida. Pero yo jugaba y cambiaba el orden: cuando estaba parado en la parte de arriba y debía bajar decía: “Voy a bajar la subida” y viceversa.
Jugaba porque eso hacía que no me cansara a la hora de subir, o, bueno, no me cansaba tanto como los demás. Cuando salíamos de la escuela (ya cerca de las dos de la tarde), los alumnos debíamos cargar la máquina mecánica que usábamos en la clase de Mecanografía, que nos impartía el maestro Jorge. Ahora escribo muy rápido en el teclado de la computadora, lo hago con todos los dedos. Esto lo debo a las clases de mecanografía. El maestro era juguetón y, cuando uno estaba haciendo el ejercicio mecanográfico, pasaba y daba un “coshquete” en el huesito del codo (te explico, mi niña, el coshquete es el coscorrón). Los “coshquetes” eran práctica común de los maestros de ese tiempo. Pero, como la palabra lo indica, el coshquete era un golpe sobre la cabeza del alumno, sobre el coco. Era una manera de reprender. Si algún alumno hacía algo indebido, el maestro se acercaba al pupitre y, con la mano derecha, le daba un coshquete, esto hacía que el alumno corrigiera su comportamiento. Dolía. Sí, dolía. La primera vez que el maestro se acercó a mi pupitre y me “coshqueteó” el huesito de mi codo ¡me sorprendí! ¿Estaba haciendo mal mi trabajo? ¿Por qué me reprendía el maestro? ¡No! Luego entendí que era su juego. Le encantaba buscar el huesito del codo. Ya luego, cuando veía que el maestro se acercaba, yo pegaba mi brazo al cuerpo para no darle chance a que me “coshqueteara”.
Todo era un juego, pero luego me di cuenta que no todo mundo jugaba. Yo subía “la bajada” de San Sebastián, mientras mis compañeros subían “la subida” y esto hacía que subieran resoplando, sobre todo un querido amigo que, cuando estábamos en tercero de secundaria, comenzó a pretender a una compañera del segundo grado. La muchacha bonita dejaba que mi amigo, muy caballeroso, cargara su máquina mecánica en la subida. Él se acercaba y le preguntaba si podía acompañarla, ella aceptaba, entonces, como segundo paso, él decía que cargaría su máquina, ella se lo daba. Mi amigo se enredaba en la espalda y los hombros la correa de la mochila y cargaba ¡dos máquinas!, en la mano izquierda sostenía la de la muchacha bonita y en la derecha ¡la suya! Cuando yo llegaba al final de la “bajada” de San Sebastián (es decir, la cima) volvía la mirada y veía a mi compa sacando la lengua. Caminaba detrás de la susodicha, porque ella, en el instante en que mi amigo tomaba la máquina, se unía al grupo de amigas y, en medio de bromas y chanzas, se hamaqueaba de la risa mientras ignoraba a mi amigo que resoplaba como toro jalando la carreta.
Todo era como un juego, pero eso hacía la diferencia. Los comitecos, desde siempre, hemos sabido que nacimos en un pueblo maravilloso, en un pueblo juguetón. Los pueblos que son planos no son tan divertidos como los pueblos que, como Comitán, están llenos de subidas y bajadas. He visto en algunas películas, escenas donde un niño juega a jalar un carro donde va sentado otro niño. Uno se coloca el lazo sobre el hombro y avanza jalando el carretón donde va sentado su hermano menor. Se divierten, pero el ritmo de diversión es lento, casi aburrido, porque el piso es plano. En cambio, en Comitán, los niños de mi tiempo se daban la gran divertida cuando, desde arriba de la calle dejaban que la inercia soltara al carretón como bólido. Apenas le daban un ligero empujón en la cima. El carretón se deslizaba como piedra en alud y las risas del niño que iba trepado se agigantaban conforme la adrenalina excitaba los sentidos, porque la fuerza de gravedad imprimía velocidad al carretón cada segundo. A veces, el deslizamiento era tan fuerte y provocaba que el niño sobre el carretón se volteara y el niño caía y se raspaba y sangraba tantito. ¡Ah! Era maravilloso ver cómo la simple bajada provocaba tal emoción, tal disfrute de la vida. Había (como en cualquier pueblo del mundo) la certeza de que la bajada era más emocionante que la subida. Esta certeza aparecía en el momento que el niño debía jalar el carretón para subirlo a lo más alto de la calle e iniciar de nuevo la gran aventura del deslizamiento.
Yo, querida niña, nunca me subí a un carretón. Era un niño temeroso; era un niño cuidado en casa. Pero sí vi a niños que lo jugaban. Una vez fui a casa de Fernando (por el rumbo de La Pila) para hacer una tarea en equipo y vi a un grupo de niños que jugaba carretón en una de las bajadas. ¡Ah!, cómo lo disfruté. ¡Supe que ahí estaba concentrada la vida en su más cara esencia! La naturaleza proporcionaba el juego perfecto, el que, incluso, se podía jugar solo. Y como yo soy hijo único pensé que ese era un juego que podía jugar a la perfección, porque estaba acostumbrado a jugar juegos solitarios (hasta la fecha). El juego del columpio también podía jugarse solo. Había visto a un niño empujando a una niña que estaba sobre un columpio, pero cuando el niño se cansó, la niña se impulsó ella sola, caminó hacia atrás con las manos sobre las cuerdas y cuando estuvo parada casi de puntillas subió las piernas y el columpio hizo su prodigioso movimiento de péndulo.
Cuando vi al niño deslizarse sobre su carretón en la bajada, pensé que podía jugarlo en casa, sin necesidad de más participantes. Al día siguiente le pedí a Carmelino, quien trabajaba en casa, que, con arena y tablas, me hiciera un tobogán en el sitio. Carmelino cumplió la encomienda con dignidad. Cuando regresé a casa, después de estar en la escuela, corrí al sitio y hallé un tobogán en medio del árbol de durazno y el tapesco de chayote. Sobre un montón enorme de arena, Carmelino había tendido dos tablones. Mi mamá apareció con una cubeta llena de granos de maíz para alimentar a dos patos que teníamos en la casa. Preguntó para qué quería ese tobogán y cuando le expliqué dejó la cubeta sobre el piso, se acercó a inspeccionar el armatoste y dijo ¡no!, por supuesto que yo no me deslizaría en esas tablas, ¿había visto cómo la tabla estaba llena de astillas? ¿Había visto cómo estaban todos húmedos esos tablones? Quién sabe cuántos hongos tenían. Total que el tobogán hechizo sólo sirvió para que por ahí bajara mi estado de ánimo hasta chocar contra el suelo.
En la vida, la enseñanza de Rulfo es puntual. Se puede decir que la vida, ¡la vida!, “sube o baja según se va o se viene” (sin albur, por favor).
A veces he escuchado que alguien, con mucha experiencia, dice: “Yo vengo de regreso”; es decir, ya pasó por todo en la vida, ya nada puede sorprenderlo. Para estas personas todo es como en bajada. Ya hizo el esfuerzo de subir por los caminos, llegó a la cumbre y desde ahí presenció el majestuoso valle, a sus pies. Como se sabe, nadie (mortal) puede permanecer en la cúspide por siempre, llega el instante de la bajada. A esos viejos con experiencia los veo como a los niños de La Pila, cerca de la casa de Fernando, bajan con alegría y se divierten como si fueran abejas en medio de un campo lleno de flores.
No creo en ese dicho que dice que la vida es como “una rueda de la fortuna, porque a veces estás arriba y en otras ocasiones estás abajo”. No creo en ese dicho, porque, en su verdadera esencia, la vida es una simple subida y luego una bajada. Si vas ¡es subida!, si venís ¡es bajada! No hay más. Así lo demuestra el crecimiento de cualquier ser humano: el niño (quien va) es una planta con vocación de cielo; cuando llega a la madurez (ya viene) es un árbol con vocación de suelo. Todo es una simple línea que dibuja una parábola y no un círculo como nos han hecho creer los que pregonan eso de la rueda de la fortuna.
Sigo jugando el juego. Cuando estoy en el parque central y debo subir a Guadalupe, para llegar a la casa, imagino que subo “la bajada”. Paso por el negocio donde hacen duplicados de llaves y miro cómo el aprendiz coloca la llave original y el duplicado en una máquina que va recortando los bordes de la nueva llave; luego paso por una tienda donde ofrecen comidas para llevar; más adelante está el patio de maniobras de los transportes de La Trinitaria, las personas suben a la combi, se sientan y revisan sus celulares mientras llega la hora de la salida; luego aparece el aroma de las quesadillas del Café Gloria. Todo esto lo hago mientras subo la “bajada” de Guadalupe. Paso por debajo de una jacaranda que suelta sus pétalos secos y forma una alfombra morada en la banqueta. Camino con precaución porque el piso se torna más resbaladizo aún. Vuelvo la mirada y veo que ya subí tres cuartas partes de la bajada. Todo fue muy sencillo. Fue así porque no subo subidas ni bajo bajadas. Yo hago lo contrario: Bajo subidas y subo bajadas.

Posdata: Nunca entendí bien a bien un piropo grosero que un albañil le hizo a una muchacha bonita que pasaba por la construcción: “Hey, mamita, ¡subí! Te voy a hacer venir”. Nunca le entendí porque parecía contravenir las leyes físicas.