miércoles, 20 de septiembre de 2017

UNA TARDE EN PARÍS




La tarde del domingo me quedé en casa. Me senté en el sofá y leí a Vila-Matas. Luego me paré y vi a través de la ventana las plantas que ha sembrado mi mamá y que, por la lluvia, están soberbias. Pensé que sería bueno ir a un museo. ¿A cuál ir? Me latía ir al Louvre, pero no. Decidí ir a un museo que no conociera. ¿Cuál? ¿El museo de la música, en el edificio que tiene la Filarmónica de París? ¿Por qué no? Fui a la cocina, partí una papausa que compré en el mercadito, en la mañana, y me senté frente a la computadora. Me bastó abrir el Google Maps y “entrar” a la avenida Jean Jaurés. La avenida es amplia, con banquetas anchas, sin ambulantes. La tarde era luminosa. “Caminando” con atención descubrí la entrada del edificio que alberga al museo. Logré entrar a cuatro salas de exhibición y una de conciertos. ¡Ah, qué bonita sala! Imaginé cómo se llena en tardes de concierto y la gente disfruta la música.
Caminé tranquilamente por las salas de exhibición, mientras comía la papausa que estaba dulce, muy fresca. Me sorprendió ver el orden y el cuidado con que están presentadas las colecciones en el museo. En los paneles vi pinturas colgadas con personajes que ejecutan algún instrumento, para dar contexto, y, en vitrinas con cristales transparentes, colecciones bien distribuidas de instrumentos musicales: trompetas por allá, toloches más acá; timbales y tambores africanos; pianos de cola, como si estuviesen en una sala de un palacio francés; arpas, flautas, violines y ¡una marimba! Sí, una marimba, solita, como si fuese una estrella especial. Casi casi escuché su sonido. Como estaba en la Ciudad de la Música, al lado de la sala de conciertos, escuché el sonido delicado de la marimba en manos de Límbano Vidal, interpretando alguna sonata de Bach; pero luego, un rato después la escuché en manos de la Perla Chiapaneca, interpretando un son y luego, ¡faltaba más!, a mitad del patio de una casa comiteca, debajo de un manteado, en un piso lleno de juncia fresca, reventándose la del Tacuatzín.
¡Ah, qué disfrute esa sensación de reconocimiento!, como si cuando estuve caminando por la Avenue Jean Jaurés me hubiese topado con un grupo de comitecos y estos al verme hubieran gritado ¡Cotz!, sólo como símbolo de identidad. ¡Una marimba en París!, bien podría ser el título de una novela, título que sería como esos títulos admirables que García Márquez acostumbraba poner a sus novelas. Apenas ayer me enteré que una novela inédita e inacabada de Gabo se llama “En agosto nos vemos”. ¡Ah!, es un título que abre ventanas, un título lleno de aire.
Conforme recorrí el museo pensé en la variedad de materiales que las personas emplean para construir instrumentos musicales. Pensé en que esa marimba (hecha de madera de hormiguillo) tiene en la parte baja de los cajones un pedazo de cera que cubre pequeños huecos y que, de igual manera, tiene una telilla que sacan del intestino de cerdo. No sé cuál es la función de la cera ni de la telilla de cuch, pero advierto la conjunción de diversos materiales, todo en aras de lograr un sonido vibrante. Pensé en los materiales que emplean los constructores de violines, de flautas, de tambores, de cornetas.
Busqué un par de piedras, porque Juan, cuando ya estaba medio bolo, levantaba dos piedritas y mientras Rodrigo tocaba la guitarra y los demás hacíamos el coro para cantar esa de: “Pueblo mío que estás en la colina, tendido como un viejo que…”, Juan, con sus manos, hacía chocar las piedritas y provocaba un sonido que engrandecía el ritmo y nos daba enjundia para cantar con más emotividad.
Salí emocionado del museo. Regresé por donde había caminado. La tarde seguía impecable, como si no hubiera pasado el tiempo. La gente caminaba tranquila, el tráfico fluía con precisión. No me topé con ningún vendedor ambulante. No sé cómo le hacen en París para mantener limpias y ordenadas sus avenidas. Debe ser porque allá no hay organizaciones sociales como las de acá; debe ser que allá la democracia no funciona de manera clientelar.
Salí del Google Maps, terminé de comer la papausa. Me levanté y fui a tirar las semillas al basurero de la cocina. Cuando regresé a la sala me acerqué al ventanal y miré las plantas que ha sembrado mi mamá. Pensé que, cuando menos, en casa hay orden, hay armonía. En la avenida de París lo que vi era una alfombra de hojas secas, de ahí en fuera, todo era muy limpio. Hasta los grafitis del paso a desnivel por donde caminé se veían llenos de luz.