miércoles, 13 de septiembre de 2017

UNA LECCIÓN DE KARLSSON




El escritor sueco Adam Karlsson da un ejemplo de cómo se escribe una novela. Dice que para cautivar a los lectores, el escritor debe elegir una escena que vaya en contra de lo que el lector imagina. Por ejemplo, dice, imagine que un hombre de camisa azul camina por un puente de esos que se ven en las películas norteamericanas, puente con tirantes, enorme. Los autos avanzan mientras el hombre de camisa azul camina por la lateral donde también caminan hombres y mujeres y niños, los niños con globos. Algunas mujeres, vestidas con pants y zapatillas de jugador, trotan, mientras abajo, el agua de mar pasa por debajo del puente. Algunos peatones se recargan en la baranda de protección y ven el mar. En el cielo algunas gaviotas vuelan, se suspenden en el cielo, parecieran mirar a los que caminan por el puente o conducen los autos que avanzan en velocidad moderada. Debajo del puente pasa una lancha conducida por un hombre que lleva una gorra blanca y un gazné también blanco. El hombre de camisa azul está decidido a suicidarse. Ha decidido hacerlo en el puente. No importa, dice Karlsson cuál es la razón que lo orilla a suicidarse. El lector supondrá que el suicida se matará arrojándose al mar, que, a mitad del puente, subirá a la barra de protección, se asirá de un cable y, mientras los peatones a su lado gritan ¡No, no lo haga!, y tratan de detenerlo, el suicida se arrojará al vacío hasta chocar, metros abajo, con el agua. El conductor de la lancha mirará una sombra en el cielo, se dará cuenta que algo ha caído desde la altura, creerá que es un costal, que alguien aventó un costal desde el puente, imaginará que en el costal va un cadáver. Avisará por teléfono a la guardia costera y parara el motor para esperar la llegada de la policía. Pero ¡no! El escritor ha decidido que el suicida no se arroje desde la baranda, porque eso sería narrar lo más obvio, lo que espera el lector. ¡No! El escritor ha colocado en la bolsa de la chamarra del hombre una pistola, una pistola calibre treinta y ocho. En este instante, el lector imagina la manera en que el hombre se suicidará. Por esto, el escritor debe cambiar la atención y decir que el suicida deja de caminar por la orilla, al lado de la baranda, y camina por el otro extremo, al lado de la autopista, al lado del flujo de los autos que avanzan. El suicida siente la corriente del aire cada vez que un auto pasa a su lado, piensa que sería tan fácil echar a correr en dirección contraria, en medio de los autos que avanzan. El automovilista que le tocara en suerte (en desgracia) toparse con el suicida frente a su auto frenaría de golpe, provocaría que los automovilistas que conducían tranquilamente detrás de él, escuchando música de jazz, no lograrían evitar el golpe contra el carro delantero, se impactarían. El suicida quedaría debajo del auto, porque ante el impacto volaría dos o tres metros adelante, pero el auto, por la inercia seguiría avanzando, marcando una huella de llantas en el derrapón y haría el alto total sobre el cuerpo del suicida que habría muerto a la hora que su cuerpo chocara contra el piso y su cabeza estallara. El escritor con esta digresión habrá enviado al lector por otro camino, porque el escritor regresará a narrar que el personaje toma la pistola, la lleva aprisionada en su mano derecha, aún dentro de la chamarra, espera un momento sublime para sacarla. El suicida se para frente a donde se dirige un hombre con chamarra de cuadros, de una edad aproximada de cincuenta años y lentes. Le pregunta: “Hermano, ¿usted es católico?”. El hombre de la chamarra duda, sonríe, dice que sí, que sí es católico y pregunta por qué. El suicida le pregunta si estaría dispuesto a hacer un acto de caridad en nombre de Dios. El hombre de los lentes se quita éstos y dice que por Dios estaría dispuesto a todo, lo ha dicho con tal seguridad que parece que estuviera en el templo respondiéndole al Papa. Entonces, el suicida sonríe, saca la pistola con calma y la ofrece al hombre, dice: “Entonces, ¡máteme, por el amor de Dios, máteme!”. El hombre de la chamarra se retira, como si hubiese visto al demonio, grita: “¡No, no!”. El suicida, como si ofreciera un caramelo a un niño, extiende la pistola al hombre y suplica: “¡Máteme, en nombre de Dios!”. Los peatones se retiran, gritan, alborotan, levantan los brazos, corren. Una patrulla pasa en ese momento. El agente que va en la ventanilla del copiloto observa el movimiento, ve que un hombre tiene una pistola, obliga a su compañero a detenerse, ambos bajan. El piloto se acuclilla sobre el cofre, levanta su arma con las dos manos y grita al suicida que tire el arma. El hombre de la chamarra se ha hincado frente al suicida y pide que no lo haga. El suicida insiste: “Máteme, por favor”. El otro policía corre, está a punto de alcanzar al suicida, de detenerlo, de quitarle la pistola, pero el suicida se vuelve hacia el guardia y, ya cegado, le extiende la pistola y pide: “Máteme, por el amor de Dios”. El otro guardia ve la escena, ve que el suicida trata de levantar la pistola para apuntar a su compañero y dispara. El tiro entra directo en la sien del suicida que, ante el impacto, cae muerto, al lado del hombre de la chamarra.
Karlsson dice que pocos lectores podrían, al principio, imaginar que así terminaría el suicida. El escritor debe darle una torcedura a la historia común.
¡Así se escribe una novela!