miércoles, 31 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY ESPACIOS LLENOS DE LODO
Querida Mariana: Se cuenta que hubo un pueblo que tenía un templo, una presidencia municipal, una escuela y una cantina. Los jerarcas de los dos primeros censuraban lo que sucedía en los dos últimos recintos. Desde el púlpito o el escritorio principal, el cura y el presidente hablaban del bajo promedio de aprendizaje por parte de los alumnos y del incremento de borrachos en el poblado. Los fieles, de ambas instituciones, estaban de acuerdo con la opinión de los jerarcas, y opinaban que debían hacer algo con urgencia.
Los niños estudiantes pasaban todos los días por la cantina, a la hora que salían de clase. Veían cómo los hombres empujaban con ambas manos la puerta abatible y desaparecían para volver a emerger, horas después, ya ebrios, extendiendo los brazos en intento de sostenerse en paredes invisibles. A las cinco de la tarde, hora en que los niños salían de la escuela, decenas de cuerpos estaban tirados en la banqueta de la cantina. Algunos alumnos, los más atrevidos, jugaban a brincar los cuerpos, como si éstos fuesen enormes piedras.
Una tarde, la noticia se desperdigó como agua desbocada: dos borrachos pelearon en el interior de la cantina, el motivo es irrelevante, lo notable fue que uno de ellos sacó un puñal e hirió al otro, haciéndole un agujero a mitad del estómago. El herido, en el instante que sintió la herida, en forma instintiva se llevó las manos al vientre y, titubeante, caminó hacia la salida. Incapaz de continuar caminando cayó a mitad de la calle empolvada. Los niños que salían de la escuela vieron toda la escena, vieron cuando el herido cayó, cuando el agresor corrió por el callejón para escapar. Uno de los niños brincó sobre el herido.
Al día siguiente, los jerarcas de la iglesia y de la presidencia censuraron el acto. Dijeron que los alumnos cada vez eran más irrespetuosos y que los ebrios, cada vez, cometían más excesos. Los fieles, de ambas instituciones, exigieron una solución inmediata a los problemas de la comunidad. Una señora, con chal y trenzas, se paró y dijo que hablaba en nombre de todos los padres de familia: Es una vergüenza, así lo dijo, que nuestros hijos tengan que ver espectáculos tan denigrantes. Todos aplaudieron. La autoridad estuvo de acuerdo y dijo que ella, a su vez, exigiría a la autoridad estatal un aumento en el presupuesto del municipio para evitar ese tipo de escenas deplorables.
La autoridad estatal aceptó la solicitud y amplió el presupuesto, mismo aumento que sirvió para que la autoridad municipal contratara a dos policías para que vigilaran que los ebrios de la cantina salieran por la puerta de atrás para evitar que los alumnos vieran escenas tan deshonrosas.
Posdata: Estoy seguro, querida Mariana, que te botaste de la risa al leer el final del textillo. Sí, coincido con vos. ¡Qué autoridad tan tonta, tan estúpida! Bueno, no vayás a pensar que esto sólo ocurre en la ficción. ¡No! En nuestro país, en nuestro estado y en nuestro municipio, hay pruebas de comportamientos similares. Las autoridades, en lugar de invertir en cultura, invierten en armamento para contrarrestar a los grupos delincuenciales. Muchos dirán que es lo lógico. ¿De verdad esto ayuda? Parece que no. A pesar de los recortes al sector cultura para pasarlos a las diversas secretarías de protección policial, los índices de delincuencia han aumentado. ¿Por qué? Ah, no me preguntés. No soy experto. Sólo sé que si esta nación hubiese invertido más en cultura hace treinta o cuarenta años otra juventud existiría ahora. Sólo eso sé.
martes, 30 de enero de 2018
HISTORIAS CONOCIDAS
Todo mundo conoce la historia del perro que, en Japón, acudía a la estación de tren a esperar a su amo. El amo ya había muerto, pero el perro no lo sabía. ¿Cómo un perro puede saber que un afecto ya no está, porque falleció? El perro se echaba, recargaba la cabeza sobre su pata delantera izquierda y veía hacia el frente, con esa mirada de niebla afectuosa y misteriosa que tienen todos los perros, como si vieran algo desde más atrás, desde una ventana indecible. Ahí se estaba hasta que el tren llegaba y al ver que su amo no había llegado pensaba: “Hoy no vino, será mañana” y así transcurrían los días. El perro jamás dejó de llegar, hasta que, viejo y cansado, él también murió. En Japón existe un monumento que es recordatorio permanente de esta relación de fidelidad.
De igual manera, todo mundo conoce la historia de Kalimán, el hombre increíble, el personaje de revistas ilustradas, que en los años sesenta y setenta hizo la delicia, cada semana, de millones de lectores. Kalimán era un personaje que recomendaba a su fiel asistente, que se llamaba Solín, que siempre tuviera “Serenidad y paciencia”, además, era un convencido de que “Quien domina la mente ¡domina todo!”. En Comitán fue famosa la serie radiofónica que trasmitía la XEUI, primera estación radiofónica comercial. Muchísimas personas fueron fieles escuchas de ese programa que se vanagloriaba de que la voz del personaje era la de él mismo: “En el papel de Kalimán, ¡el propio Kalimán!”. ¡Mentira! Luego medio mundo se enteró que la voz de Kalimán era la del actor Manuel Pelayo, que luego se hizo famoso con un programa de televisión que se llamaba: “Sube Pelayo, sube”, y que era un programa de concursos donde el conductor sobajaba a los participantes. Era un programa ingrato que contradecía la ideología del personaje al que le había prestado la voz, porque Kalimán nunca dominó su mente para dominar a los incautos, sino al contrario.
¿Alguien imaginó alguna vez que las dos historias se hicieran una sola? Sí, alguien la imaginó. En esta fotografía aparece un perro que se llama Kalimán. ¿Por qué su dueño lo bautizó con tal nombre? No lo sé. Imagino que don Noé, amo del perro, escuchó el programa radiofónico o leyó la revista de historietas y supo que dos valores fundamentales de la vida son la serenidad y la paciencia, por lo que bautizó con el nombre de Kalimán a su chucho. En esta fotografía, Kalimán, igual que su compañero japonés, realiza el mismo acto de fidelidad infinita, porque una tarde ingrata, su amo fue llevado al hospital, debido a un desvanecimiento ocasionado por un infarto. La etapa del hospital fue una etapa de desasosiego del animal. En la tarde salía de casa e iba al entronque de la carretera a esperar el camión. Movía la cola cuando veía que el camión se acercaba, pero se retiraba triste en el momento en que advertía que don Noé no bajaba. Sólo veía bajar a mujeres con canastos y hombres con cajas de herramientas, que volvían del trabajo diario.
El corazón de don Noé se cansó y ya no volvió a correr con la alegría que lo hizo durante más de ochenta años. Una tarde lo regresaron a su pueblo, pero ya en una carroza. Kalimán corría de un lado para otro, pero no alcanzaba a comprender. ¿En dónde estaba su amo? ¿Por qué no, como siempre, bajaba del auto y se ponía a jugar con él?
La fotografía es de la tarde que enterraron a su amo. Kalimán se retiró de la multitud que oraba frente a la tumba. El perro se echó al lado de la reja que luego sirvió para recibir las paletadas de cemento y cubrir el hueco en la tierra. Kalimán está en la misma posición del perro japonés, está en espera de que suceda el milagro, está con la cabeza sobre la pata, ve hacia la nada desde la nada, espera el prodigio para pararse de manos y abrazar al amo.
Esta historia se repite miles de veces todos los días en el mundo. Los perros esperan a sus amos ausentes. Los extrañan. ¿Cómo explicarle a una mascota que su amo no regresará porque ya falleció? ¿Cómo decir que la vida tiene ese lado ingrato que son huecos en el aire? ¿Cómo si los seres humanos no somos Kalimán y no tenemos la capacidad de dominar la mente? Porque si domináramos la mente, pudiéramos comunicarnos con los perros y con los gatos y con los canarios y con todas las mascotas que se quedan huérfanas cuando se revienta el hilo de luz.
Don Noé se fue. Kalimán quedó. Aún cree que su amo volverá. Cuando el autobús llega y no lo ve bajar, piensa: “Hoy no vino. Será mañana”. Mientras tanto se hace viejo.
Todo mundo conoce la historia del perro japonés que esperó a su amo, tarde tras tarde. Todo mundo conoce la historia de Kalimán, personaje de historieta que recomendaba paciencia y serenidad.
Hoy, algunos lectores conocen la historia de Kalimán, el perro increíble, que espera serena y pacientemente que una tarde de éstas don Noé baje del camión.
lunes, 29 de enero de 2018
MIENTRAS TODOS DUERMEN
Romeo me contó que Romina y él ya encontraron la fórmula para ser felices mientras duermen.
Ella, su amiga de toda la vida, se pone el pijama, arregla la almohada, se descalza de las pantuflas y se mete debajo de las colchas. Sobre la silla queda su ropa del día, su blusa, su pantalón y su sostén, sostén color crema, de seda.
Es prodigioso verla meterse a la cama. Sube todas las colchas hasta el cuello y se queda así, deteniendo las colchas con ambas manos, para que el calor de su cuerpo comience a calentar el interior. Le encanta sostener el peso de las sábanas, por eso es feliz en el frío de Comitán. Odia el calor, odia cubrirse sólo con una sábana.
Una vez que ya entró en calor, toma el atril especial del buró y lo coloca al frente, abre el libro en la página que lo dejó y vuelve a meter sus manos debajo de las colchas.
De la silla emana el aroma de su cuerpo, es un aroma muy sutil. Su ropa huele a ella, a Romina, al sudor de sol de todo el día. Ella es como un campo, como un bosque lleno de pinos paridores de juncia fresca.
Cuando el sueño comienza a entrar a su cuerpo, saca las manos, coloca el atril en el buró, deja el libro, apaga la luz y a Romeo le dice Buenas noches. Él sabe que ella se recostará sobre su lado izquierdo, la mano izquierda la llevará hacia donde descansan sus pechitos, breves, tiernos; y su mano derecha la colocará sobre su cadera. De esta forma soñará sueños limpios, bonitos. Sueños como el de la noche del catorce de enero en que soñó que caminaba por la orilla de un lago lleno de patos. Caminaba por un sendero de gravilla, sacaba granos de arroz de una bolsa y los echaba al agua. Los patos se arremolinaban y comían. Se había detenido por completo cuando vio, a mitad del sendero a un hombre sentado en una banca de fierro. ¡Cómo se parecía a su papá! Pero no podía ser, pensaba dentro del sueño, porque su papá murió hace más de cuatro años. Seguía aventando granos de arroz al lago, cuando escuchó su nombre. Era su papá que la llamaba. Ella corrió, abrazó a su papá, lo besó, se sintió feliz, pero no dejaba de preguntarle: “¿No estás muerto?”, y él negaba con la cabeza. Cuando Romina despertó estaba radiante. Al despertar contó su sueño. Dijo que su papá no había respondido cuando ella le preguntaba si no estaba muerto. Entonces Romeo le recordó que ella había oído su nombre, que él le había hablado. Dijo que sí y volvió a sonreír. Dijo que todo había parecido tan real, aún sentía el abrazo de su papá.
Cuando Romina se acuesta y apaga la luz, Romeo se sienta al lado de la silla donde está su ropa, para estar más cerca de su aroma. Le encanta oler su ropa, la concentración del aroma del día. Su sostén es de tela muy suave, huele muy bien.
Romina, humana después de todo, a veces también tiene pesadillas, pero esto sucede muy pocas veces. Porque ya descubrió que una pesadilla se da cuando se recuesta sobre su lado izquierdo, pero luego, agotada la posición, se da la vuelta y no llega a recostarse del todo sobre su lado derecho. La pesadilla se da cuando ella se queda un tantito con el frente hacia arriba, cuando su mano derecha reposa sobre el colchón y su mano izquierda abandona a sus pechitos. Entonces ¡la pesadilla aparece!, como la que tuvo la noche del dieciocho de abril de dos mil cuatro, cuando ella comenzó a soñar que estaba en un patio lleno de jaulas abiertas y en un árbol había un racimo de pájaros vivos que cantaban la canción Comitán. Era muy loco, pero era muy bello, dijo Romina, sentada en la cama, con la blusa desabotonada del pijama. Sus pechitos se movían acompasadamente en cada respiración. Pero, luego contó que el sueño bello se tornó en pesadilla, sin duda porque Romina cambió de posición y su brazo derecho cayó sobre el colchón y su cuerpo quedó sin recostarse completamente en el lado derecho. Romina caminaba por en medio de los árboles con las jaulas abiertas cuando detrás de un árbol asomó un perro con la fauces abiertas, babeantes. El perro gruñía y estaba a punto de lanzarse contra ella. Romina buscaba dónde protegerse, pero las jaulas estaban cerradas, ella era tan pequeña como un canario y buscaba entrar a alguna jaula, pero no podía. El perro se acercaba cada vez más y ella ya podía sentir la podredumbre de su huelgo. Ella gritaba, pensaba dónde estaban sus alas, pero comprobaba que tenía el tamaño de un canario, pero no era un ave; al contrario, tenía una cola como de lagartija. Gritaba. Gritaba. Por eso, Romeo se sentó en la orilla de la cama y la despertó. La abrazó. Ella lloraba. Él la consolaba.
Cuando amanece, Romina va a la cocina y prepara el desayuno. Romeo se sienta al lado del ventanal y escucha el sueño que ella le cuenta. Al terminar, Romeo va al cuarto, se pone el pijama y espera que Romina llegue para leerle un cuento (le gustan los cuentos de Fabio Morábito) y cuando le toca dormir a Romeo, Romina cuida que su sueño sea placentero, que al darse la vuelta no quede en posición en que las pesadillas aparecen. Así son felices. Ella duerme en la noche y él durante el día.
domingo, 28 de enero de 2018
DEL MEDALLERO OLÍMPICO
Digamos que el otro día hice algo medio bien, leí en voz alta ante una audiencia de más de cincuenta personas y no lo hice mal. Mi amigo Tony Guillén fue testigo y me hizo el siguiente elogio: “Si estuviera el padre Carlos habría dicho: No lo hizo tan mal este mi totozón”. Fue uno de los más grandes elogios que me han hecho. Tony fue mi compañero en la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz.
En efecto, el padre Carlos, cuando yo hacía algo de manera equivocada, sobre todo cuando pasaba al frente del salón y tatarateaba con la respuesta de qué había pasado en la Afrenta de Corpes, el padre decía: “¡Ah, no estudias, totozón!”
Totozón, pensaba, era una palabra que derivaba de tonto y huevón. Así que en muchas ocasiones escuché decir, en tono de enojo y de molestia: “Ah, el totozón de Molinari”.
Claro, no era el personaje exclusivo de tal puesta en escena. Muchos otros compas del salón también compartían conmigo tal honor. Pocos eran los que se salvaban: Los compas estudiosos que siempre obtenían diez en todas las materias.
Debo reconocer que siempre me sentí como integrante de la Selección Mexicana de Fútbol Soccer en Juegos Olímpicos, selección que nunca ha logrado encaramarse en el medallero olímpico. Y esto era así porque en la ceremonia de fin de cursos (que por lo regular se efectuaba en el Cine Comitán) nunca obtuve lo que hubiese sido algo glorioso: ¡Una medalla!
El acto casi final de la ceremonia era el de la entrega de medallas, medallas que el padre Carlos (director del Colegio Mariano N. Ruiz) encargaba a una compañía de la Ciudad de México. En una bandeja especial los maestros colocaban una serie de medallas que eran distribuidas, con toda la pompa necesaria, entre los mejores alumnos. Obtenían la medalla de honor (doradas, con su listón rojo o azul) los alumnos que habían demostrado una excelente conducta, quienes habían llegado puntualmente a todas las clases y quienes habían obtenido diez de promedio general. Obtener alguna medalla por mejor promedio o por buen comportamiento estaba descartado, pero, a veces, pensaba que, así, como de panzazo, podía aspirar a obtener la de puntualidad, pero nunca sucedió. Sentado en la butaca del cine, al lado de Ramiro, bromeábamos, pero ambos, en algún instante, nos poníamos serios imaginando que el maestro de ceremonias decía: “Y ahora solicitamos la presencia de Ramiro Suárez y de Alejandro Molinari, quienes se hicieron merecedores a la medalla de honor por…” ¿Por qué? Le buscábamos y por más intentos que hacíamos no existía algún motivo por el cual ser mencionados. En ese tiempo, y en todos, las instituciones educativas no entregaban medallas a los alumnos que se la pasaban distraídos, imaginando cosas. El maestro de ceremonias anunciaba que la medalla por mejor promedio la habían obtenido Marcolfo Guillén Flores y Carlos Conde Aguilar, y nuestros compañeros, vestidos con su uniforme de gala, caminaban satisfechos por el pasillo central del cine, subían por una escalinata de madera y llegaban ante la mesa de honor, lugar donde el padre Carlos tomaba una medalla y, con un ganchito, la prendía en el lado izquierdo del saco, momento en que todos los alumnos aplaudíamos como muestra de reconocimiento a la inteligencia y dedicación de Marcolfo y de Carlos. Todos los padres de familia también aplaudían generosamente, mientras se escuchaban fanfarrias en el escenario. Cuando salíamos a la calle, ya en el sol de la una y media de la tarde, sol que nos obligaba a entrecerrar tantito los ojos, Carlos, como si fuese un almirante, llevaba el pecho lleno de medallas. Íbamos al parque central a dar vueltas, y muchas personas, desde las bancas, veían a Carlos y hacían comentarios elogiosos.
¿Y los totozones? Los totozones sólo recibíamos reclamos y provocábamos enojos. ¿Qué sucedió en la Afrenta de Corpes? Afrenta era lo que el padre Carlos nos hacía al preguntarnos eso en pleno lunes. Otra cosa hubiese sido si preguntara: ¿Qué películas mexicanas vieron en la matiné del domingo? Entonces yo no habría sido totozón, porque daría con precisión los títulos y podría realizar una reseña de la película de “Tarzán y el niño de la jungla”.
Por eso, cuando Tony me felicitó la otra tarde, porque había hecho algo medio bien y dijo que el padre podía haber dicho: “No lo hizo tan mal este mi totozón”, sentí algo como un piquete en el pecho, y es que Tony, con sus palabras generosas, me otorgó una corcholata de latón que me puse en el pecho. ¡Claro que sí!
Egresamos de la educación secundaria hace más de cuarenta y ocho años. Cualquiera podría pensar que ya es demasiado tarde para reconocimientos, pero pienso en lo que dice la sentencia popular: “Nunca es tarde, cuando la dicha es buena”.
Ahora pienso que abandoné el grupo de integrantes de la Selección de Fútbol Soccer Olímpico y estoy en la relación de aquellos que están en el limbo y pueden, más temprano que tarde, abandonar de manera definitiva el club de los totozones, porque pertenecer a este club no representa honor alguno.
Por el momento, ya estudié y sé qué sucedió en la Afrenta de Corpes.
sábado, 27 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, CON UNIFORME DE GALA
Con un abrazo respetuoso para la familia González Ruiz,
por la ausencia física de doña María Elena.
Querida Mariana: Cada época tiene su gracia y su desgracia. Quienes, en su juventud, vivieron los años sesenta en Comitán alaban, por ejemplo, la bondad de su clima templado, pero lamentan el olvido en que estaba inmersa la ciudad con respecto al centro del país. Comitán estaba muy lejos de la Ciudad de México, tanto en distancia física como en distancia tecnológica. Los jóvenes de hoy no creen que los autobuses de la Cristóbal Colón que viajaban a México no tenían sanitarios. ¡Cómo!, se sorprenden. ¿Entonces, dónde? Sí, los camiones no tenían sanitarios. Al viajero que “le andaba” tenía que esperarse a llegar a una estación de servicio para hacer lo que tenía que hacer y cuando la urgencia era caso de vida o muerte, el viajero caminaba por el pasillo, deteniéndose con ambas manos y pedía, ¡por favor!, al chofer que se “orillara a la orilla” para buscar un arbolito que disimulara la urgencia.
Ahora, con la novedad del Calentamiento Global, hay días que tenemos un calor tan agobiante como el de Tuxtla, y un frío tan congelante como el de San Cristóbal. Pero, en compensación, la distancia tecnológica ya no es tan grande. Ahora, los autobuses tienen sanitarios, se hace menos horas a la Ciudad de México y, gracias al Internet, cuatro quintas partes de Comitán tienen acceso al mundo. Ahora, cualquiera que tenga un lector de libros digitales puede descargar un libro inconseguible en formato impreso. Antes, ¡ay, Dios padre!, la única biblioteca pública que estaba en la presidencia municipal tenía un acervo limitadísimo y la única librería (la Proveedora Cultural) también era muy limitada en su oferta. A veces, cuando no encuentro un libro impreso en las librerías de acá (la Proveedora, Lalilu y Porrúa) lo solicito por Internet a la librería Gandhi, de la Ciudad de México, y tres días después lo tengo en la puerta de mi casa. ¡Es admirable!
Hemos ganado y hemos perdido. Hemos perdido valores que lamentamos, pero hemos ganado en amplitud de miras. Tengo una sobrina que estudia su maestría, en una universidad de gran prestigio (el Tec de Monterrey) y lo hace en línea. ¡Nunca imaginamos esta posibilidad en los años setenta! Desde su casa, en Comitán, cursa un posgrado. ¡Qué bendición!
Digo que hemos ganado y hemos perdido. Parece que es la relación biunívoca que define la vida. El compa que anda soltero tiene toda la libertad del mundo, cuando entra en una relación interpersonal pierde esa supuesta libertad y asume compromisos, ante la pérdida de la libertad sin concesiones gana la posibilidad de compartir los instantes con la persona amada; es decir, ante una pérdida también aparece una ganancia. Ya los viejos sabios nos han dicho que, a veces, se gana perdiendo.
¿Por qué digo esto? Porque el otro día, en casa de mi amigo Víctor González, vi una fotografía que me hizo reflexionar en las pérdidas y ganancias de Comitán, a través de los años. Si ves la foto no advertirás más que lo evidente: Son dos niños que portan uniformes. Pero no son uniformes comunes y corrientes. Los dos niños están preparados para asistir al desfile del dieciséis de septiembre. Los dos niños portan el uniforme de gala de la Escuela Primaria Fray Matías de Córdova. En los años sesenta, la mayoría de escuelas de la ciudad participaba en esos desfiles y tal celebración era todo un acontecimiento local. Las personas sacaban sillas a la banqueta y se sentaban a esperar el paso de los contingentes. Igual que ahora, sólo que en aquel tiempo había más responsabilidad en los grupos de escolares, porque los maestros tenían más enraizado el valor del civismo, valor que ahora está casi ausente. Como los maestros actuales están acostumbrados a realizar marchas para reclamar derechos laborales y para inconformarse contra la Reforma Educativa y caminan todos desguachipados por las calles, los alumnos hacen lo mismo en los desfiles. En los años sesenta (y antes) la forma era diferente. Quien conoció al maestro Roberto Bonifaz, maestro de educación física, de la Escuela Secundaria y Preparatoria, sabe que él era un modelo de disciplina. Los alumnos de aquel tiempo se sentían orgullosos de participar en los desfiles y marchaban con gran marcialidad. La gente disfrutaba el paso del contingente escolar que marchaba con orgullo militar. Recuerdo que la tía Engracia, desde el balcón de su casa, ubicó a su sobrino Melchor y levantó la mano para saludarlo, para que “viera que lo estaba viendo”. Melchor, en cumplimiento de las indicaciones del maestro, ignoró el saludo. La tía agregó la voz al saludo manual: “Hijo, acá estoy”. Esto provocó hilaridad entre las personas que estaban por ahí y causó un enrojecimiento en el rostro de Melchor, quien siguió con la mirada al frente, con el braceo perfecto. La tía se molestó, porque pensó que el sobrino la ignoraba a propósito. Así que, ya molesta, gritó: “Cabrón, te estoy hablando”. Las personas disfrutaron con carcajadas la insistencia de la tía. Uno de los maldosos (de los que nunca falta) le echó más leña al fuego: “Hey, vos, hacele caso a la señora”. Más risas. Melchor, rojo de la vergüenza y del coraje, pedía a Dios que el contingente avanzara pronto para que ya pasara esa aduana ingrata. No sé qué pasó con Melchor a la hora que llegó a su casa. No sé si la tía le recriminó con coraje o Melchor encaró a la tía para explicarle el valor de la marcialidad. No sé si el maestro se dio cuenta de tal suceso y, al final, felicitó a su alumno por su aplicación. Lo que sí sé es que si Melchor hubiera hecho caso al saludo de la tía y el maestro lo hubiese cachado, no le habría ido muy bien en la calificación final. La disciplina era un valor esencial en los colegios del Comitán de antes. El maestro marchaba con marcialidad, los alumnos debían hacer lo mismo. Ahora los maestros marchan como si caminaran en el parque un día de domingo, los alumnos hacen lo mismo. ¡El colmo! En el último desfile presencié a un alumno que “marchaba” mientras veía su celular, iba tan embebido en la pantalla que pisó al compañero que iba delante y le quitó el zapato, lo que provocó un ligero altercado. ¡Ay, Señor, ya los hubiera querido ver en tiempos del maestro Bonifaz! En un desfile actual, los alumnos y maestros no marchan, caminan y lo hacen de manera desganada, pidiendo a Dios que todo acabe para ir a tomar un café o una cerveza.
Acá, en esta fotografía, están Víctor y Martha, con el uniforme de gala de la Matías de Córdova. Ella, con vestido y chaleco de color verde y calcetas y guantes de color blanco. ¿Él? Con corbata, polainas y casco de color verde. Este uniforme, querida mía, era la apoteosis, los espectadores aplaudían y se emocionaban cuando los muchachitos de la Matías desfilaban ante ellos, porque, a la hora de pasar frente al balcón central de la presidencia municipal, el maestro ordenaba: “¡Saludar, ya!” y todos los niños desenfundaban la espada de madera y la presentaban en señal de respeto, porque además de disciplinados, los niños de aquel tiempo, éramos respetuosos. Los espectadores aplaudían y los niños que marchaban se sentían orgullosos. Porque (disculpá que yo sea tan encajoso), los niños de aquel tiempo nos sentíamos orgullosos de formar parte de nuestra escuela. ¿Hoy? Ya no veo el mismo orgullo.
Las escuelas de aquel tiempo tenían un uniforme de gala para actos especiales. Recuerdo con emoción los uniformes de gala de la Secundaria y Preparatoria, la del Colegio Regina, la del Colegio Mariano N. Ruiz y, por supuesto, de la Matías de Córdova. El día del desfile, no sé cómo le hacían los maestros y los padres de familia de la Matías, pero conseguían ramas de laurel y las enredaban en los cascos de los alumnos. ¿Hoy? Ah, pues, seamos serios. Hoy, te lo juro, he visto escuelas cuyos alumnos desfilan con la playera de su escuela y con pantalones de mezclilla. Sí, con mezclilla, como si fueran el Molinari con su horma de todos los días. ¡Uf, qué pena!
La pulcritud la perdimos, perdimos las lecciones básicas de civismo. Esto, no puede ser de otra manera, es reflejo de la sociedad fracturada en que vivimos. Las propias autoridades municipales han desvirtuado el sentido del protocolo cívico. El presidente municipal no siempre encabeza el homenaje a la bandera de los lunes en el parque central, y los subalternos platican o responden mensajes por el celular a la hora que el Himno a Chiapas suena a todo lo que da en bocinas destempladas.
Posdata: Perdimos y ganamos. Yo nunca fui afecto a los desfiles. Me parece que son manifestación de nacionalismos obtusos. Cuando veo una fotografía de macro desfiles de potencias, como Rusia o China, siento que algo está mal, que esa muestra de poderío militar es mal presagio para la tranquilidad del mundo. Pero, recuerdo a mis amigos de la Matías desfilando frente al balcón central del palacio y saludando con la espada de madera y pienso que eso era un juego simpático, un juego que los alumnos jugaban con todo el orden del mundo, porque así deben jugarse todos los juegos, todos los juegos de la vida. Perdimos y ganamos.
viernes, 26 de enero de 2018
EL NIÑO QUE SOY
Pensé que el ejercicio sería sencillo. Se trataba de colocar una fotografía como fondo en la pantalla de la computadora. Una fotografía donde soy niño. ¿Cuatro o cinco años? No lo sé con precisión. Hice lo necesario y, ¡eureka!, la fotografía quedó en la pantalla.
Ahora, cada vez que prendo este chunche aparece la foto. ¿Por qué elegí esta foto? Muchos amigos colocan fotos de paisajes polares, de alguna calle de Comitán, de la Torre Eiffel o de sus hijos y nietos. Hay otros que no personalizan sus computadoras, las dejan con la imagen que traen de fábrica.
La personalicé. Ahora, cada vez que prendo este chunche, mi niño me queda viendo, así con la cara de “temblor de agua” que mostró aquella mañana de hace más de cincuenta años. Me queda viendo fijamente. Su mirada está en la línea de horizonte de la mía. Debo confesar que me provoca un cierto escozor esa mirada niña. Casi puedo escuchar que dice: “¿Qué has hecho de mí?”, como si, en tono de reclamo, dijera: “Te pedí que me cuidaras muy bien, que no me abandonaras, que no permitieras que me contaminaran”. Y me lo dice desde su mutismo, así, con la mano izquierda adentro del pantalón. Casi puedo advertir que esa manita sostiene algo, tal vez un dulce.
Mi niño es un niño formal. No muestra el arrojo de los otros niños cuyas fotografías los muestran con lodo en la cara y con los pantalones manchados en las rodillas por tanto juego, por andar metiéndose en el agua de la Ciénega, en busca de culebras.
Mi niño tiene el suéter abotonado hasta arriba, no está desguachipado. Sé que mi mamá me cuidaba mucho. La indicación a la sirvienta era: “Que no ande descalzo por el piso. Que no juegue en el lodo. Que no se trepe a los árboles. Que no se quite el suéter. Que no le toque el aire. Que no lo vean los de afuera. Que sólo coma en casa. Que no le dé el sol. Que no se moje.”
Ahora mi niño me ve todas las mañanas. Me ve desde la distancia de más de cincuenta y cinco años y me pide que no olvide su recomendación de cuidarlo mucho, de tener bien cimentado el puente que nos une a los dos en los extremos más afectuosos que existen. Me lo dice, con sus ojitos de arena fina; me lo dice mientras juega con el dulce en la mano.
Quisiera decirle que he tratado de cuidarlo, de protegerlo. Quisiera decirle que trato de entregarle buenas cuentas. Que hubo un tiempo que salí de casa y me puse a jugar juegos comunitarios, jugué juegos que no me correspondían.
Cuando debí estar con él, sólo con él, lo abandoné y le fue infiel.
Quisiera decirle que, a veces, sus manitas se mancharon de lodo porque, ebrio, caí a media calle; decirle que tengo una cicatriz en la barbilla, porque, tomado, choqué contra una pared; decirle que he perdido dos botones de ese suéter, pero que lo remendé con hilos que robé del tejido que hace su mami. Su pelo ya es escaso, ya perdió los dientes y ahora usa prótesis dental, por eso es que ya no puede comer quiebramuelas, que tanto le gustaban.
Quisiera decirle que un día regresé al sitio y, al verlo solo, lo llamé, lo abracé y prometí ya jamás volver a ignorarlo.
Quisiera contarle que hoy, en la tarde, en el Museo de la Ciudad, su ciudad, habrá un reconocimiento al juego que ahora juega, que es el más hermoso juego solitario: el de escritor. Hoy, niño mío, te llevaré de la mano y todo será como antes, como cuando la sirvienta, en el sitio de la casa, colocaba un petate sobre la tierra y vos te hincabas y hacías carreteritas y jugabas carritos y luego te levantabas para lavarte las manos y corrías al comedor donde, en la mesa, ya estaba humeando la taza de chocolate y comías un tamal de hoja.
Sí, mi niño. Sigo jugando por vos, con vos, desde vos. Todo es como cuando tenías cinco años.
NOTA PARA AMIGOS LECTORES QUE LLEGARON A ESTA LÍNEA: Hoy, a las 6 de la tarde, en el Museo de la Ciudad, de Comitán, se realizará un reconocimiento al juego literario llamado ARENILLA. Será muy emotivo contar con su complicidad. Los espero. Gracias.
miércoles, 24 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, CON MENEAITO
Querida Mariana: ¡Y nada! Ahí tenés que iba caminando con rumbo al Teatro de la Ciudad. Iba para saludar al maestro Oscarito y me detuve en la esquina para ver si venían carros y recordé que una vez el maestro me contó que andaba en las mismas y se detuvo en la esquina cuando un ex alumno que venía en un auto le cedió el paso y le dijo, sonriente: “Sería para mí un honor atropellar al gran escritor Óscar Bonifaz”. Dice el maestro que cuando oyó eso reculó y regresó su pie a la banqueta y dijo: “No, gracias, mejor espero a que pasés”. Y en cuanto recordé eso, cosa de segundos, escuché la voz del General, saliendo de una bocina colocada en la entrada de “Melody”, la tienda que vende ropa. Y entonces recordé que el mismo maestro me contó un chiste del general, pero no el de Panamá, sino el de Chiapas, y reí; y cuando iba a dar el paso, porque no venía carro, escuché al general, el de Panamá, cantando esa del “Meneaito” y reculé, reculé porque sentí feo caminar con ese ritmo, casi casi como decía mi tía Elena que, en la Ciudad de México, cuando abrían las puertas de la Comercial Mexicana, justo a las ocho, el gerente maldoso, ponía en las bocinas “La marcha de Zacatecas” y ella, con el carrito de las compras, se sentía infame, porque ahí iba entre los pasillos, al paso de esa tuba inclemente que marcaba ¡uno, dos, uno, dos! Y cuando escuché lo del mentado meneaito, que es tan pegajoso, recordé a Julia y el día que estuvimos en Chiapa de Corzo, cuando me dijo que ella había tenido éxito con todos sus hombres, porque lo meneaba muy bien, y me dijo que la clave del éxito era eso en la vida y señaló a la mujer que sobaqueaba el pozol y luego al turista que, en medio de carcajadas, recibía la lección de parte de una chiapacorceña de cómo mover la jícara, para que el pozol se fuera integrando al “caldito”, y luego me dijo que volteara a ver a una muchacha, con vestido entallado, que caminaba cerca de los framboyanes y yo, asombrado, iluminado, miré cómo meneaba su culito, ardiente, sudado, y luego fuimos al parque y en la Fuente miramos cómo el agua se movía de un lado para otro con el soplido del aire caliente y ella, Julia, metió la mano en el agua y comenzó a jugarla ahí dentro y yo vi cómo era el meneaito de la mano, como si su mano fuera un barco y éste se moviera a ritmo sobre la piel del agua. Y luego ella, Julia, me dijo que viera a los niños que corrían por el parque y yo, lo juro, vi (tal vez por primera vez con conciencia) cómo ellos tenían el meneaito injertado en sus cuerpos, y entonces recordé lo que Paco me contó cuando fue por primera vez a Cuba y vio a los niños jugando en el patio de la escuela. Paco me dijo que las niñas y los niños cubanos movían su cuerpo con tal gracia que parecía que una mano divina moviera las alas de sus sueños y entonces, igual que Julia, Paco dijo que los cubanos poseían el meneaito sagrado. Y me acordé de esto, cuando estaba frente al teatro, porque un aironazo que llegaba desde la Ciénega me movió tantito, y cuando miré que una señora trataba de bajar su vestido porque el viento andaba de impertinente, supe que también el aire tiene el don del meneíto.
Cuando escuché el final de la canción del General pasé casi corriendo la calle y llegué al Teatro de la Ciudad. ¿Está el maestro Oscarito? Y me dijeron que sí y pasé a saludarlo a su oficina, donde miré un retrato de María Félix y supe que ella sedujo al flaco de oro, Agustín Lara, gracias a su meneaito.
Posdata: Me gustan los patos, me gusta verlos en la orilla del estanque, ver cómo, a la hora que caminan, mueven sus colas de acá para allá, de allá para acá. A veces voy al parque, me siento en una banca y miro a las patitas que caminan frente a mí, moviendo sus colitas de acá para allá, en un sensacional meneíto.
martes, 23 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UNA LUZ LLAMADA POLONIA
Querida Mariana: No recuerdo haber conocido a un polaco. Tengo amigos alemanes, argentinos, gringos, chapines y españoles, pero no tengo amigos polacos. La única referencia que tengo en mi juventud de Polonia son dos hechos: uno trágico y el otro banal. Lo trágico fue lo que estudié en el libro de Historia, en la preparatoria, que refería el momento en que las tropas alemanas invadieron aquel país. No sé por qué pienso que la invasión es la peor afrenta que puede recibir un ser humano: Me provoca coraje saber que un fulano invadió la privacidad de otro o enterarme, por ejemplo, que tropas de los Estados Unidos de Norteamérica invadieron Panamá. La invasión de Alemania a Polonia fue el polvorín que provocó la Segunda Guerra Mundial, conflicto que arrojó millones de muertos.
El otro hecho que registra mi memoria es uno banal. En la misma época que estudié lo de la invasión alemana, Rosalino tenía la costumbre de decir que fulano de tal (estudiante de la secundaria) era polaco. ¿Polaco?, preguntaba uno y él respondía: “Sí, ¡polaco! Le gusta que le den po-la-co-la.” Eso era tonto, el chiste era bobo, pero todo mundo lo festejaba.
Pasaría mucho tiempo para que conociera a una gran poeta polaca: Szymborska. Un crítico literario dice que su poesía “revela lo insólito en aquello que parece ordinario y rechaza la altisonancia retórica”, lo que dicho en cristiano es que leer su obra es como tomar un vaso de agua cristalina.
Resulta que el otro día hallé en la librería “Lalilu” un libro de la poeta polaca que se llama “Prosas reunidas” y que es la reunión de reseñas que Szymborska escribió en distintos medios. Compré el libro y hallé que es inspirador.
Lo que el lector concluye, a primera vista, es que la poeta leía de todo. Recuerdo que, el también excelso poeta, Óscar Oliva, recomienda a los jóvenes que acuden a sus talleres de creación a que se interesen por todo, que lean de todo. En este libro, la Szymborska apoya esa idea. El creador debe estar atento a todo lo que acontece frente a sus ojos.
La poeta polaca hace breves reseñas de libros leídos, con una gran inteligencia. Se aleja de la reseña clásica porque su pasión es abrir más ventanas. En ocasiones, el libro leído sólo le sirve de pretexto para introducir más aire.
En uno de los textos, con el título de “Nerviosismo”, habla de cómo conoció a otro gran poeta: Milosz. Dice la Szymborska que, en 1945, acudió a un recital de poesía y escuchó a Milosz leer su poesía. Cuenta que se dijo a sí misma: “Ahí tienes a la auténtica poesía y a un poeta de verdad.”
La poeta polaca conoció a su paisano en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial. Yo, gracias a ella, conocí al poeta polaco en 2018, en la antesala de tiempos violentos para el mundo. Y digo que lo conocí porque en cuanto terminé de leer la reseña entré al Internet y busqué poemas de Milosz y hallé lo que ella me puso frente a los ojos: una luz que deslumbra pero no ciega.
Si nunca has leído algo de Milosz te invito a hacerlo. Sé que vos, igual que yo, igual que millones de lectores, admirás la obra poética de la Szymborska. Si te acercás a la obra de su paisano, sé que también la amarás. Sólo los “poetas de verdad” son capaces de decir lo siguiente (copio los cuatro versos finales del poema que se llama “Dedicatoria”): “Se solía esparcir millo o alpiste sobre las tumbas, / para alimentar a los muertos que volvían disfrazados de pájaros. / Aquí os dejo este libro, a vosotros quienes alguna vez vivisteis, / para que nunca más volváis.”
Para tener el sentido completo del poema debés leerlo íntegro, saciar tu sed con esa agua limpia. A veces es bueno subirse al Everest y desde ahí mirar las nubes. La lectura de estos grandes poetas polacos es como subir a esa cima.
Posdata: No tengo amigos de Alaska, pero sí tengo amigos polacos, y ¡qué amigos!
lunes, 22 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE MUESTRA UN PASADO EN BLANCO Y NEGRO
Querida Mariana: Rosaura es una excelente fotógrafa. En tiempos que el color es la consigna, ella prefiere el blanco y negro.
Es que ella, igual que yo, viene de ese mundo, de un mundo en el que en el Cine Comitán veíamos películas en blanco y negro del Santo y de Tarzán; de un mundo en el que cuando llegó la televisión al pueblo, la imagen, de igual modo, fue en blanco y negro.
Bueno, con decirte que los libros en los que estudiamos los conocimientos de la primaria eran a dos tintas: blanco y negro, no como ahora que son en selección de color.
La Secretaría de Educación, a nivel federal, tiene un archivo en Internet donde están todos los libros, desde el tiempo en que un presidente tuvo la genial ocurrencia de hacer los libros de texto gratuitos. Genial y perversa, porque los contenidos, obvio, son a conveniencia del poder en turno.
El otro día entré a la página y hallé los libros que tuve en la primaria. Pucha, ¡fue un baño de memoria, en blanco y negro! La imagen que te envío es de un libro de primer grado. Entiendo que los ejercicios son avanzados, casi al final del curso. En ese momento, el maestro Óscar (que era de Tuxtla) ya nos enseñó a leer y a escribir. A mí me encantaba leer revistas de cómics y también me encantaba escribir y también dibujar, colorear. En primaria, ya dije que no me gustaba la matemática. Era fastidioso tratar de descubrir la solución al problema de la niña que iba al mercado y compraba dos manzanas, dos peras y dos perones. ¿Cuántas frutas había comprado? Romeo, que era un malcriado decía: “Dos manzanas, más dos peras, más dos perones, son mis huevos que están pelones.”
La lectura era una actividad bella, lo mismo resultaba con la escritura, lo mismo con el dibujo.
En ocasiones el maestro decía que sacáramos el cuaderno y copiáramos el dibujo del soldado que venía en el libro. Era un momento bello, tan bello que el salón, en penumbra permanente y con humedades en las paredes, se iluminaba.
A veces, el maestro Óscar nos decía que sacáramos la cajita de lápices de colores e ilumináramos la página del libro. Todos los niños colocábamos los doce lápices en filita y elegíamos los colores: rosa para la cara, verde para el uniforme, café para los ojos y para el quepí, azul para la corbata, amarillo para el escudo. ¿Por qué elegíamos el color rosa para pintar los rostros? Mariano, que era moreno, pintaba las caras de café.
¿Mirás la ventaja del blanco y negro? Podíamos iluminar las imágenes como quisiéramos, un poco como si dijéramos que podíamos iluminar nuestro mundo al gusto. Ahora, entiendo, esta actividad no pueden realizarla los niños que cursan el primer grado de primaria. ¿Algo les falta? Yo digo que sí. No sé bien, pero digo que sí.
Si en mis manos estuviera este rebumbio de la Reforma Educativa yo propondría que los libros de lectura trajeran ilustraciones en blanco y negro para que los niños iluminaran las imágenes. Propondría que un espacio lo dejaran en blanco para que con un lápiz negro dibujaran el animalito que falta.
¿Mirás qué bonito juego el de la página izquierda? La oración dice: Las focas pueden nadar. Nosotros debíamos elegir: Sí o no. Romeo, quien además de malcriado era muy imaginativo, llevaba el juego a otro peldaño y nos preguntaba si los focos nadaban. Nosotros reíamos. Luis decía que no, porque se fundían con el agua. Jugábamos un juego en bellísimo blanco y negro.
¿Mirás qué bonito el juego de la página derecha? Había que elegir el dibujo que coincidiera con la palabra. Acá buscábamos las más fáciles, las obvias, y dejábamos para el final las difíciles. Por ejemplo, ¿qué podíamos saber a qué se refería la palabra género? En cambio, la cinco de gendarme era muy fácil, asimismo la de ángel o la de gis y la de gente. Pero, muchos dudábamos con la ocho y la cuatro. ¿Cuál de las dos flores era el girasol? ¿Mirás la diez? Gemelos era el nombre de los prismáticos. Qué nombre tan juguetón. “Prestame tus gemelos para que vea”. Qué simpático. Al final descubríamos que la palabra género nombraba el rollo de tela. Pucha. ¿Quién llegaba a la tienda a pedir un metro de género azul?
Posdata: El mundo que viví era en glorioso blanco y negro. Es el mismo que Rosaura elije en estos tiempos de colores vibrantes.
La visión del libro que estudié en el primer grado me catapultó al patio de la escuela. Miré a mis maestros, a mis compañeros. Escuché el griterío de los niños a la hora del recreo y miré a la niña que me gustaba. Sentí el sol en mi piel y la canción del aire, confundida con los gritos que afuera nacían de las bocas de las mujeres que cargaban canastos sobre sus cabezas: “¿Mercasté chayotíos?”.
sábado, 20 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, CON RINCÓN BLANDO
Querida Mariana: Hay lugares inolvidables. Recuerdo, en mi casa de infancia, tres gradas que llevaban a una habitación. Me sentaba en esas gradas y leía la revista de monitos que mi papá había comprado en la Proveedora Cultural. Me sentaba ahí los sábados y domingos, en la mañana, cuando el sol era como una mano afectuosa. Recuerdo ese espacio como un espacio blando, delicado. Ahí me sentía dentro de una burbuja de aire tibio.
Ricardo me contó que, de todos los espacios de su casa, adora un rincón del jardín donde tiene sembrada una buganvilia. Ahí dispone una mesita con una bebida y se sienta a leer. Dice que esa es la imagen que sintetiza la felicidad. Quienes conocieron al famoso escritor Julio Cortázar cuentan que él tenía un cuarto en su departamento, cuarto en el que se encerraba a jugar, a crear, a tocar la trompeta. Mi abuela Esperanza era una hormiguita, andaba de arriba para abajo en la casa, en los pasillos, en la cocina, en el comedor, en el patio, regando las flores, plantando begonias, trepando sobre una silla para cortar granadas, pero su espacio especial era el oratorio. Dos veces al día entraba, una vez en la mañana y otra en la tarde, prendía una veladora, se hincaba en el reclinatorio con tapiz rojo y, de una bolsa de plástico, toda ajada, sacaba un bonche de hojas que tenían oraciones para todos los santos y vírgenes y para todas las ocasiones. Ahí se pasaba mucho tiempo. Cuando salía, yo la veía bañada en una luz espléndida, como si en ese cuarto hubiese sucedido una transformación. Pero ahora que Ricardo cuenta que el espacio de la buganvilia le da felicidad, pienso que yo también, en esas gradas, me llenaba de una luz especial. ¡Era mi lugar favorito!
El otro día, una hija de doña Chusita, la señora que vende chinculguajes en el mercado primero de mayo, me dijo que cuando va a casa de su mamá (la hija vive en Comitán), sus hijos comienzan a correr por todo el campo. Dijo: “Haga usted de cuenta que es como cuando se sueltan los chivitos que se ponen a dar brincos por todo el campo”. Ahora no se dan cuenta, pero cuando sean grandes, estos niños, tal vez, recordarán como su lugar favorito el sitio de la casa de la abuela, allá en Quijá.
Una mañana, el escultor Luis Aguilar (quien estaba de vacaciones) me mandó un inbox invitándome a vernos a las siete de la mañana (le encanta caminar en el friecillo de Comitán). Nos veríamos al lado de su escultura “Sitio marcado”. Dijo que daríamos una vuelta al parque y luego iríamos al mercado primero de mayo a tomar un atol de granillo o un jocoatol. El itinerario era casi sencillo y abarcaba apenas doscientos o trescientos metros. Esto en el plano físico, porque en el plano espiritual significaba un recorrido tan intenso como el que realizan los españoles cuando recorren el Camino de Santiago. Cuando estábamos en el puesto de los atoles, vimos la pericia de la mujer al pasar el atol de la olla al vaso. A la hora que el vaso estuvo lleno, la muchacha de sonrisa suave levantó la mano y suspendió la caída. Fue un instante sublime, el mismo (pensé) cuando Dios hizo el último movimiento de la creación; el mismo (dijo Luis) que hace el escultor cuando quita el último fragmento de mármol al rostro perfecto de la pieza. Salimos a la calle, sentimos la púa del viento frío de la Ciénega, pero, como estábamos en estado de gracia, nuestro espíritu estaba lleno de calor.
En ese mismo lugar, el puesto de atol de granillo y jocoatol, me topé con Alfredo Gordillo Zamora, amigo de la prepatoria, en los años setenta. Él radica en la Ciudad de México y estaba de vacaciones en Comitán. Alfredo, después de darnos un abrazo, me dijo: “No sabés lo que significa para mí el abrazo de todos ustedes” y cuando me lo dijo vi que su rostro se llenaba de energía, la energía que había recibido de todos sus amigos y familiares y de las esencias de su pueblo. No se lo dije, pero podía decirle que sí sabía lo que eso significaba, porque él ya recibía el vaso de atol de granillo y lo llevaba a su boca y ponía la cara de cristal del niño feliz. Yo también, de igual manera, cuando radicaba en Puebla, en una ocasión vine de vacaciones a Comitán, y después de ir a dejar flores a la tumba de mi padre, lo primero que hice al llegar a mi pueblo, fue ir al mercado Primero de Mayo, pararme frente a ese puesto y pedir un vaso de jocoatol. Cuando probé el primer sorbo sentí que ahí, también, estaba uno de mis sitios favoritos; es decir, el sitio especial está donde están las esencias fundamentales de la vida.
Estoy seguro que vos, igual que yo, tenés un sitio donde te sentís más a gusto que en cualquier otra parte. ¿Cuál es? Armando, quien es un romántico empedernido, tenía una frase que usaba cada vez que pretendía a una muchacha bonita: “Vos sos mi lugar favorito”. ¿Cómo lo mirás? Pues más de dos cayeron redonditas. Habrá que admitir que era un piropo sensacional: Vos sos mi lugar favorito, como si dijera que ella era el sitio perfecto, el espacio donde Armando se sentía más a gusto, como si ahí corriera el aire más limpio, el agua más transparente.
¿Cuál es ahora mi lugar predilecto? Cuando viví en Puebla viví a gusto, pero cuando me sentaba en una banca del zócalo miraba el cielo y extrañaba el mío, el comiteco. Una tarde alcé la vista y pedí a Dios que me permitiera volver a mi lugar y ¡me fue concedido! Regresé a Comitán y supe que mi lugar favorito era este pueblo, con sus calles, con sus parques, con sus balcones y (como dijera el clásico) “con sus subidas y bajadas y su viento de la chingada”.
Mi regreso a Comitán fue como volver a sentarme en esas tres gradas donde recibía el solecito de la mañana, donde leía una revista de monitos, que bien podía ser Kalimán, Memín Pinguín o Los Supersabios. Ya tiene diez años que regresé. Debo confesar que poco a poco mi lugar predilecto se ha ido reduciendo. Las tres gradas ya se volvieron dos, porque Comitán ya no es el lugar seguro que dejé. Todos mis amigos se quejan de la inseguridad, del problema de las organizaciones, de la carencia de agua entubada, de la suciedad. ¿De la suciedad? Sí, en los años noventa, muchos turistas alababan la limpieza de la ciudad, muchos amigos aseguraban que caminaban por las calles del centro y no encontraban una sola basura. ¿Ahora? Comitán es un pueblo sucio. Muchas personas tienen la fea costumbre de tirar la basura a la calle y las propias autoridades propician que la imagen se llene de polvo. ¿Cómo es posible que el encargado de la limpieza tenga establecido un horario de recolección de basura que permite montañas de basura en el centro, en la tarde y en la mañana? La otra tarde tomé una fotografía donde decenas de bolsas y cajas de cartón estaban colocadas en la base de la escultura de Luis Aguilar. ¿Era algo conceptual? ¡No! Era una falta de respeto, decenas de bocas acartonadas vomitaban basura en pleno centro. Y esto, ¡qué pena!, es una imagen recurrente. Muchas personas de Comitán se topan a cada rato con montículos pestilentes frente al templo de Santo Domingo. ¿Cómo es posible que la autoridad, en lugar de vigilar la imagen del pueblo, le agregue toneladas de basura a nuestro pueblo mágico? ¿No puede el encargado de la limpieza establecer un horario donde tal cochinero no perjudique la imagen y salud del pueblo?
No obstante, Comitán sigue siendo mi lugar favorito. No importa que mi espacio cada vez sea más reducido, no importa que mis horarios sean restringidos. Porque hubo un tiempo, en los años setenta, tiempo en que compartí salón con Alfredo Gordillo Zamora, que caminé con toda tranquilidad las calles de Comitán a las doce de la noche. Hubo un tiempo que las casas de mis amigos también fueron mis casas, bastaba empujar la puerta para entrar al cuarto del amigo y echarle un poco de agua porque seguía acostado en su cama. ¿Hoy? Hoy, las casas de mis amigos tienen paredes altísimas, están coronadas con gusanos de alambre de púas, sus puertas siempre están cerradas, por lo que es preciso tocar el timbre y esperar que los dueños observen a través de las cámaras de vigilancia.
He contado que, de niño, el parque central fue mi patio de juegos, porque mi casa estaba a media cuadra. Mi papá rentaba una casa de cuatro corredores, propiedad de la familia Esponda. Pedía permiso para ir al parque y mi mamá llamaba a Víctor, el hijo de la sirvienta, para que me acompañara. Caminaba al lado de Víctor y cuando llegaba al parque comenzaba a correr, un poco como dijo la señora de Quijá: como si fuera un chivito al que lo hubieran soltado en el campo.
Posdata: El puesto de venta de jocoatol del mercado Primero de Mayo y el parque central siguen siendo dos de mis lugares favoritos. Del primero nada digo, sólo admiro el movimiento de la mujer a la hora que sirve el atol. Lo que sí lamento es que ahora los vecinos del parque central saquen su basura y la amontonen en el lugar donde está la escultura emblemática de Luis Aguilar o frente al templo de Santo Domingo; lamento que el piso del parque esté lleno de hoyancos y la autoridad no haga algo para solucionar tal problema; lamento que las vendedoras de empanadas y taquitos, frente al 500 noches, tengan el piso todo sucio y resbaloso. Lo lamento, porque con eso, cada vez de forma más intensa, los comitecos nos quedamos sin los lugares que daban armonía a nuestro espíritu.
viernes, 19 de enero de 2018
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA
El punto de atención de la fotografía es el dron. Acá hay muchos elementos, pero parecen diluirse ante ese objeto que, como mosca panteonera (de esas enormes), está suspendido frente a los dos muchachos y que llama la atención total de la mujer y del niño. A la mujer y al niño les llama la atención de tal manera que, literal, están con la boca abierta. El niño que comía algo dejó de hacerlo y señaló al objeto, dijo algo como: “Mirá, mamá, mirá”, y quedó callado porque no supo cómo definir eso que se define como “Vehículo aéreo no tripulado”.
Yo, como el niño y como la mujer, la primera vez que vi un dron quedé con la boca abierta. Aquel dron, igual que éste, llevaba una cámara integrada. Aquella vez bajé hasta el Cedro, para ver al grupo de comparsas que se preparaba para participar en la entrada de flores en honor a San Caralampio. Mi atención estaba puesta en el entorno: los disfrazados, los diablitos con sus matracas, los indígenas que cargaban atados de cohetes y de flores, los borrachos que estaban recargados en las paredes y, obnubilados, señalaban lo que pasaba frente a ellos. Mi atención, de igual manera que los demás espectadores, se centró en la bulla que emergió como una flor ruidosa: un grupo de caballerangos venía cabalgando sobre caballos flacos. Todos los jinetes llevaban cervezas en las manos y tenían sus rostros cubiertos con máscaras grotescas. Una niña que estaba abrazada por su papá comenzó a llorar. La mamá lo urgió a retirarse. Alcancé a oír lo que la mujer dijo: “Esto es un carnaval. Es una ofensa al padre Lampito”. Se retiraron. Su lugar pronto fue cubierto por dos mujeres que, ellas sí, aplaudieron el paso de los jinetes ya borrachos. Fue en ese instante cuando vi el dron. Como un pterodáctilo contemporáneo volaba por encima de los jinetes, iba y venía con una precisión que me sorprendió. Descubrí que en la panza del chunche volador iba una cámara que registraba los hechos de esa entrada de flores. Pensé qué lejos estaban los tiempos en que Franz Bloom llegó a Comitán y grabó un festejo similar, con cámaras pesadísimas y en rollos blanco y negro. Una vez que mi sorpresa amainó busqué con afán al hombre o mujer que controlaba el aparatejo. Más que el prodigio del vuelo llamó mi atención la idea de observar qué hacia el controlador para hacer que el chunche se desplazara con tal exactitud. El dron se elevaba, bajaba en caída libre y antes de chocar contra el piso volvía a levantarse. ¿Qué mano lograba tal rigor?
Pensé en ese momento que me equivocaba de cabo a rabo: En lugar de apreciar la entrada de flores estaba perdiendo mi tiempo en una búsqueda equivocada. Pensé que por ver un árbol dejaba olvidado el bosque maravilloso que se abría como flor frente a mis ojos. Como si moviera mis manos frente a mis ojos para espantar la mosca gigante enfoqué mi visión en otro lugar, uno donde un grupo de personas caminaba detrás de una camioneta con redila que llevaba una marimba y un par de ejecutantes. Dos personas cargaban en una parihuela la imagen del santo llena de flores frescas.
El dron del parque era más pequeño. Imaginé el tamaño de la cámara. Pensé en el milagro japonés electrónico que realiza miniaturas sorprendentes. Acá no había más que el dron. Así lo atestiguan las miradas de la mujer y del niño. Lo que está alrededor son elementos cotidianos: las carpas que afean el parque, las parejas que, sentados en los bordes de las jardineras, formulan futuros conjuntos. La tarde estaba gris, pero el dron parecía ser un foco de luz que llamaba la atención de todos los peatones y de quienes estábamos sentados por ahí.
Acá el dron está suspendido en el aire, pero el muchacho del tutz en el cabello lo controla con un aparato minúsculo también. El controlador, de igual manera que el anónimo e incógnito de la entrada de flores, lo elevaba, lo conducía a la izquierda, a la derecha, de nuevo hacia abajo en caída libre. ¡Que se detenga!, ordenaba con su mano y el aparato lo obedecía tal como acá se observa. Acá, el dron está suspendido en el aire frente a ellos, espera la orden para levantar el vuelo y hacer las tomas sorprendentes que ahora se logran con estas cámaras.
Los dos muchachos están con la boca cerrada, porque para ellos el prodigio del dron se ha vuelto cotidiano. Las miradas de la mujer y del niño son de antología. Quede acá para documentar cómo hay dos mundos que, de vez en vez, se dan la mano.
Yo, igual que la mujer y el niño, quedé con la boca abierta la vez primera que vi un dron. Igual que ellos abrí la boca la tarde del parque. Pido a todos los dioses que siga siendo así cada vez que vea un dron. Pido que nunca olvide que el prodigio de la vida está en el asombro ante lo cotidiano.
jueves, 18 de enero de 2018
DEFINICIÓN DE BICICLETA
Rosaura dice que el inventor de la bicicleta se equivocó, debió, en el momento que Henry Ford inventó el auto, patentar las calles de las ciudades a fin de que éstas fueran de uso exclusivo de los ciclistas. ¿Imaginan un mundo en donde la bicicleta fuera la reina de los vehículos? Bueno, cuentan los viajeros que en Europa existen ciudades donde casi casi se cumple tal ideal.
La bicicleta es ahijada de la carreta, por la discreción de sus piezas. El auto es engreído; en cambio, la bicicleta es modesta.
A veces pienso en las piezas que conforman la bicicleta y las piezas que lleva un auto. Este último es complejo en su diseño. Siempre que pienso en la bicicleta pienso en el cuadro, en el sillín, en el manubrio, en los pedales, en los frenos, en la cadena y en las llantas. ¿Verdad que es un vehículo sencillo? Claro, si uno piensa en el patín del diablo éste es más simple aún, pero, por lo mismo, se puede afirmar que el vehículo del justo medio es la bicicleta.
Cuando la niña se sube a una bicicleta por primera vez, el papá la acompaña, el papá, con una mano, sostiene el aparato e impulsa a la niña que pedalee y conserve “el equilibrio”. ¿Ven qué maravilla de imagen? ¿Observan qué prodigio de lección?
Nunca más, dicha niña tendrá ese privilegio. Un día, ya adolescente subirá a un automóvil y aprenderá a manejar. El papá podrá acompañarla, podrá enseñarle los movimientos para cambiar velocidad, pero nunca le dirá que conserve el equilibrio. Jamás. Aprender a manejar un auto no tiene la magia que sí posee el aprendizaje de la bicicleta.
Una mañana luminosa la niña conserva el equilibrio sobre la bicicleta, el papá entonces, corriendo a su lado, le dice: “Pedalea, pedalea”, como si le dijese: “No te detengas”. Este es el segundo instante supremo, el momento en que la vida toma el verdadero sentido.
Sólo por curiosidad, ¿algún día han tomado el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española y leído lo que dice respecto a bicicleta? ¿No? Bueno, acá está la definición: “Vehículo de dos ruedas, normalmente de igual tamaño, cuyos pedales trasmiten el movimiento a la rueda trasera por medio de un plato, un piñón y una cadena”. ¡Qué pobre definición! Nunca menciona el equilibrio, concepto esencial para caminar con paso firme en la vida.
¿Por qué el diccionario no menciona ese prodigio de chunche que era la dinamo, chunche que, gracias al pedaleo, generaba energía para iluminar la lámpara de noche? ¿Por qué no dice que los seres humanos tenemos una dinamo y gracias al movimiento constante podemos iluminar nuestro espíritu? Las definiciones de diccionario siempre son mezquinas y alejadas de la esencia. Olvidan que los objetos no son simples objetos, olvidan que una bicicleta es mucho más que un vehículo. Una bicicleta es el mecanismo por el cual los padres, los verdaderos padres comprometidos, dan a sus hijos la lección más importante de la vida: Conservar el equilibrio, siempre, siempre.
Rosaura dice que el automóvil es como un dinosaurio y la bicicleta es como una garza. ¿Quién imagina ir de un lado a otro en un dinosaurio?
miércoles, 17 de enero de 2018
UN SOLO CAMINO
Soy escaso en amistades. Por esto, tal vez, cuando en los años setenta conocí a Julio Cortázar me volví su incondicional. No recuerdo qué fue lo primero que leí de Julio, tal vez fue un cuento o “Rayuela”. Lo que puedo asegurar es que me sedujo, fue amor a primera vista. Me enamoré de su obra creativa y comencé a seguirlo con tal afán que llegó el momento que sólo leía libros de él, como si el mundo no fuera más que su continente y su agua.
En una ocasión, Rafa señaló el libro que llevaba debajo de la axila y dijo que no era bueno lo que hacía. Me dijo que nos sentáramos en esa banca del parque donde estaba sentado un señor que leía un libro de José Emilio Pacheco (eso lo vi de reojo), y me dijo que, por su experiencia lectora, recomendaba que diversificara mis lecturas y puso ante mí una hoja con diversas sugerencias literarias. En la lista estaban García Márquez, Chejov, Poe, Mann y varios más. Recuerdo que sólo una mujer aparecía, la Yourcenar.
Como si fuera un padre recomendando a su hijo eremita regresar al buen camino, me exhortó a que tuviera más amigos literarios, que no era bueno tener una sola idea del mundo. Preguntó: ¿Qué le sucede a un hombre que sólo ve el mundo a través de una ventana? Cuando vio mi cara de puerta cerrada, se echó a reír y dijo que, cuando menos, el hombre debía ir a la otra ventana de la cocina para tener una visión diferente y agregó, ya encarrilado, que lo ideal era que ese hombre no sólo viera el mundo a través de la ventana sino que saliera a la calle, que caminara hasta la esquina, que oliera los aromas del mercado y de las carnicerías, que subiera a un tren y que llegara a otros pueblos, a la playa y que ahí trepara a un barco y que… Yo lo escuchaba con atención y en cada palabra yo asentía, convencido de lo que me estaba diciendo. Otro amigo, Quique, me había enseñado antes que la esencia de la vida está en el misterio que se abre a la hora que salimos a la aventura.
Rafa me habló como diez o quince minutos, de manera apasionada. Cuando terminó, acezando, como si hubiese corrido los cuatrocientos metros planos, me preguntó cuál era mi comentario. Le dije que, de manera honesta, consideraba que su boca (como decimos en Comitán) estaba llena de razón. Le dije que de vez en vez leía a otros autores, pero que deseaba (en ese momento) convertirme casi casi en experto de la obra Cortazariana, obra que me tenía fascinado. Y entonces le dije que era como una relación amorosa, donde estaba dispuesto a serle fiel y le pregunté si él en alguna ocasión había estado con una chica que llenara todas sus expectativas y que por lo tanto no necesitaba más compañía. Sí, dijo él (y vi que sus ojos se iluminaron como si fueran gotas de lluvia matutina), hace como dos años, contó, se llamaba Elisa y ella era todo mi mundo, no había nada más que ella. Aproveché su emoción y dije: “Bueno, pues hacé de cuenta que Julio es mi Elisa”. No dijo más. Nos paramos y fuimos a tomar un refresco en un restaurante al aire libre.
En realidad le hice caso a Rafa. Poco a poco, conforme crecí (en años y en apertura de mente) busqué a más autores. Entendí que mi oficio (el de lector comprometido) me obligaba (sin obligación) a leer lo que nuevos autores proponían. Mi universo se ensanchó, pero no se crea que dejé de lado a Cortázar.
Ahora, en muchas ocasiones, mientras leo a autores noveles los dejo tantito en el buró y tomo un libro de Cortázar, porque éste me hace mucha falta, porque, además, reconozco que sus abrazos no tienen comparación. Los abrazos de los otros son tan escasos, tan esmirriados, tan agua de alcantarilla. Muchos escritores son escasos en talento y en imaginación, elementos estos que rebosan en la obra de Julito.
Siempre, a la hora que abro un libro de Cortázar, recuerdo que muchos críticos literarios lo señalan como uno de los mejores cuentistas del siglo XX, así que para qué gastar pólvora en zanates si puedo volar en las alas de un cóndor.
¿Y qué pasó con Elisa?, le pregunté a Rafa. Me dejó, dijo. Ya no me explicó por qué, pero pensé que muchas Elisas del mundo son así, infieles.
Siempre vuelvo a Cortázar, le soy fiel, él es mi Elisa infinita, mi Elisa, mi E lisa.
martes, 16 de enero de 2018
DE UN ÁRBOL A OTRO
Una vez soñé con ser crítico de cine. Pensé que era la mejor profesión del mundo. Vería películas todo el día. Iría a muestras y festivales en todo el mundo. Estos viajes tendrían incluido un plus: conocer a los grandes actores y actrices. ¡Ah, el glamur de Hollywood!
Años más tarde supe que también había otra profesión fascinante: la de crítico literario. Este oficio permitía leer mucho y acudir a ferias en todo el mundo. Estos viajes tendrían incluido el plus de conocer a los grandes escritores.
Supe entonces que la grandeza del primero estaba fincada en el trabajo de los segundos; es decir, la existencia del cine (del buen cine, por supuesto) tenía su cimiento en la existencia del guion literario.
El oficio del crítico de cine, como el del crítico literario, tenía como destino la palabra.
El crítico de cine hace todo lo que mencioné y, al final, se sienta frente a la computadora y escribe. Lo mismo hace el crítico literario: al final ¡escribe!
La palabra es la esencia de estas profesiones maravillosas, la palabra es el agua que sacia al sediento.
No hay película excelente sin un excelente guion. Cuando veo una entrevista a determinada diva, a veces escucho que ella comenta que se enamoró del guion en cuanto lo tuvo en la mano. Con ello está diciendo que el escritor logró seducirla de tal manera con su historia que descolgó el teléfono, llamó al director y dijo que le encantaría trabajar en su película.
Esto me llevó a pensar que el oficio más bello del mundo era el de escritor. Aunque en la realidad real el mundo no lo aprecie así, porque son más los millones y millones de espectadores que asisten al cine, que los millones que son lectores. La imagen se impone sobre la palabra; y sin embargo, la imagen inteligente de los grandes directores del cine sería nada sin el sustento de la palabra.
En la Biblia leemos que “En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Con esto queda dicho todo. Si el cine fuera más importante que la literatura, la Biblia hubiese dicho: “Y en el principio era la Imagen…”
Soñaba con ser crítico de cine o crítico literario. Veía a mi alrededor al albañil bajo el sol, al químico en la penumbra, veía a los médicos levantándose en la madrugada por una emergencia; los veía llenos de mezcla, de excremento expuesto al microscopio, llenos de sangre. Los veía y pensaba que eran oficios ingratos. Me encantaba pensar que viviría (ganaría dinero) viendo películas o leyendo libros, todo el día, todo el día.
En la Ciudad de México, en los años setenta, compraba el periódico deportivo “Esto”. No lo compraba para ver si las Chivas le habían ganado al Cruz Azul. ¡No! Compraba el “Esto” para leer la columna de Tomás Pérez Turrent, quien era un destacado crítico cinematográfico.
Luego, pasé a comprar revistas literarias y una tarde me topé con el nombre de Harold Bloom, considerado uno de los más grandes críticos literarios del mundo. Pasé, entonces, a buscar libros del tal Bloom y hallé lo que ya intuía: La literatura estaba por encima del cine. Mientras el cine era un mar inmenso, la literatura era apenas un cacho del universo. ¿Cómo era posible que un simple pedazo de universo dominara a la totalidad del mar? Supe que la literatura era como un iceberg, que mantiene oculta la mayor parte de su cuerpo (corpus).
Ahora, después de tantos sueños, advierto que llegué a los sesenta años sin cumplir ninguno de ambos. No vivo de la crítica literaria ni de la crítica cinematográfica. No obstante, sí soy (con mucho orgullo y gran satisfacción) un buen cinéfilo y un buen lector; es decir, ejerzo el oficio sin ser oficiante, sin pasar al siguiente peldaño, el que había soñado de joven. Veo cine y leo muchos libros, pero no voy a festivales, ni hago reseñas, ni por asomo conozco a los grandes directores, actores, actrices o escritores.
Ahora pienso que la maravilla del cine y de la literatura es que sus dones llegan a mí con la misma tranquilidad con que llega el sol a mi ventana. Sin necesidad de salir a casa tengo lo mejor de ambos mundos: ¡la palabra! Porque, sin la palabra no habría cine ni habría la alfombra roja ni habría el protocolo de los premios que tanto seducen a los espectadores de las pantallas televisivas.
Tomás Pérez Turrent y Harold Bloom fueron como lazarillos en el instante que era como un ciego. Desde entonces muchos ríos se han secado, pero mi parcela se humedece ya de manera autónoma. Pero, ¿qué habría sido el camino sin ellos, sin su palabra?
lunes, 15 de enero de 2018
UN NAVEGANTE
Cerca de Comitán hay un poblado que se llama La Trinitaria. Es un lugar bello, donde el tiempo tiene la belleza del colibrí pero camina como una tortuga. Antes, el poblado se llamaba Zapaluta, era un nombre más auténtico, con herencia de siglos.
Pues bien, la gente de ese pueblo debe conocer muy bien al personaje que aparece en la fotografía. ¿Cómo se llama el encargado del cuidado de un templo? ¿Se sigue llamando sacristán? Si la respuesta es afirmativa, entonces este personaje es el sacristán de la casa del Padre Eterno, divinidad católica que es reverenciada en aquel lugar.
El día que fui al templo vi que, mientras los fieles prendían velas y veladoras y rezaban al Padre Eterno, el vigía del templo, con un trapeador, limpiaba los pasillos. Cuando terminó de trapear, tomó un cuchillo y fue hasta una base donde los fieles colocan velas y comenzó a quitar la cera derretida. Yo me apresuré a ver la forma que la cera había formado, era un dibujo maravilloso. Él quitaba la capa para que no se fuera haciendo más grande. Yo pensé que si la dejara se sentiría mal, porque parte de su labor es mantener limpia la base para que hombres y mujeres prendan sus velas. Pero pensé que sería bello que, cuando menos en una ocasión, dejara que la cera derretida se fuera haciendo como una montaña y luego un grupo de niños, comandados por Luis Aguilar, nuestro excelso escultor, comenzaran a jugar a hacer una escultura usando palitos, método que sería conocido en todo el mundo como el de “La cera encontrada”.
Pero no, no puede ser posible. A este templo no llegan niños a jugar a hacer esculturas de cera (sería maravilloso, pero no es así). A este lugar llegan personas a agradecer favores celestiales, llegan (contritos) a pedir ayuda para la siembra, para la siembra en los campos y en los corazones.
El día que fui al templo y vi al sacristán haciendo su oficio, de manera seria y responsable, vi a muchos fieles que, hincados o de pie, oraban en voz baja, como si fueran pajaritos recién nacidos y pidieran su alimento. Los vi abriendo los brazos pidiendo las bendiciones, tratando de apresar el milagro a través del aire.
Y pregunto si aún se llaman sacristanes los que se encargan de cuidar los templos, los que barren y trapean. ¿Se siguen llamando sacristanes los que suben al campanario a las cinco y media de la mañana o a las seis y media de la tarde, para dar el primer repique a misa? Tal vez sí, el nombre continúa vigente.
Es simpático saber que la labor del sacristán, por lo regular, es realizada por hombres. Nunca he visto a una mujer trepada en la torre dándole vuelo al badajo de la campana. Pero digo que es simpático porque, de manera automática, la esposa del sacristán es nombrada sacristana, de acuerdo con lo que el diccionario expresa. ¿Verdad que es simpático? Parece que es de los pocos oficios del mundo en el que se reconoce la complicidad de la esposa (claro, en el caso de que exista). Jamás la mujer del carpintero es la carpintera, ni la esposa del herrero es la herrera, ni la esposa del escultor es la escultora (claro, a menos que la mujer realice el mismo oficio que el hombre).
¿Cómo se llama este hombre que, a diario, se encarga de cuidar el templo de La Trinitaria? ¿Cómo le dicen?
Hace tiempo que no voy a templos en Comitán. Cuando fui niño (y fui acólito) el sacristán del templo de Santo Domingo era don Abelardo, un hombre simpático, que vivía por la escuela Fray Matías de Córdova. Su esposa, doña Chayito, nunca lo supo, pero ella fue la sacristana de Comitán, por el hecho de ser mujer de don Abelardo.
La mañana que fui al templo de La Trinitaria vi al sacristán, cubierto con una chamarra de jerga para evitar el frío. Vi cómo con las dos manos tomaba el palo del trapeador y hubo un instante que lo vi como si ese palo fuera un remo y él estuviera remando, a mitad de la nave del templo, sobre una nave más pequeña, más endeble. Vi al hombre como si estuviera arriba de un cayuco y navegara por el río tranquilo de la vida. Porque, en La Trinitaria el agua del tiempo fluye de manera tranquila.
¿Cómo se llama este navegante infinito?
sábado, 13 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, CON RECONSTRUCCIÓN DE NUBES
Querida Mariana: Mi amigo Víctor Manuel González me dio copia de esta fotografía que conserva en una gaveta del escritorio. Me dijo que compartía conmigo un pedazo de su memoria. Agradecí el gesto y le pregunté si podía, a mi vez, compartir con vos esta fotografía. Cuando supo que la compartiría con vos me dijo que sí y agregó que nos invitaba, cualquier tarde, a ir a su casa a tomar un café. Dijo que le daría mucho gusto conocerte. Va, pues, comparto con vos la foto y te paso al costo la invitación. Ya vos dirás.
Acá aparece él al lado de una amiga, Lupita Guillén Velasco. La foto data, más o menos, de 1974. Y esta foto es proverbial, porque los muestra a ellos, sonrientes, felices, dando cara al futuro; además de que es un testimonio de cómo vestían los jóvenes en aquellos felices años setenta; y, por último, aparece un fondo ya inexistente en el Comitán actual. Acá se ve un lugar muy frecuentado en ese tiempo: “Nevelandia”, que era un lugar donde los comitecos llegaban a tomar un café, un refresco, un helado o a jugar dominó.
¿Ya viste el cabello de Víctor? Sí, cabello largo. Y esta melena está moderada, había compas que usaban la cabellera más larga. Recuerdo, entre mis compañeros de prepa, a varios con el cabello larguísimo, que requería (me contaban) cuidados especiales para que no se viera todo lleno de cebo y grasiento. Me cuentan que (como ahora los metrosexuales) destinaban tiempo especial para cuidar el cabello y destinaban paga para comprar champús y fijadores. Una vez te conté que un amigo peluquero se quejó conmigo porque su chamba había mermado, ¡cómo no!, si medio mundo andaba con el cabello hasta los hombros.
El pantalón de Víctor va en la cadera, así era la moda (con esto, los fabricantes de ropa se ahorraban la tela que le agregaban a las piernas). Si te fijás bien, en la parte baja del pantalón existe un engrosamiento de tela. Eran las famosas ¡campanas! Todo mundo usaba pantalones acampanados. Aquí habrá que decir que Víctor tenía la campana más pequeña y Lupita la tenía más grande (estoy hablando de los pantalones). ¿Ya viste cómo el pantalón de Lupita es amplísimo en la parte de abajo? ¡Ah!, era maravilloso ver caminar a las compañeras, ver cómo esas amplitudes iban abriéndose paso entre el aire, cómo (si el pantalón estaba muy largo) trapeaban el piso.
Víctor y Lupita están en el parque central de Comitán, en el parque viejo, que fue derruido para dar paso al parque ampliado con el que la ciudad cuenta actualmente. La foto fue tomada después del mediodía. Tal vez, digo sólo que tal vez, después de la fotografía, los dos amigos se sentaron en alguna de esas bancas que están detrás de ellos, que eran bancas de granito con los respaldos de madera. Ya te conté que algunas de estas bancas aún se conservan en el atrio del templo de Quijá. Una tarde fui con una amiga de aquellos tiempos y jugamos a que estábamos en el parque central y mirábamos el edificio de “Nevelandia” y de otra cafetería que estaba a diez o veinte pasos, que se llamaba “La Pantera Rosa”, y veinte pasos más allá “El café Intermezzo”.
Con esta fotografía no hay necesidad de imaginar mucho (bueno, tal vez algo), porque es como un fragmento bellísimo de ese rompecabezas mental que juntos construimos. Víctor, cuando me dio copia de la fotografía, me dijo: “Te comparto un pedazo de mi memoria”, y esta memoria, a final de cuentas, es un pedazo de la memoria colectiva, porque (insisto) el piso del parque central (que era de losetas hechas en los talleres comitecos) nos recuerda la dignidad con que los comitecos paseaban por su parque. Los domingos (ya lo hemos platicado) los muchachos daban vueltas al parque (doña Tony Carboney, dice que ahí se daban “quemones”, que era la técnica seductora de entonces, donde un muchacho veía a una muchacha y sonreía, como diciendo: “No me caés mal, es más, si te acercás capaz que digo que acepto tu invitación para ir a tomar un refresco”.) Si mirás con atención verás que el parque tiene un piso pulcro (lo que más se jodía eran las reglas de madera de las bancas, porque cuando llovía se humedecían de más). ¿Cómo está ahora el piso de nuestro parque? Sí, está feísimo, todo lleno de hoyancos, chiquitos, medianos y tamaño caguama. Es una pena constatar que no hemos avanzado en orden y en desarrollo. ¿Cómo es posible constatar que los comitecos vivíamos en una ciudad más digna en el pasado? El piso de aquel parque estaba parejito, bonito, pues.
En el lugar donde están parados estos amigos, ahí mero se reunía una multitud para presenciar el Concurso de Aficionados, que organizaba la radio XEUI, que fue la primera radio comercial del pueblo. ¿Ya viste cómo al lado de la puerta donde dice Billares hay otra más angosta que dice XEUI? La puerta donde dice Billares conducía al salón que estaba al fondo del local, que era muy grande; y la puerta donde dice XEUI tenía una escalinata para llegar al segundo piso donde estaba la estación de radio. Se alcanza a ver las letras grandes arriba del pasillo exterior. ¿Si mirás que en ese pasillo hay una puerta, aparte de dos ventanales que iluminaban el salón? Bueno, pues esa puerta era la que daba acceso al pasillo exterior. En este pasillo, colocaban una campana que servía para indicar al participante que su voz estaba muy desentonada, que estaba cantando medio fiero, así que estaba descalificado. El juez que tocaba la campana (quien se supone era experto en música) siempre salía con una capucha, para que los eliminados no fueran a identificarlo y se desquitaran después. Recordá que en tiempos de la inquisición y de la guillotina francesa, los verdugos también usaban capucha para evitar represalias.
Ese Concurso de Aficionados fue un éxito setentero en Comitán. Cuando se realizaba se llenaba de personas el parque, personas dispuestas a pasársela bien, tanto con los pochorocos que eran desentonadísimos, como con los que cantaban tan bien como Lucha Villa o como Pedro Infante. Sin duda, que en este 2018 deben andar por ahí algunos comitecos que participaron en ese maravilloso concurso que alegraba las tardes y noches de un pueblo en el que no había más diversión que el cine. Además, el espectáculo era gratuito.
Si seguís mirando con atención, verás que hay compas que están recargados sobre la pared de “Nevelandia” o parados en la entrada de los billares, o sentados en el acceso para la estación de radio. Esto es algo característico de todos los pueblos. Ellos están viviendo (en la contemplación) la vida que se desenvuelve ante sus ojos. El compa que está recargado en el amplio ventanal de la cafetería, sin duda, vio quién bajó de ese vochito que está estacionado; vio el grupo de muchachos de la preparatoria que entró a jugar billar; vio a la muchacha que se sentó en una banca del parque y esperó a su novio; vio el momento en que Víctor y su amiga Lupita se pararon en el parque y sonrieron y esperaron que el fotógrafo (algún amigo de ellos, sin duda) tomara esta fotografía que ahora es, como Víctor me dijo, una parte de la memoria de nuestro pueblo.
La fotografía es el mejor testimonio de la vida, es el que más se acerca a la verdad, es como la sonrisa del rostro del tiempo. Acá están Víctor y Lupita viendo hacia el futuro, así siguen, lo sé, pero esta fotografía nos permitió, desde acá, donde estamos, ver hacia el pasado. ¿Mirás qué prodigio? No hay necesidad de cerrar los ojos para imaginar cómo era la entrada al billar de don Ramiro Rojas. ¡No! Basta detenerse un tantito para ver esta fotografía. Hay algo como un aroma de eucalipto que inunda el parque, hay algo como un hilo de luz que se enreda en la celosía de la parte superior, hay algo como un pájaro que ilumina el vuelo de las miradas.
Por favor, querida mía, aguzá tus sentidos y escuchá lo que el fotógrafo (su amigo) les dice. ¿Qué? Sí, eso les dijo: “Miren el pajarito” y en ese instante ellos rieron. Nunca advirtieron que esas sonrisas iban a contagiarnos de alegría en enero de 2018. Ellos ríen en mil novecientos setenta y feria y más de cuarenta años después ahora lo hacemos nosotros. Víctor nos permitió construir un puente, un puente que recorremos con alegría, porque abajo no hay agua sucia. ¡No! Debajo de este puente hay un río de aire y nosotros, casi pájaros, volamos en derredor, mientras pensamos que es penoso que ahora nuestro parque, más grande, renovado, tenga un piso todo calash, todo lleno de viruela.
Posdata: Los parques son espacios abiertos y son territorios públicos. En ese tiempo, casi puedo jurarlo, no había teporochos o prostitutas en los parques. En ese parque donde están Víctor y Lupita, los comitecos, todos, paseaban a gusto, en armonía, con tranquilidad.
¿No podemos comenzar a recuperar esos valores? ¿En qué momento hipotecamos nuestra calma? Ahora hay personas que se piensan dueños del parque central, desde integrantes de organizaciones sociales hasta autoridades municipales. Nadie les ha recordado que ese espacio es de todos los comitecos; de jóvenes que se toman selfies, de niños que corren, de parejas que formulan su futuro y de ancianos que se reúnen para recordar cómo, en un tiempo, el parque de Comitán era más pequeño, pero más afectuoso.
viernes, 12 de enero de 2018
DEFINICIÓN DE PANTALLA
Así como soy del tiempo D.C. (Después de Cristo), también soy del tiempo A.T. (Antes de la televisión); por lo tanto, cuando escucho la palabra pantalla no pienso en la que tiene la televisión o la que tiene la computadora, porque en España, me cuenta Hortensia, no hablan de monitor de la computadora, sino de pantalla de ordenador. Cuando escucho la palabra pantalla pienso en la que había en el Cine Comitán. Mi cerebro registra esa pantalla maravillosa donde se proyectaban los filmes (películas mexicanas, sobre todo).
La pantalla del Cine Comitán era enorme: tan ancha como el mar y tan alta como el cielo. Sí, eso era: el mar pegado al cielo.
Una vez, cuando estudiaba en la primaria Fray Matías de Córdova, estuve detrás de la pantalla. Al frente había un escenario donde los niños, en ceremonia de fin de cursos, bailábamos la clásica danza de los viejitos, de Michoacán. En esa ocasión, una niña me jaló y me llevó detrás de la pantalla (enormísima), me dijo que me acercara y viera. Así lo hice. La pantalla (grandísima) tenía cientos de pequeños circulitos (perfectos, exactos) a través de los cuales podía verse hacia el otro lado (el muro de Trump no será así). Vi, entonces, la multitud de padres de familia que esperaba comenzara el acto donde bailaríamos y recibiríamos nuestros certificados de educación primaria.
La pantalla del cine poseía una maravillosa capacidad: de un lado (donde nosotros estábamos) sucedía la vida real, la que viven los simples mortales, del otro lado (el que los espectadores veían) sucedía la vida perfecta, la que viven los artistas, la gente inmortal. Era apenas una simple tela (delgadísima, llena de agujeritos) y sin embargo era como la barrera entre lo rutinario y plano y lo maravilloso. Se dice que Gabriel García Márquez fue el descubridor del Realismo Mágico. ¡Falso! El Realismo Mágico apareció en el momento en que los Lumiére proyectaron las primeras imágenes sobre una pantalla.
Lo que Víctor hizo fue sensacional, lo hizo más o menos en 1974. Una tarde, mientras tomaban un refresco en “La pantera rosa”, café al aire libre, Romelia le dijo que sí, que aceptaba ser su novia, siempre y cuando hiciera algo que “la apantallara”. ¿Qué pretendía Romelia con esto? Se sabe que los muchachos usan tal expresión para decir que algo fue sensacional, ¡apantallante! Ella quería sentirse elogiada por Víctor, que el mundo de Comitán se enterara que ya eran novios. Víctor era un muchacho muy perseguido por las chicas de la prepa, porque era un gran deportista, tenía un cuerpo casi perfecto y era un seductor de líneas precisas en su rostro de ascendiente griego. Esa misma tarde, Víctor invitó a Romelia al cine. Compraron las entradas, pasaron a la cafetería donde compraron una bolsa de gomitas y entraron a la sala. Ya había comenzado la función. Romelia buscaba un asiento en medio de la penumbra de la sala que sólo se iluminaba más cuando era de día en la película, pero Víctor la llevó al pasillo que conducía a la parte trasera de la pantalla. Romelia acercó sus ojos a los hoyitos y quedó maravillada. Ella hacía lo mismo que hacían los espectadores, sólo que ella miraba la película real. Allá, en la fila dieciocho, al lado del pasillo de en medio estaba su tía Rosa con su tío Amado, quien tenía los ojos cerrados y estaba con la cabeza doblada hacia su pecho. ¡Sí!, dijo Romelia, era algo apantallante, pero Víctor hizo lo que nadie había hecho. Tomó a su novia de la mano y la llevó a la parte delantera de la pantalla, allí donde se proyectaba la cinta. Hubo dos o tres gritos de protesta de parte del público. Él la tomó del talle y comenzó a llevarla de un lado para otro en un baile imaginario. Romelia se sorprendió, tuvo cierta pena, pero un instante después comprendió que nadie en Comitán había hecho algo similar. Bailó como dicen que bailaban las bailarinas cubanas que actuaron en el cine de oro del cine mexicano, y Víctor bailaba como dicen que bailaba Fred Astaire. La luz de la proyección iluminaba sus rostros, sus manos, sus piernas, la totalidad de sus cuerpos. Hubo dos o tres gritos de protesta de espectadores que deseaban ver la continuación de la cinta, sin interrupciones. Pero dos o tres espectadores vieron con emoción la escena real que Víctor y Romelia realizaban, tal vez pensaron que era una forma de hacer realidad los sueños, de aparecer en el cine, de ser inmortal como los actores y actrices.
Víctor contaba que llevó el acto al extremo, que hubo un momento donde los gritos de protesta fueron mayoría, por lo tanto, el cácaro prendió las luces de la sala sin suspender la proyección. Víctor y Romelia quedaron congelados, él la abrazaba de la cintura y ella tenía sus manos colocadas en los hombros de él. Víctor la atrajo hacia sí y la besó en los labios; ella se dejó atraer y levantó la pierna izquierda, como había visto que hacía Brigitte Bardot. Los gritos de protesta continuaron, pero dos o tres se pusieron de pie y aplaudieron. En ese momento, Víctor jaló a Romelia y salieron corriendo, buscando la salida. Fue uno de los momentos más sublimes del cine.
Cuando pienso en pantalla pienso en la de las salas cinematográficas. Todo mundo debería hacer lo mismo. Digo, para tener conciencia de que lo maravilloso está más cerca de lo que creemos.
jueves, 11 de enero de 2018
CUANDO LA LUZ CAMINA A LADO NUESTRO
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: Mujeres que sueñan con zapatos rotos y mujeres que todas las mañanas paren luz.
La mujer paridora de luz es como una cinta delgada llena de bendiciones. En la mayoría de ocasiones camina al lado de un hombre que no distingue esa bendición. Se sabe, la mayoría de hombres camina con los ojos cerrados, casi siempre.
Ella es la síntesis de la vida, por eso es una calle llena de bazares donde venden ollas de peltre y chalinas de seda. Ella es una bandada de colibríes, un velero que boga en la superficie de un lago; ella es el cuarto donde el abuelo lee el periódico, el puente donde los barcos pasan por debajo de su panza. Ella es la colcha que cubre al niño a la hora del frío.
Camina con el mismo aire de dignidad de la mujer que vende flores en el mercado, con la misma altivez con que corre el niño que es ciego.
Sueña con la misma emoción con que el aire come la tarde del parque. Se conduce como si las esquinas no fueran más que una pausa en la calle.
Ella es el brillo de una laja que recibe cientos de pasos de decenas de peatones. Ella es el recuerdo grabado en una cámara, es la cerca que no permite el abrazo del alambre de púas. Es un venado a mitad del bosque, es un pájaro que alimenta a sus polluelos, es una brizna de nostalgia en el campo del tiempo.
¿Es un perrito de la calle? Sí, también es un cachorro que tiene hambre, hambre de pecho, de labios.
¿Es un hombre bajando por la colina? Sí, también es un hombre explorador, y también es un carro vacío de mudanza, y es un barco de papel que navega en tardes de lluvia, en tardes que la abuela llama a los nietos porque acaba de sacar del horno la bandeja de galletas. Y es un abrazo y una sonrisa de candelabro.
Esto y más es ella. Es la carrera de un caballo en el hipódromo y es un maletín café donde el médico lleva una ampolleta.
¿Nunca tiene miedo? Sí, como a cualquier mortal le da miedo el huracán, la tristeza del vidrio roto y el pabellón donde no hay nadie a media noche.
A ella le gusta renombrar los objetos, le encanta pensar que la vida es un instante novedoso, de renuevo. Así, al perro le llama casa y la casa anda por todos los pasillos de su rostro (que así nombra su casa). La casa es juguetona, mueve la cola, es fidelísima. Cuando ella llega a su rostro, casa le hace fiesta, la recibe moviéndole la cola y colocándole las patas delanteras sobre su pecho y esta acción es la más luminosa del mundo, porque ella también baña de luz la colcha oscura de la vida rutinaria.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: Mujeres que son como fundas de almohada y mujeres que son un boleto para subir al vagón del metro.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)