domingo, 26 de octubre de 2025
CARTA A MARIANA, CON UNA CERTEZA
Querida Mariana: sorprende al mundo la tradición de muertos en México. A mis sesenta y ocho años de edad descubrí algo que para todos es una certeza: todos los seres vivos moriremos. Hasta hace poco no tuve mucha conciencia de ello; es decir, vi gente que moría, personas cercanas y lejanas. En la televisión, en noticiarios o en series o en películas o en documentales aparecen escenas donde la gente muere. No es algo simpático, pero los que saben dicen que es algo inherente a la vida, que el pasaporte así lo anuncia: nacés, crecés (cuando bien te va) y morís. No hay de otra, el nacimiento tiene adosada la etiqueta de la muerte. ¡Oh, señor! No hay vuelta de hoja, no hay otra salida para el nacimiento.
Digo que fue hasta hace poco que me cayó el veinte: todos moriremos. En Comitán decimos que “todos están jodidos, menos yo y la Concha”, no sé quién es la tal Concha, pero resulta que en este tema, la Concha también se irá al hoyo o cuando menos se volverá ceniza que estará guardada en la recámara de su hermana o será regada en alguna montaña o lago.
El poeta Sabines dice: “¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!”. Tiene razón. No sé qué pensés vos, pero yo pienso que si de todas maneras serás polvo y al polvo regresarás, pues que te quemen para no estar ocupando un lugar en la tierra que ya no te corresponde. Acá sí se vale el dicho de que mientras menos burros más olotes, mientras menos cuerpos más espacio.
Ahora que escribí esto pienso que lo de los incineradores de cuerpos en Comitán es algo reciente. Ahora hay dos o tres lugares donde la gente que lo desea lleva a incinerar a sus amados fallecidos. ¿Antes? Sólo la costumbre “salvaje” de enterrar a los muertos, por esto, los panteones de Comitán están ya al tope. Ah, cuántos muertos.
¿Recordás que el hermanito de Rosario Castellanos fue enterrado en nuestro panteón? Cuando la familia Castellanos ya vivió en la Ciudad de México (años cuarenta), en algún momento exhumaron los restos de Minchito y los llevaron a la nueva residencia. Doña Lolita Albores (quien vivió una temporada en casa de Rosario) contaba que los restos del niño estaban en la casa. Esto que parece dramático tiene su lado luminoso, los papás desenterraron al niño y lo expusieron de nuevo a la luz, que no estuviera solo en una húmeda bóveda subterránea, que estuviera en compañía, que escuchara las pláticas de Doña Adriana, de Don César y de su hermana mayor, que escuchara los pasos, los ruidos de las calles, las ambulancias, los pregones, los claxonazos.
La certeza que obtuve a mis sesenta y ocho años de edad es que todos moriremos, ay, mi niña bonita, todos, sin excepción. Algún día morirá el cantante favorito, el actor genial, la actriz que tanto nos gusta, el escritor maravilloso, la pianista que alimenta el espíritu de los melómanos. Sí, todos, mueren los creyentes y los ateos y todos terminarán enterrados o incinerados o comidos por los zopilotes o congelados en las alturas del Himalaya o en el fondo del mar. Todos terminaremos en la Tierra. Dicen los que saben que en el futuro los seres humanos morirán en otros lugares fuera de la Tierra, pero mientras el prodigio se da no nos queda más que morirnos y terminar siendo polvo en nuestro planeta. ¿No hay forma de evitar tal tragedia? No, esa es la tragedia de la vida. ¿Naciste? Ah, bueno, tu destino es morir. ¿Cómo morirás? Ah, el gran misterio. ¿Cuándo? ¿Quién lo sabe? Sólo quienes toman la determinación del suicidio tienen en sus manos la opción de definir el destino inmodificable. Tal vez piensan: si no hay más salida que la muerte, cuando menos que sea una decisión mía y no suprema. Tal vez por esto, la religión católica sataniza al ser humano que se suicida, porque, de acuerdo a las creencias, Dios es quien decide cuándo moriremos. ¿De verdad es designio divino?
Digo que hasta hace poco no pensaba en el tema. Ahora sé que todo mundo morirá. Qué bobo soy, esto lo han sabido todos, desde siempre. Tal vez la gracia está en no pensar en la muerte, disfrutar, hasta donde se puede, de ¡la vida!, pero ¿qué hacés cuando en la mañana prendés el celular y te llega la infausta noticia de la muerte de alguien conocido? No conozco a nadie que no se alarme ante tal sensación de vacío. Es muy difícil pensar en la abuela que ya nunca más volverá a sentarse en su sillón favorito, ya nunca más volverá a contar y recontar las aventuras que vivió de niña, ya nunca más las risas, los enojos, los guisos.
Posdata: el mundo se sorprende ante el concepto que México tiene de la vida. Comemos pan de muerto en temporada, hacemos “calaveritas” donde los textos juegan con la muerte de amigos vivos. Llama mi atención, siempre te lo he dicho, que en Portugal le llaman “La separadora” a la muerte. Dios mío, con esto está dicho todo. Y acá andamos en temporada recordando a los muertos, a quienes la muerte nos separó de ellos para siempre.
Ahora sé por qué a mí nunca me ha gustado esta celebración. Si Sabines dijo que enterrar a los muertos es una costumbre salvaje, pienso que es una costumbre bárbara ir al panteón, sentarse sobre una tumba, comer, beber y escuchar música de mariachi o de marimba, porque ahí está enterrado nuestro ser querido. ¿Esto es la vida?
¡Tzatz Comitán!
