viernes, 30 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA DIRECTORA DE CONECULTA-CHIAPAS FORMULA EL PORVENIR DE UNA NOVELILLA
Querida Mariana: ¿Cómo hablar del futuro en el presente a partir de hechos pasados? ¿Cómo decir que llegará el Veinte Doce en este fin de Veinte Once a partir de la experiencia histórica de que los años se van y llegan de la misma forma que el viento atraviesa el patio de mi casa donde mi mamá riega las orquídeas que una mujer de la zona de Los Lagos le trajo el día de ayer?
Los sabios dicen que sólo el presente es real. No obstante, el tiempo en que escribí la primera línea de esta Arenilla ya se fue y ahora esta línea, en apariencia fruto del presente, existe porque el futuro llegó. Si esta columna periodística llega a su fin será, más que por el presente, por el futuro que está llegando a cada instante, con la misma frecuencia y pasión con que el corazón bombea la sangre. Tal vez el presente no existe y lo que llamamos presente no es más que la transición del futuro que desplaza a la fruta podrida del pasado.
Y todo esto, querida mía, porque una tarde Javier me preguntó: ¿y por fin cuándo estará lista tu novelilla: “Yo también me llamo Vincent”? Y de veras ¿cuándo?, me pregunté. Seguimos en el café de la Casa de la Cultura, Javier tomando café y mirando las muchachas bonitas que caminan con rumbo al parque, yo sin tomar café pero viendo a las mismas muchachas bonitas que, como el futuro, se acercaban a nosotros y luego desaparecían. ¿Cómo predecir el futuro? Hay dos maneras, una es consultando con doña Epifanía que tira las cartas del tarot allá en su modesta vivienda llena de santos católicos y velas rojas; la otra es jugando a que algún día nosotros estaremos en el lugar por donde él pasa. De acuerdo con algunos estúpidos catastrofistas (¡nunca falta esa bola de vivales!), los mayas predestinaron que a fines de 2012 se acabará el mundo. En el tiempo que llevo de vida, más de dos veces me ha tocado sobrevivir al fin del mundo porque dicho fin no aparece.
Una amiga mía cita a Mateo frecuentemente: “Pero del día y la hora nadie sabe, ni aún los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre”, y yo estoy de acuerdo con ella y con Mateo, faltaba más. ¡Todo está en manos de Dios, hasta la simple impresión de una novelilla! Porque si Dios mueve los dados en sentido contrario todo se va al basurero, pero, entonces, ¿dónde la capacidad del hombre para mover los brazos en intento de alcanzar la otra orilla?
Como tengo una deuda pendiente con doña Epifanía preferí advertir el futuro en la bola mágica que posee la Licenciada Marvin Lorena Arriaga Córdova y ella prometió que, a más tardar, a fines de marzo del 2012 estará impresa, y a disposición de los lectores, la novelilla “Yo también me llamo Vincent”. “Del día y la hora nadie sabe”, pero ya existe una promesa del lapso. Los hombres nos movemos en rangos de tiempos, nunca podemos predecir el instante en que una piedra moverá a la otra para que ocurra el milagro del hombre que va a la montaña porque ésta se resiste a ir hacia donde él planta la esperanza con la misma pasión con que mi mamá siembra un renuevo de tilo, ahora que esta Arenilla dirigida a vos está llegando a su fin. Nunca sabremos cuándo se secará la planta, pero los hombres debemos regarla para que dé flores tan hermosas como el Sol que ahora se recuesta sobre cada uno de los pétalos de esa margarita que coquetea ante la mano bendita de mi madre. Todo en la vida es un simple abrir de postigos para que el futuro, como el viento, entre a la habitación y con su cuerda de aire revolotee a las mariposas que juegan ese juego inmenso que se llama: “vos y yo ¡formulemos el futuro!”.
lunes, 26 de diciembre de 2011
PARA QUIENES BAILAN A MITAD DEL TEMPLO
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como abrazos, y mujeres que son como regalos de navidad.
La mujer regalo es una mujer de temporada, sólo se la halla en la madrugada del 25 de diciembre, al pie del árbol (los albureros siempre insisten en decir que debajo del palito. ¡Qué odiosos!); por esto huele a hojas secas, a muérdago, a “pashte” y a lama; sus pechos siempre están húmedos como hongos y apetitosos como trufas al amanecer.
Ella puede ser el objeto más deseado de la pasión o ser motivo de frustración. Basta abrirla para saber si, como fruto en temporada, es lo esperado o es el simple regalo de consolación. Acá esta palabra adquiere una connotación diferente a la cotidiana. ¿Quién se consuela ante aquello que no nace de la línea del deseo?
Como todo regalo, ella es un misterio. Por esto es bueno conocer algunos secretos que acuna en su corazón. Le gustan las malteadas de orquídeas y las galletas con calefacción; le gustan los acuarios con peces guppy y con ballenas; admira a los hombres que son como serie de luces y que huelen a ponche de frutas. Huye, como si huyera de la peste, de aquellos hombres que, por cualquier motivo y como si fuesen loros, dicen: “Regala afecto ¡no lo compres!”. La mujer regalo sabe que su amado debe considerarla como la joya más preciada del universo, y ya se sabe que lo caro ¡vale!
Yo conocí a una mujer regalo que tenía un sueño recurrente: soñaba con una escalinata de mármol, como esas que pintaba Escher, que no conducía a algún lado. Doña Jacinta, la vidente del pueblo, supo del sueño y vaticinó: “Quiere decir que estarás dando vueltas y vueltas hasta que la luz aparezca”. Ella no supo interpretar la interpretación y olvidó el dicho de la doña. Ella se fue de Comitán y una tarde me topé con ella en la ciudad de México. Una niña iba cogida de su mano. Ella me abrazó y después de ponernos al día en materia de noticias (incluida la de que la niña era su hija), me dijo: “¿No vas a preguntarme cómo se llama mi hija?”. Supongo que igual que la madre –dije. “¡No -dijo-, se llama Luz Jacinta!”. Entendí.
La mujer regalo se abre siempre tratando de no dañar el papel de empaque. Antes de abrirla hay que prender la luz y mirar un álbum de fotografías para recordar los obsequios que, de niños, recibimos de parte del Viejito de la Nochebuena.
La más amada es aquella que no necesita batería triple A para funcionar. Los hombres siempre están detrás de una que es como el clásico regalo infantil, que no tiene control remoto y que se desplaza con simples llantitas de madera.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como las doce uvas del año nuevo y mujeres que cuando están “uvas” creen que sus amados son nuevos.
La mujer regalo es una mujer de temporada, sólo se la halla en la madrugada del 25 de diciembre, al pie del árbol (los albureros siempre insisten en decir que debajo del palito. ¡Qué odiosos!); por esto huele a hojas secas, a muérdago, a “pashte” y a lama; sus pechos siempre están húmedos como hongos y apetitosos como trufas al amanecer.
Ella puede ser el objeto más deseado de la pasión o ser motivo de frustración. Basta abrirla para saber si, como fruto en temporada, es lo esperado o es el simple regalo de consolación. Acá esta palabra adquiere una connotación diferente a la cotidiana. ¿Quién se consuela ante aquello que no nace de la línea del deseo?
Como todo regalo, ella es un misterio. Por esto es bueno conocer algunos secretos que acuna en su corazón. Le gustan las malteadas de orquídeas y las galletas con calefacción; le gustan los acuarios con peces guppy y con ballenas; admira a los hombres que son como serie de luces y que huelen a ponche de frutas. Huye, como si huyera de la peste, de aquellos hombres que, por cualquier motivo y como si fuesen loros, dicen: “Regala afecto ¡no lo compres!”. La mujer regalo sabe que su amado debe considerarla como la joya más preciada del universo, y ya se sabe que lo caro ¡vale!
Yo conocí a una mujer regalo que tenía un sueño recurrente: soñaba con una escalinata de mármol, como esas que pintaba Escher, que no conducía a algún lado. Doña Jacinta, la vidente del pueblo, supo del sueño y vaticinó: “Quiere decir que estarás dando vueltas y vueltas hasta que la luz aparezca”. Ella no supo interpretar la interpretación y olvidó el dicho de la doña. Ella se fue de Comitán y una tarde me topé con ella en la ciudad de México. Una niña iba cogida de su mano. Ella me abrazó y después de ponernos al día en materia de noticias (incluida la de que la niña era su hija), me dijo: “¿No vas a preguntarme cómo se llama mi hija?”. Supongo que igual que la madre –dije. “¡No -dijo-, se llama Luz Jacinta!”. Entendí.
La mujer regalo se abre siempre tratando de no dañar el papel de empaque. Antes de abrirla hay que prender la luz y mirar un álbum de fotografías para recordar los obsequios que, de niños, recibimos de parte del Viejito de la Nochebuena.
La más amada es aquella que no necesita batería triple A para funcionar. Los hombres siempre están detrás de una que es como el clásico regalo infantil, que no tiene control remoto y que se desplaza con simples llantitas de madera.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como las doce uvas del año nuevo y mujeres que cuando están “uvas” creen que sus amados son nuevos.
sábado, 24 de diciembre de 2011
ALEJANDRINOS
EL JAGUAR
El Heraldo de Chiapas
23 de diciembre de 2011
HERNÁN BECERRA PINO
Leí la Arenilla "Los Hernanes", de Alejandro Molinari Torres, publicada en El Heraldo de Chiapas. "Los Hernanes" hace alusión al doctor Hernán León Velasco y a mi persona, el doctor León Velasco fue quien me presentó en la entrega que se me hizo del Premio "César Pineda del Valle", el sábado 17 de diciembre, en la Casa Museo "Dr. Belisario Domínguez" de la célebre ciudad de Comitán.
En la presentación dice Molinari que dijo el doctor Hernán que ¿a qué horas daba yo clases en la UNAM, si estuve viajando por Europa?
Va la contestación:
Mi estimado Alejandro Molinari Torres, quiero decirte que yo doy clases un semestre sí y otro no, pero me pagan la mitad ya que firmo un contrato por todo el año. El semestre que doy clase frente a grupo es de enero hasta finales de junio. Es decir, es el primer semestre de cada año. Firmo todo el año porque el Contrato Colectivo de Trabajo así lo determina. Son las conquistas laborales. Imagínate -como dicen en Comitán- que firmáramos un contrato por sólo seis meses. En los próximos seis meses no tendríamos ni siquiera derecho a sacar con nuestra credencial de maestro ni un solo libro de la Biblioteca de la Facultad de Ciencias, ni de ninguna otra facultad de toda la UNAM. Simplemente porque los otros seis meses no seríamos maestros. Seis meses sí y seis meses no, como las luces intermitentes de los carros. ¿Sería esto justo?
Alguien me dijo alguna vez, que el problema de la UNAM es que no tuvimos una Gordillo. Los maestros de primaria ganan más que los maestros de la UNAM.
Esto sí me hace daño porque si lee tu Arenilla "Los Hernanes" el rector de la UNAM, puede meterme esto un poco en problemas, hasta que se investigara la realidad.
Tú no creías que yo ganara tan poco hasta que te mostré mi cheque de la UNAM. Obviamente gano mucho menos que tú, pero recuerda que el 94 por ciento de los catedráticos de la UNAM somos de asignatura. El resto se reparte entre los tiempos completos y los medios tiempos. Es decir, gente que hace un apostolado pero también encontraremos un porcentaje donde estarían los grillos de la UNAM.
Te reitero, la carga académica recae en el 94 por ciento, que dicho sea de paso somos los mejores maestros de la UNAM, por lo menos los más entregados a la docencia. Y somos los que menos cobramos.
Por otro lado, te sigo considerando un amigo. Solidario, antes de recibir el Premio "César Pineda del Valle", presenté el Chiapas Entrevistado, en la Mariano N. Ruiz, donde tú eres maestro. En dicho libro viene una entrevista tuya. Tú tuviste a bien comprarme 15 libros, a precio de amigos: 50 pesos. Los libros que tú adquiriste vi que los obsequiabas a los asistentes de la presentación. Eso habla bien de ti.
A título de colofón te puedo decir que no caigamos en lo absurdo, hermano. En el Martín Fierro, se dice: "Los hermanos deben estar siempre unidos. Porque si no se unen los de afuera se los comen los de adentro." Unámonos, no te arrepentirás.
El Heraldo de Chiapas
23 de diciembre de 2011
HERNÁN BECERRA PINO
Leí la Arenilla "Los Hernanes", de Alejandro Molinari Torres, publicada en El Heraldo de Chiapas. "Los Hernanes" hace alusión al doctor Hernán León Velasco y a mi persona, el doctor León Velasco fue quien me presentó en la entrega que se me hizo del Premio "César Pineda del Valle", el sábado 17 de diciembre, en la Casa Museo "Dr. Belisario Domínguez" de la célebre ciudad de Comitán.
En la presentación dice Molinari que dijo el doctor Hernán que ¿a qué horas daba yo clases en la UNAM, si estuve viajando por Europa?
Va la contestación:
Mi estimado Alejandro Molinari Torres, quiero decirte que yo doy clases un semestre sí y otro no, pero me pagan la mitad ya que firmo un contrato por todo el año. El semestre que doy clase frente a grupo es de enero hasta finales de junio. Es decir, es el primer semestre de cada año. Firmo todo el año porque el Contrato Colectivo de Trabajo así lo determina. Son las conquistas laborales. Imagínate -como dicen en Comitán- que firmáramos un contrato por sólo seis meses. En los próximos seis meses no tendríamos ni siquiera derecho a sacar con nuestra credencial de maestro ni un solo libro de la Biblioteca de la Facultad de Ciencias, ni de ninguna otra facultad de toda la UNAM. Simplemente porque los otros seis meses no seríamos maestros. Seis meses sí y seis meses no, como las luces intermitentes de los carros. ¿Sería esto justo?
Alguien me dijo alguna vez, que el problema de la UNAM es que no tuvimos una Gordillo. Los maestros de primaria ganan más que los maestros de la UNAM.
Esto sí me hace daño porque si lee tu Arenilla "Los Hernanes" el rector de la UNAM, puede meterme esto un poco en problemas, hasta que se investigara la realidad.
Tú no creías que yo ganara tan poco hasta que te mostré mi cheque de la UNAM. Obviamente gano mucho menos que tú, pero recuerda que el 94 por ciento de los catedráticos de la UNAM somos de asignatura. El resto se reparte entre los tiempos completos y los medios tiempos. Es decir, gente que hace un apostolado pero también encontraremos un porcentaje donde estarían los grillos de la UNAM.
Te reitero, la carga académica recae en el 94 por ciento, que dicho sea de paso somos los mejores maestros de la UNAM, por lo menos los más entregados a la docencia. Y somos los que menos cobramos.
Por otro lado, te sigo considerando un amigo. Solidario, antes de recibir el Premio "César Pineda del Valle", presenté el Chiapas Entrevistado, en la Mariano N. Ruiz, donde tú eres maestro. En dicho libro viene una entrevista tuya. Tú tuviste a bien comprarme 15 libros, a precio de amigos: 50 pesos. Los libros que tú adquiriste vi que los obsequiabas a los asistentes de la presentación. Eso habla bien de ti.
A título de colofón te puedo decir que no caigamos en lo absurdo, hermano. En el Martín Fierro, se dice: "Los hermanos deben estar siempre unidos. Porque si no se unen los de afuera se los comen los de adentro." Unámonos, no te arrepentirás.
viernes, 23 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY ÁRBOLES SIN HOJAS
Con un abrazo para el Profr. Jorge Antonio Gómez Solís,
Coordinador del Deporte Municipal, por su cumpleaños.
Querida Mariana: si alguien te hiciera una pregunta Peñanietera: “¿Cuántos Whitman hay en tu vida?”, ¿qué dirías?
Aunque nos cuesta admitirlo, el apellido es discriminatorio. En Puebla conocí a personas que agregaban una “y” a sus apellidos para darse más importancia. Decían: “Sánchez y Sánchez” y se esponjaban como jolotes sobrevivientes después de la navidad.
Da caché tener un apellido de alcurnia o tener amigos con apellidos extranjeros. La mera verdad es que el apellido apantalla. No es lo mismo tener un apellido rimbombante que uno más común.
Acá en Comitán, los apellidos todavía dicen mucho acerca del abolengo. Quienes se apellidan Albores, Castellanos o Domínguez siguen escarbando en los árboles genealógicos para hallar un hilo que los emparente con Roberto Albores Gleason, con Absalón Castellanos o con Belisario Domínguez. ¡Da importancia decir: “Mi abuelo fue sobrino en tercer grado del Doctor Belisario Domínguez”! ¡Ah, pucha, caminan como si el cielo fuese la alfombra idónea para sus ilustres pasos! (aunque sus calcetines huelan a queso rancio, siempre dirán que son de gruyere).
Esto del apellido es un poco como el nombre. Ahora, el comiteco que tiene un nombre sacado de una telenovela de Televisa se cree más importante que el compa que se llama Caralampio (aunque nuestras verdaderas raíces están hincadas en un árbol que se llama San Caralampio). Con el Caralampio nos sucede lo mismo que con el voseo, como nos da vergüenza ahí tenés a gente que, ya mayor, hace los trámites legales para quitarse “el Lampo”. Nunca hemos dicho el nombre con orgullo, por esto tenemos el complejo de volverlo un nombre indigno.
Pues como vos estás para saberlo y yo estoy para contarlo, te diré que tengo dos Whitman en mi vida y esto me da chentura. Uno es don Walt, que ya tiene años de fallecido; y el otro es don George que, me acabo de enterar, murió hará cosa de diez o doce o catorce días.
Ahora que lo digo, lo digo encrespándome un poco, así como Julio Gordillo Domínguez levita tantito cuando habla de Jorge De la Vega Domínguez o de Carlos Fuentes (andá a saber si es cierto, pero don Julio dice que con el famosísimo escritor se lleva de cuartos hasta mañana).
Yo, la mera verdad, no tuve el gusto de conocer físicamente a don Walt ni a don George y ambos se murieron sin tener la mínima idea de quién es el tal Molinari. Pero lo que sí te puedo contar es que, de veras, ¡lo juro por Dios Huitzilopochtli!, he estado en sus casas ¡muchas veces! Más en la casa de don Walt que en la de don George.
Resulta que don Walt fue un gringo, considerado uno de los poetas más fregones de América y del mundo. Tiene un libro espléndido que se llama “Hojas de Hierba”. ¿Mirás qué título más fregón? Pues bien, yo he estado en su casa más de diez veces. Leo, con placer, las palabras que él escribió. Se que esta carta no es lo mejor para embarrar palabras poéticas en tu corazón, pero copio unos versos para que mirés qué bello escribía este hombre: “¿Qué soy después de todo, más que un niño complacido con el sonido de mi propio nombre? Lo repito una y otra vez. Me aparto para oírlo –y jamás me canso de escucharlo”. ¡Ah, qué belleza! Sus palabras son como esas chinitas que beben agua en los charcos después de la lluvia, ¿verdad? (espero que mañana hagás un campito, entre todas tus actividades, para que nos miremos y yo lea, en vivo, otros versos de Whitman. Hay que aprovechar las vacaciones, ¿no?).
¿Y don George? ¿Has oído hablar alguna vez de esa maravillosa librería “Shakespeare and Company” que existe en París? Bueno, pues resulta que don George Whitman fue su propietario. Uno de estos días leí “La Jornada”, en Internet, y me enteré que don George murió.
Vos sabés que no he pasado de Chacaljocom, así que eso de conocer París es pura ilusión. Pero sí he visto muchas fotos de esa librería y, poco a poco, he caminado por sus pasillos estrechos, en medio de paredes llenas de libros y de humedades. Esta librería es muy especial, porque pasás de un cuarto a otro y hallás un colchón, por ejemplo, al lado de los estantes retacados de libros (los libros permanecen en un desorden maravilloso que se amontonan en el suelo. Mientras vos caminás tenés que ir eludiendo las torres de libros o de plano te sentás y comenzás a mirar qué libros tiene esa columna). ¿Por qué el colchón? Porque don George daba posada de manera gratuita. A quienes no tenían una casa en París para pasar la noche, les proponía un trato: ¡lean un libro diariamente y chambeen dos horas (acomodando libros o atendiendo a los clientes) y pueden quedarse a dormir acá!
La “Shakespeare and Company” es una librería famosa en París y en todo el mundo. Como ya te diste cuenta ¡no es una librería para espíritus refinados o para apellidos de alcurnia, como Peña Nieto, Cordero o Vázquez Mota! ¡No! Esta librería es para los amantes de los libros; para quienes disfrutan encontrar Ediciones Príncipe o libros escasos (casi casi con el mismo gusto que tío Eligio escogía los mariscos en el mercado de La Viga o tía Elenita elegía los mejores claveles en el vivero de Coyoacán, en la ciudad de México).
Nosotros, los que no tenemos muchas librerías en nuestras ciudades, las imaginamos impecables, impolutas, bien ordenadas, con los libreros de madera bien barnizados y con olor a Maestro Limpio (como la Librería Gandhi, en la ciudad de México). La librería de don George Whitman es todo lo contrario. A veces pienso que los clientes deben sentir un tufo de petate quemado en alguna de las piezas.
El otro día busqué en una guía turística de París el lugar exacto donde está la librería. ¿Sabés cuál es la referencia? Así como nosotros decimos: “Cerca del Veinticinco”. Allá, cualquier parisino puede decirte, con la erre arrastrada: “La librerrrría está cerrrrca de Nuestrrra Señorrra de Parrrís”. Y vos, con la emoción enredada en el occipucio del calcañal, dirías: “Mercy”, y caminarías por la orilla del Sena y subirías por un Quai hasta llegar a la entrada de la librería, que ha sido escenario de varias películas y no pocas tramas literarias.
Existen, querida mía, lugares que son emblemáticos, así como hay personas emblemáticas. Comitán tiene sus espacios y sus personajes. El político más despistado que llega de fuera siempre tiene dos nombres de comitecos emblemáticos en su discurso: tío Belis y Rosario. La librería de don George es un espacio emblemático de París.
Nosotros no tenemos una librería que se acerque al espacio sublime (demos gracias a Dios que tenemos una o dos, todavía). Por desgracia, los libros y la literatura no son el pan diario de nuestra mesa. Lo que sí tenemos (¡por fortuna!) son espacios emblemáticos en otras disciplinas de la vida. Los turistas (¡cómo no!) llegan buscando los lugares emblemáticos de nuestra cocina. Uno de éstos es la venta de atol de granillo y de jocoatol, en la Central de Abasto o en el Mercado Primero de Mayo. ¿Quién no ha oído hablar de “Tono Gallos”, para comprobar el mito aquél de “cien botanas diferentes”? (si te soy honesto, no sé si dicho restaurante da servicio aún). Los panes compuestos de “El Foquito” se han convertido también en un referente obligado de nuestra gastronomía (igual que los “huesos”). El otro día, una persona que vino de Tuxtla Gutiérrez me preguntó dónde podía comprar los “panes revolcados”. ¡No, no -le dije- son panes compuestos!
¿Por qué, si nunca he salido del país, digo que conozco la librería de París? Porque he visto muchas fotos de dicho lugar y, como si fuese una polilla, he caminado -en forma virtual- por sus estantes, por sus pisos de madera y por en medio de las páginas de los libros. Como he sido un lector contumaz desde hace muchos años, tengo, entre mis afectos, a muchos escritores con apellidos extranjeros. Ellos no lo saben, pero son mis afectos porque los tengo en mi mente y en mi corazón. Son mis compas, pues. Tal vez por esto, los apellidos importantes de la comarca no me impresionan. Respeto por igual a Bermúdez que a Pérez y a López que a Pedrero. He estado con Benedetti, con Cortázar, con Oé, con Saramago, con Yourcenar, con… ¡uf! Decenas de escritores famosos han estado en la sala de mi casa (Fuentes no me conoce, pero yo, ¡ay, Señor!, lo conozco desde que leí “Aura”). Y por ratos he estado con Cervantes, con Kafka, con Kawabata, con Aristóteles… ¡Dios mío y ya me callo porque puedo comenzar a discriminar los apellidos modestos de estas zonas!
Entrados en materia. Soy un creyente en el valor de la persona, más que en el brillo engañoso de los blasones. Si me siento orgulloso de los escritores que he leído y pronuncio sus apellidos con chentura es porque ellos han logrado trascender gracias al brillo de su obra y no de la savia de sus árboles genealógicos. De los millones de turistas que entran al Museo del Louvre, pocos retienen en su memoria el nombre del Rey que hizo el Palacio. En cambio, cada visitante pronuncia con respeto el nombre de Da Vinci cuando se para frente a la Gioconda. ¡El genio del hombre es el que justifica la luz del apellido y del nombre!
Pd. En México, la importancia de los apellidos se ha vuelto sexenal. Recordemos la sentencia francesa de “Muerto el Rey, ¡viva el Rey!”. Por el momento, todo el mundo se enjuga la boca con el apellido Sabines. Para el fin del 2012, otro apellido sustituirá a éste y los enjuagues bucales tendrán otro sabor (sólo los amantes de la poesía seguirán pronunciando con reverencia el apellido Sabines). Por esto, y no por otra cosa, hay gente que apuesta todo al arte. Los apellidos políticos son de temporal, los apellidos enredados en la luz del arte ¡son de riego! En la DIEZ, la Revista Digital de Comitán, apareció la siguiente predicción para el 2012: “El ave de moda en Comitán será el ¡Ave-ndaño!”.
ÁRBOL TORCIDO QUE DEBE ENDEREZAR SU RAMA
Ha llegado el momento de agradecer a Peña Nieto. Él es famoso y es un ignorante en el terreno de la literatura. La conjunción de su fama y de su ignorancia le ha hecho bien a la Patria de las Letras. Los derrapones que tuvo el candidato del PRI a la Presidencia de la República realizaron un prodigio. El libro y la lectura han tomado carta de naturalización en la reflexión de los académicos y en la plática diaria de quienes van en el colectivo o compran manzanas en el mercado. El libro, ¡por fin!, se metió en el abanico de los temas importantes y en la plática cotidiana. Jamás, en la historia de esta patria, se había comentado tanto acerca del libro y del mito sobre la importancia de la lectura.
Estábamos avasallados por los comentarios acerca de la violencia, de la corrupción, de la carestía, de la ineficiencia de los gobernantes y, de pronto, su dislates pusieron al libro en las primeras planas de los periódicos y en millones de comentarios en el twitter y en el facebook.
Haberse puesto en el mismo plano de Ninel Conde permitió que millones de mexicanos mostraran su ingenio y pudieran dar cauce a su histórico encono ante la prepotencia de los políticos.
Ha llegado el momento de decirle a Peña Nieto que le agradecemos su ignorancia supina. Si bien es cierto que lo hemos agarrado de “botana” en todas las comidas y nos hemos pitorreado de su resbalón, ahora que el tsunami ha pasado (surimi diría su tocaya en tonterías), en la playa encontramos algo como un objeto de luz.
Su ignorancia nos ha confirmado el desinterés que los políticos tienen por las luces del arte; nos ha hecho reflexionar en la necesidad de buscar caminos alternos para dar luz a la niñez y juventud mexicanas en cuanto a la promoción de la lectura. A la vez nos ha abierto una puerta para exigir caminos nuevos. Si el señor Peña Nieto quiere ser Presidente de la República (algunos amigos, analistas políticos de café de altura, me aseguran que tiene muchas posibilidades) nos debe garantizar que este hueco le servirá para hacer un puente para la patria. Así como firmó ante notario una serie de promesas en el estado de México, así debe firmar, ante todos los notarios de México, que pondrá al fomento de la lectura en un primerísimo lugar de sus proyectos de gobierno.
Se vale resbalar, lo que no se vale es quedarse tirado en el lodo. Para levantarse, el señor Peña Nieto debe, primero, limpiar el pantalón y la camisa, y luego limpiar su dignidad. Para lo primero basta meter la ropa a la lavadora; para lo segundo es preciso que demuestre honorabilidad y reconozca que si bien él no es lector, como Presidente de la República debe procurar, con todos los recursos a su alcance, brindar opciones de luz a sus gobernados.
Llegó la hora de agradecerle a Peña Nieto su ignorancia; llegó la hora de decirle que él también debe agradecer al destino haberlo puesto en la guillotina de la FIL. Para no perder la cabeza debe cimentar el tronco. Si aún no lo ha hecho, es momento de que elabore un proyecto de lectura, sin parangón en la historia de la patria y lo dé a conocer. Podrá olvidar autores, pero lo que no debe ignorar es el derecho de los niños y jóvenes mexicanos a tener mejores horizontes. Tres elementos salvarán a este país: el acceso de los jóvenes y de los niños al deporte, a la educación y el arte (la literatura, de manera privilegiada).
Llegó el momento de darle las gracias a Peña Nieto por su ignorancia. Ahora es momento, también, de que nos demuestre que sí quiere ser Presidente de México y por lo tanto tiende el puente por donde los lectores podrán llegar a la orilla donde está la inteligencia y la imaginación. Él puede quedarse en su orilla, pero no puede negar la posibilidad de que los demás vuelen por los cielos de la creación. Por el momento, debo decir que ya comenzó bien: sus titubeos han puesto al libro en primer plano. ¡Gracias! ¡Vamos bien! ¡No se achicopale, termine bien lo que ya comenzó bien! Esta ignorancia puede terminar siendo la mayor genialidad de nuestra historia. ¡Vamos!
miércoles, 21 de diciembre de 2011
LOS HERNANES
Hernán León Velasco (a quien le concedieron el Premio Estatal de Poesía Enoch Cancino Casahonda 2010) no cree que su tocayo Becerra Pino sea catedrático regular de la UNAM, porque, dice, ¡siempre anda de pata de chucho por el mundo! ¿A qué hora imparte su cátedra?
Hernán Becerra Pino anduvo recientemente por Europa y hace apenas cinco o seis días anduvo por Palenque y luego por Comitán. En Comitán aprovechó, por “segunda ocasión”, presentar su libro “Chiapas Entrevistado”, libro con una serie de entrevistas realizadas a gente diversa del estado. La presentación del libro fue una vereda del camino principal: recibir el Premio “César Pineda del Valle”, concedido por la Asociación de Escritores y Poetas de Chiapas, A.C.
La noche de la entrega del Premio, también fue honrada doña María Antonieta Alvarado de Utrilla, con el Premio “Juan Rulfo” (a propósito, Blanca Margarita López Alegría, quien es la que parte el queso en dicha Asociación, comentó que dicho premio fue instaurado antes que se concediera el Premio con el mismo nombre en la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara. La pregunta es: ¿qué pasaría si los familiares de Rulfo se enteraran de que el nombre del famoso escritor es usado por esta Asociación? Tenemos constancia de que la FIL debió cambiar el nombre del Premio por exigencia de quienes ostentan los derechos de autoría de Rulfo. Cosa contraria sucede con el Premio recibido por Hernán, ya que una hija de don César estuvo presente en la ceremonia y mostró su satisfacción porque el Premio lleve el nombre de su padre; dijo que con eso la memoria del autor de “Bartolito” sigue estando presente en el imaginario colectivo de esta región de la patria).
Siempre que me topo con los Hernanes me divierto mucho. Becerra Pino volvió a sorprenderme con su abalorio mental; con su capacidad para hilar las palabras en un fantástico mundo donde la realidad muestra su cara de ficción (esa noche contó la historia de una tía que al término del baño era envuelta en ¡un petate!, y así la llevaban por todo el patio hasta su cuarto para que no le fuera a “pegar el viento”. ¡Con un petate, Dios mío! Toda la gente que llenó la sala de la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez, celebró con una carcajada la ocurrencia. Hernán es así). León Velasco me dijo que ya leyó mi novelilla “Yo también me llamo Vincent” (más bien él ya lo hizo y no la Directora de Publicaciones de Coneculta). Me dijo que Mario Nandayapa le había pasado una copia en la computadora y, generoso, como lo hizo con la lectura de mi librincillo “Conjuros”, me dijo que le gustó. Yo, en reciprocidad, le dije que ya Ana María Avendaño me había regalado su libro con la obra merecedora del “Enoch Cancino” y ya le estaba preparando su Arenilla (la vez anterior que nos saludamos en ese mismo espacio le dije que yo estaba en desventaja, porque él ya había leído mi librincillo y yo no conocía su obra). Uno de estos días publico la Arenilla con mis comentarios con respecto a su libro.
Muchos integrantes de la Asociación se desplazaron de Tuxtla a Comitán (y de otras partes) para estar presentes en el acto de premiación. Me sorprende que, como si repartieran dulces, sacan libros de sus bolsas y de su autoría y los regalan a los asistentes (Blanca Margarita obsequió su poemario “Maríaluna” y Rosel Hernández “El segundo cofrecito Tuxtleco”). Pienso que esto sería el ideal de nuestra sociedad tan “Peñanietizada”; pero luego, con pena, me doy cuenta que mi ejemplar del “Segundo cofrecito” está encuadernado al revés y tiene muchos errores de ortografía. El acto es bien intencionado, pero parece que el resultado crea el efecto contrario.
Lo que sí es que cuando me topo con los Hernanes me la paso bien. León pregunta a qué hora Becerra da su cátedra si anda de pata de chucho por el mundo.
lunes, 19 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIERNES ES EL LUNES DEL ESPÍRITU
Querida Mariana: el sábado asistí a un festejo navideño, convocado por los directivos del “Diario de Comitán”. Como sabés, desde hace tres o cuatro meses escribo, cada semana, una Arenilla especial para el diario más importante de nuestra ciudad. Esa mañana fui testigo de un acto prodigioso. Soy un convencido de que, en ocasiones, basta cerrar los ojos y pedir un deseo con vehemencia para que el universo cumpla tu petición (¿Recordás cómo vos y yo nos conocimos? Fue una prueba de esa fuerza misteriosa). En el desayuno, los directivos organizaron rifas con electrodomésticos donados por autoridades municipales y por los propios directivos; el Presidente del Partido Verde Ecologista, en Comitán, donó una pantalla de plasma.
El Licenciado Luis Ignacio Avendaño, Presidente del Partido Verde en Comitán, fue invitado de honor. Él, en parte de su mensaje, al ver reunidos a más de cuarenta empleados de esta empresa exitosa, dijo que estar ahí era entrar a la intimidad de esa familia. El Licenciado Avendaño sintetizó mi sentimiento. Yo, un advenedizo, fui recibido con afecto y dos minutos después de llegar me sentía como en familia. Vos me conocés y sabés que soy escaso y me cuesta relacionarme. Mi oficio de escritor es la nube que me permite comunicarme con medio mundo, es la compensación Divina ante mi timidez natural.
Estar en esa reunión me permitió tocar apenas una nube de ese cielo. Marcos Guillén -Director de El Diario- comentó parte de la historia que, en diez años, ha llevado a este periódico a convertirse en un referente obligado. He escrito en ocasiones anteriores que desconozco el número de ejemplares que venden los periódicos de circulación estatal, ¡los importantes pues! (incluido “El Heraldo de Chiapas”), pero creo que el “Diario de Comitán” es uno de los más vendidos. Vos has visto cómo en muchos comercios, en las casas, en las escuelas y en las calles, el periódico es consultado por muchísimas personas. Antonio de Jesús Domínguez Altuzar me dijo que, a veces, él y sus compañeros del Departamento de Compaginado deben compaginar tres o cuatro mil ejemplares. “Cuando la noticia es buena -dijo- trabajamos más horas”.
Esta reunión me permitió conocer a Antonio de Jesús y acercarme un poco a su trabajo y a su vida. Él vive en uno de los barrios más tradicionales de este pueblo: La Cruz Grande (¿te acordás cuando fuimos al templo de Santa Teresita y bajamos por un camino estrecho hasta llegar a lo que antes se llamaba “Cenicero”? Bueno, resulta que Antonio de Jesús vive por ahí).
Antes de la rifa, Antonio me dijo que le gustaría obtener una de las dos bicicletas que estaban en el paquete de electrodomésticos. Le comenté que bastaba concentrarse en el objeto y desearlo con mucha ansia para que tal prodigio se hiciera. A la hora de la rifa me cambié de asiento y fui a platicar con Carlitos Rojas, el columnista político del diario. Cuando Juanito (que le hizo de Maestro de Ceremonia) anunció que la primera bicicleta se iba a rifar, vi (desde mi esquina) a Antonio de Jesús y lo vi con los ojos cerrados. Desde ese momento supe que ¡la iba a ganar! Juanito anunció el número ganador y vi que Antonio de Jesús levantó la mano y dijo: “¡Es mía!”. La había ganado. ¿Mirás cómo el prodigio aparece a todas horas?
Yo, que tenía pocos minutos de conocer a Antonio de Jesús, me sentí a gusto por su triunfo. Tal vez, pensé, su labor de compaginador lo ha convertido en un demiurgo que le permite colocar en el orden correcto las hojas de la vida.
Deseo, querida mía, que el Diario de Comitán crezca, crezca mucho; crezca en calidad y en el servicio que le presta a nuestra sociedad.
Un compa del Departamento de Impresión ganó la pantalla donada por el Licenciado Avendaño. Vi feliz al ganador. La pantalla fue el premio más valioso, en cuanto al precio. Pero, el premio más prodigioso fue el que ganó Antonio de Jesús. Su premio está lleno de movimiento, de aire y de promesas de luz, de Sol y de lluvia.
Pd. Si supieras, querida mía, cuántas personas en Comitán, ya preguntan por vos. Te quieren conocer físicamente. ¿Les hacemos el gusto? ¿Se enojará tu novio?
viernes, 16 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO TIENE EL COLOR DE LA TIERRA
Con un abrazo para Enrique Robles, por su cumpleaños.
Querida Mariana: ¿cuál es la piedra más prodigiosa? Laura asegura que el diamante (Shirley Bassey, cantante singular, nos dijo que los diamantes son para siempre), pero Karina dice que la piedra más prodigiosa es ¡el ámbar!
¿Mirás que ambas piedras vienen de lo más profundo de la tierra? A diferencia de las rosas y de los claveles y de las piedras comunes (esas que sirven para espantar chuchos o para quebrar cristales), las piedras preciosas no palpitan al influjo del Sol y del viento. Los hombres, como si fuesen parientes del hombre de Cro-Magnon, tienen que abrir cuevas para descubrir el brillo del diamante o la luz tenue del ámbar.
Parece que la sabiduría está del lado de Karina. El diamante sólo despierta la codicia y la vanidad; en cambio, el ámbar previene El Mal de Ojo. Es maravilloso ver el ritual cuando la madre le cuelga un ojo de ámbar a su crío, para que las miradas calientes no perturben sus sueños de vida.
¿Cuál, entonces, querida mía, el color más prodigioso? ¿Cuál es el color que otorga plenitud a nuestro espíritu? “¡El rojo!”, dice Karina y me lleva hasta la cuna donde duerme su sobrina y me muestra el collar hecho con hilo rojo, y luego me lleva hasta la ventana y me enseña cómo la orquídea también tiene su hilo rojo para que no le echen ojo. Hay miradas, me dice, que son tan calientes que pudren y secan (hay mujeres, digo yo, que también son muy calientes y sus calenturas pudren y secan el corazón de sus amados a la hora que mojan sus cuerpos abrasados en otros ríos; este mal no puede contrarrestarse con un simple hilo rojo).
Parece, entonces, que la fuerza más prodigiosa es la echadura de ojo. En Comitán, cuando yo era adolescente, los amigos, que me miraban tutuldioso y sin novia, me sugerían que debía echarle el ojo a una muchacha bonita.
¿Cuál, entonces, es el órgano del cuerpo más prodigioso? Laura dirá que el corazón, pero Karina dirá que ¡el ojo! La tía Alicia sabía de esto y a cada rato repetía lo que tío Guillermo (su papá) le enseñó: “Los ojos son la ventana del alma”. Esto que repetimos a cada rato ¡es un prodigio del lenguaje! Lo es porque abre la posibilidad de vislumbrar el alma a través de la mirada. Claro, no cualquier mortal tiene acceso a esa ventana. Los Iniciados sí logran acceder; los diletantes se quedan en la orilla.
El color rojo, dice Laura, está desprestigiado. El rojo es bello porque representa la pasión, y quien no tiene pasión por la vida anda mal por la vida. ¿De dónde le viene al rojo su desprestigio? De que el imaginario colectivo ha otorgado tal color al infierno. La iconografía religiosa pinta al demonio inmerso en un lago de fuego y, basta ver cualquier pastorela, para identificar al demonio (color rojo) y al ángel (color blanco). De ahí que el color rojo esté asociado con el pecado y con la depravación (por esto, mientras más rojos los labios de las muchachas de la vida alegre ¡más provocativas!). Pero el color rojo es, antes que todo, el color de la sangre, ¡de la vida! Los demonios, asegura Laura, son negros, negros como la noche en que se perdió el cuch, y así debían pintarlos en la iconografía religiosa, a fin de regresar al rojo su lugar de privilegio en la paleta del sentimiento universal.
Aunque, tal vez, el color más prodigioso sea el color del ámbar. Su transparencia a punto de miel permite ver la luz de otra manera. Y lo que a nuestro mundo le falta es, precisamente, mirarlo de otra manera.
Hace años, Alicia, Quique, Sonia, Paty y yo, hicimos un viaje a Guatemala. En el Lago de Atitlán, trepados en una lancha de motor, pescamos los reflejos dorados que brincaban como peces vela; y en la Antigua Guatemala pepenamos dos vergüenzas. Primera: cuando quisimos comprar rollos fotográficos en Comitán para que no nos hiciera falta, alguien dijo: “¡Ay, ya, si no van a un rancho! Cómprenlos en Guatemala”. Le hicimos caso; cuando entramos a una tienda de artículos fotográficos en aquel país descubrimos que los rollos eran carísimos. ¿Por qué?, le preguntamos al dueño y éste, detrás del mostrador, nos dijo: Es que son de importación. Revisamos la caja y vimos que los rollos estaban hechos en la planta de Kodak, en la ciudad de Guadalajara, en México. Segunda: caminamos por las calles empedradas y en el atrio del templo de La Merced nos topamos con dos mujeres que, en una mesa plegadiza, vendían collares de alpaca y aretes y anillos de ámbar. Las mexicanas enloquecieron ante las joyas. Alicia puso un arete en el oído de Sonia, y dio dos pasos para atrás para ver cómo se veía: luego, Sonia se colocó una pulsera y alargó el brazo para presumirlo. Preguntaron precios y las chapinas dijeron: cuesta tanto y, lo menos, es tanto. Las mujeres abrieron sus bolsos y sacaron los quetzales, mientras las vendedoras, vestidas con trajes bordados, ponían los collares y alhajeros en bolsas de plástico. A Quique se le hizo caro y lo dijo. Las vendedoras, muy serias, guardaron los billetes en medio de su pecho y dijeron: “Es que el ámbar nos lo traen desde Chiapas”. Sí, Chiapas, México.
Y todo esto sale, querida Mariana, porque el otro día, Karina me dijo que su abuelita la llamó y le regaló un par de aretes de ámbar. La señora regaba las begonias de su jardín, dejó la regadera en el suelo, metió la mano en su delantal con rayas azules y puso el par de aretes en su mano. Karina dice que su abuela le dijo que pusiera atención en el animalito que estaba dentro de una de las gotas de ámbar. “Es una simple hormiga”, dijo mi amiga. “Sí -dijo la abuela- tiene millones de años”. La mujer no dijo más. Levantó la regadera y, con la mano en alto, siguió regando unas orquídeas que tiene colgadas en una pared.
¿Cuál, Mariana, es el mayor prodigio del universo? De seguro que no es una piedra preciosa. ¿Tiene alguna importancia un collar de diamantes ante la inmensidad de lo infinito? ¡Por supuesto que no! Todas las piedras, así sean preciosas, no son más que eso: simples piedras. Y ya nos han dicho los sabios que en la medida que los hombres botamos nuestras piedras ¡nos volvemos más humanos, más cercanos con el plan maravilloso del universo! ¿Cuál es el mayor prodigio del universo? ¿Saber que existen millones de millones de estrellas? ¿Reconocer que el universo está en expansión y que, probablemente, no tiene límites? A veces es bueno pensar lo contrario: ¡que el infinito no tiene mayor trascendencia ante lo mínimo cercano! Lo que tenemos al alcance de la mano ¡es lo prodigioso! El pedazo de cielo que nos ilumina; la calle que, a pesar de sus banquetas de laja, nos acaricia el alma; los balcones; la bajada al Mercado Primero de Mayo; el jardín de la casa de la abuela; el corredor con ladrillos de barro; Yalchivol o la fuente del parque central.
Tutuldioso me decían los amigos porque no tenía novia. Echale el ojo a alguna, sugerían. Y yo escuchaba a los mayores decir que, en la década del cuarenta o del cincuenta, los comitecos acostumbraban dar vueltas en el parque: de un lado las mujeres y del otro lado, en sentido contrario, los hombres. Era como una carreterita de voy y vengo, donde recomendaban bajar las luces altas cada vez que pasaba uno frente a la otra, pero que, al mismo tiempo, recomendaban que, cuando una muchacha bonita llamaba la atención del muchacho, éste debía dar quemones. ¿Y cómo eran los quemones, Mariana? Pues a través de la mirada, a través de los ojos, que son la ventana del alma.
De donde entonces concluyo que los hombres somos frágiles y que el amor no está instalado en el corazón. Si el corazón se nos apachurra cuando amamos a alguien es porque, antes, quemó nuestra mirada. ¡Todo amor entra por los ojos! ¿Los ciegos, entonces, no se enamoran? Por supuesto que sí, también lo hacen a través de los ojos. El alma de ellos está tan abierta al misterio y al prodigio que ven más allá de donde los simples mirones vemos. Ellos están ciegos porque la ventana de su alma está abierta a todo lo que da. Los demás, los que poseemos la bendición de mirar las cosas de todos los días, siempre tenemos media abierta la ventana. Nos da temor que el chorro de luz nos lamparee para siempre.
Un día, hallé a una muchacha bonita que no tenía colocado su collar de hilo rojo ni tenía una piedra de ámbar. Este descuido logró que, a pesar de que mi mirada es sencilla y tiene una brasa de medio día, ella se fijara en mí. Algo vio en mis ojos. Se hizo mi novia y yo me casé con ella. ¿Cuál es la piedra más prodigiosa? ¡El afecto! No pesa. No duele. Es como el vuelo del amanecer, cada día.
Pd. Alguna tarde, los chiapanecos tendríamos que escribir una carta a la UNESCO para que, de igual modo que Juan Carlos Gómez Aranda y Fernando Escárcega han propuesto que La Marimba sea declarada Patrimonio de la Humanidad, el ámbar sea declarada la piedra más prodigiosa del Universo. Ese día Karina brincará de gusto, porque el otro día me dijo: “Mi abuelita me regaló millones de años a través del ámbar y del animalito que está adentro: eterno”. Evitar el Mal de Ojo ¡es toda una bendición!
PORQUE SON COMO HOJA DE ORO
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como lentes para el sol, y mujeres que son como barba de candado.
La mujer lente mira todo en color miel, como si fuese un escarabajo en medio de una gota de ámbar. El hombre que se le acerca debe saber que nunca hallara el espíritu de ella, sólo encontrará su propio reflejo. Por esto, la mujer lente alienta en él la línea ingrata de Narciso. Ella es liviana como el agua y escurridiza como la arena.
El placer lo encuentra a la hora del retiro; a la hora en que el Sol se escurre detrás de la montaña, a la hora en que la ola regresa al capullo del mar; a la hora en que las manos se desprenden del aplauso.
Lo más bello de su cuerpo son sus pechos. Cuando algún ignorante (nunca faltan los inocentes) le pregunta por qué cubre sus ojos detrás de los lentes, ella le avienta el abismo de su desprecio. ¿Cómo -se pregunta, indignada- este estúpido no advierte que mi mirada está en mis pechos que como colibríes parpadean a la hora en que la mano toma vuelo?
Siempre ríe, jamás el pulso de la tristeza ahorca la muñeca de su mano. Siempre muestra una dentadura perfecta. Cuando los ojos no hablan ¡los dientes son el marfil del encuentro! Por esto, a ella le gusta que su amado juegue el eterno juego de la Caperucita: ¿Por qué tienes los pechos tan aroma de pomarrosa? ¿Por qué tienes las manos como hoja de oro para retablo? Hasta ahí todo bien, pero nunca falta el pendejo (a cada vuelta de la esquina los hallamos) que, con voz de terciopelo negro, dice: “¿Por qué tienes los ojos tan grandes?”. En ese momento, ella mete el pie en el riachuelo y responde: “¡Para verte mejor!”. Y el tipo queda extasiado, mientras ella se prende las alas y sale a la calle a descolgar lámparas.
Que mis lectores no se confundan y la crean superficial como fresa en medio del desierto. ¡No, no! Ella es como el arco que sostiene la catedral. A veces, como si fuese luz del vitral, con su mano izquierda, baja tantito los lentes para ver lo que tiene al frente. Claro, esto sólo lo hace cuando está segura de que el milagro de Dios vuela frente a sus ojos.
De igual manera que Midas convertía todo en oro, ella convierte en sepia todo lo que toca con su mirada: la flor blanca del hartazgo, el vestido rojo de la carne, la seducción amarilla del hastío y la tristeza negra de la fosa.
Una tarde estuve frente a una mujer lente. Bailaba a mitad de la pista de una disco, en medio de luces de neón y de humo del cigarro. Las parejas a su lado aplaudían o levantaban los brazos. Ella simplemente movía su cuerpo como si su línea de temblor ¡despertara! Sudaba. Su rostro, sus piernas y su pecho eran como el aire de la madrugada. La minifalda roja, ceñida, era un velo húmedo sobre el tendedero. Sudaba. Las gotas de sudor jugaban en las líneas de sus pechos y caían como una cortina de flores doradas. No resistí, dejé mi bebida, me acerqué a ella y me tiré a su lado. Ella no se sorprendió (sin duda estaba acostumbrada a que los bueyes buscaran su querencia). Ella siguió bailando, dejando que su sudor me cercara. Oía las burlas de los demás. Los presentí con sus vasos en las manos, señalándome y botándose de la risa. Debe ser patético ver a un hombre tirado en el suelo, con las manos levantadas en actitud de pedir limosna, pepenando gotas de sudor y lamiéndolas. Debe ser patético ver a un hombre con los ojos cerrados ¡deslumbrado ante tanto amarillo atardecer, tanto polvo de oro!
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una maleta de viaje, y mujeres que son como un chicle tirado en el suelo.
La mujer lente mira todo en color miel, como si fuese un escarabajo en medio de una gota de ámbar. El hombre que se le acerca debe saber que nunca hallara el espíritu de ella, sólo encontrará su propio reflejo. Por esto, la mujer lente alienta en él la línea ingrata de Narciso. Ella es liviana como el agua y escurridiza como la arena.
El placer lo encuentra a la hora del retiro; a la hora en que el Sol se escurre detrás de la montaña, a la hora en que la ola regresa al capullo del mar; a la hora en que las manos se desprenden del aplauso.
Lo más bello de su cuerpo son sus pechos. Cuando algún ignorante (nunca faltan los inocentes) le pregunta por qué cubre sus ojos detrás de los lentes, ella le avienta el abismo de su desprecio. ¿Cómo -se pregunta, indignada- este estúpido no advierte que mi mirada está en mis pechos que como colibríes parpadean a la hora en que la mano toma vuelo?
Siempre ríe, jamás el pulso de la tristeza ahorca la muñeca de su mano. Siempre muestra una dentadura perfecta. Cuando los ojos no hablan ¡los dientes son el marfil del encuentro! Por esto, a ella le gusta que su amado juegue el eterno juego de la Caperucita: ¿Por qué tienes los pechos tan aroma de pomarrosa? ¿Por qué tienes las manos como hoja de oro para retablo? Hasta ahí todo bien, pero nunca falta el pendejo (a cada vuelta de la esquina los hallamos) que, con voz de terciopelo negro, dice: “¿Por qué tienes los ojos tan grandes?”. En ese momento, ella mete el pie en el riachuelo y responde: “¡Para verte mejor!”. Y el tipo queda extasiado, mientras ella se prende las alas y sale a la calle a descolgar lámparas.
Que mis lectores no se confundan y la crean superficial como fresa en medio del desierto. ¡No, no! Ella es como el arco que sostiene la catedral. A veces, como si fuese luz del vitral, con su mano izquierda, baja tantito los lentes para ver lo que tiene al frente. Claro, esto sólo lo hace cuando está segura de que el milagro de Dios vuela frente a sus ojos.
De igual manera que Midas convertía todo en oro, ella convierte en sepia todo lo que toca con su mirada: la flor blanca del hartazgo, el vestido rojo de la carne, la seducción amarilla del hastío y la tristeza negra de la fosa.
Una tarde estuve frente a una mujer lente. Bailaba a mitad de la pista de una disco, en medio de luces de neón y de humo del cigarro. Las parejas a su lado aplaudían o levantaban los brazos. Ella simplemente movía su cuerpo como si su línea de temblor ¡despertara! Sudaba. Su rostro, sus piernas y su pecho eran como el aire de la madrugada. La minifalda roja, ceñida, era un velo húmedo sobre el tendedero. Sudaba. Las gotas de sudor jugaban en las líneas de sus pechos y caían como una cortina de flores doradas. No resistí, dejé mi bebida, me acerqué a ella y me tiré a su lado. Ella no se sorprendió (sin duda estaba acostumbrada a que los bueyes buscaran su querencia). Ella siguió bailando, dejando que su sudor me cercara. Oía las burlas de los demás. Los presentí con sus vasos en las manos, señalándome y botándose de la risa. Debe ser patético ver a un hombre tirado en el suelo, con las manos levantadas en actitud de pedir limosna, pepenando gotas de sudor y lamiéndolas. Debe ser patético ver a un hombre con los ojos cerrados ¡deslumbrado ante tanto amarillo atardecer, tanto polvo de oro!
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una maleta de viaje, y mujeres que son como un chicle tirado en el suelo.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN EJERCICIO DE COMPARACIÓN ES COMO UN ABRACADABRA
Querida Mariana: el viejo Alfonso prendía el quinqué y me daba la libreta número 354. Yo la abría y anotaba: “comparación número doscientos sesenta y cuatro”. Mientras el viejo sacudía los libros con un paño rojo, y Emiliano copiaba comparaciones de libros, en el fondo, yo buscaba la comparación que él me imponía. Su estudio era húmedo, siempre tenía que amarrarme una bufanda al cuello. Yo creo que era tan húmedo porque no tenía ventanas que dieran a la calle, apenas un ventanillo no mayor a una caja de zapatos daba a un patio cerrado.
El viejo me decía: “San Caralampio es tan milagroso como…”, y yo debía completar la comparación, mientras él, ya lo dije, limpiaba El Quijote o Cien Años de Soledad. Yo decía: “…como el aire que se escurre por en medio de los barrotes de la celda”. Don Alfonso, desde el tercer escalón de la escalera de madera, me miraba y decía: “Un calamar es tan débil como…” y, silbando, seguía en su labor de limpieza. Cuando él pasaba a otra comparación significaba que mi respuesta no era incorrecta, así que, mientras buscaba la respuesta del siguiente ejercicio, escribía la anterior y le ponía una palomita: “San Caralampio es tan milagroso como el aire que se escurre en medio de los barrotes de la celda”.
A veces me daba una descripción del objeto, otras dejaba que yo lo hiciera. Mis descripciones siempre caían en el terreno de la imaginación. Esto lo hacía como una vía de escape. Nunca he sido bueno para las descripciones reales. Le decía por ejemplo: “El calamar es un objeto que tiene alas y cuando vuela calma al mar”. Emiliano, detrás de su quinqué, reía y continuaba con su labor. Una vez que me acerqué a su escritorio me dijo que había copiado más de treinta y cinco mil comparaciones. El viejo Alfonso le daba comida y alojamiento (su catre estaba al lado de su escritorio). Emiliano, esa vez, en voz baja, me dijo que llevaba más de ocho años trabajando con el viejo. Una vez que se atrevió a preguntarle para qué usaba las comparaciones escritas por los grandes escritores él le contestó: “Es un gusto como de pastel hecho por mi mamá” (tal vez por esto, la primera comparación que el viejo me dictó fue precisamente: “Es un gusto como de…”. Esa vez yo le dije: “…como de lluvia en tarde iluminada”, y él sonrió y me aceptó como su alumno).
Cuando mi papá me preguntó para qué quería yo aprender a hacer comparaciones, igual que el viejo no tuve una respuesta precisa. Mi papá, que me amaba, me acarició y movió su mano sobre mi cabello como si hiciera “la sopa” de las fichas de dominó y me dijo que estaba bien. Si había decidido ser escritor debía caminar por los cables donde los pájaros detienen su vuelo. Abrió su cartera y me dio el billete para pagar mi primera mensualidad.
El letrero en la pared de la calle movía a risa a medio pueblo: “Taller Alfonsino. Se enseña a hacer comparaciones literarias. Módicas mensualidades. Informes acá mismo”.
“…como los sueños en su tinta”, dije y el viejo sonrió; dijo que ya había terminado la hora. Antes de guardar la libreta anoté: “Un calamar es tan débil como los sueños en su tinta”. Emiliano sonrió detrás de su quinqué y me dijo adiós con la mano. Bajó la cabeza y siguió buscando entre líneas una comparación.
Como todas las tardes los dejé en medio de la humedad y de la penumbra: a Emiliano copiando comparaciones de libros y al maestro limpiando libros.
Un día te conocí y vos te convertiste en el motivo de mis tardes. Dejé de ir al estudio del viejo. Ahora, con vos practico las comparaciones.
Olvidé decir que el rostro de Emiliano, con la luz del quinqué, se alumbraba como el fogón donde nacen las hojas secas.
Una vez entré a deshoras de la noche para recuperar la libreta que el maestro se negó a darme la tarde que le dije no volvería a su curso. En el estudio, siempre alumbrado con dos quinqués, Emiliano limpiaba un libro y don Alfonso, como si fuese un escribiente del siglo XV, copiaba mis comparaciones de la libreta número 354. Supe que el maestro era Emiliano y don Alfonso un simple empleado. Ambos fingían ser lo que no eran, durante el día. ¿Por qué lo hacían? No supe responderme. Salí. Me subí el cuello de la chamarra y caminé pensando que, de grande, me gustaría ser como Emiliano.
viernes, 9 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN BALCÓN ES MÁS QUE UN HUECO EN LA PARED
Querida Mariana: hace doce años, aproximadamente, conduje el programa radiofónico “Imagina que te llamas”. Mario Escobar, gerente de radio IMER, gentilmente abrió un espacio para ese programa que era un juego de la imaginación. El invitado llegaba y la propuesta era: “Imagina que te llamas ¡piano!”, por ejemplo. Y el juego comenzaba: “¿Por quién te gustaría ser tocado? ¿En dónde tienes la tecla del RE? ¿Eres vertical o eres de cola?”, y así hasta el infinito; bueno, hasta que la hora terminaba. Como mirás, las posibilidades del programa eran tantas como palabras existentes en nuestro lenguaje. Podíamos imaginar llamarnos amor, jocoatol, ventana, papalote, maíz, silla, mano, tutís, árbol, Comitán, nube, uña…
Ayer, caminando por las calles del pueblo, recordé el programa. Lo recordé al ver las tejas, los portones, los zaguanes y los balcones de este Comitán de aire transparente. Y luego recordé lo que Rosario Castellanos, en su novela Balún Canán, dice respecto a los balcones: “Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga; y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera. Debe de ser tan bonito estar siempre, como los balcones, desocupado y distraído, sólo mirando. Cuando yo sea grande…”.
Y todo esto fue porque, también, recordé la tarde en que un afecto y yo, sentados en una banca del parque de San Sebastián, jugamos a imaginar que ella se llamaba balcón y yo pared.
Los balcones, las ventanas y las puertas son los huecos por donde las paredes sonríen. Algunos balcones comitecos ya están deteriorados, no obstante muestran su sonrisa sholca; otros permanecen intocados como si tuviesen sonrisa de placa porcelanizada hecha por el dentista Bermúdez. Los muros ciegos son tristes. El Muro de Berlín, por ejemplo, nunca tuvo un hueco por donde pasara el viento, al contrario, su objetivo era cancelar la libertad del aire. En las casas, las paredes más oscuras son las que sirven para delimitar la vecindad, sólo las enredaderas se atreven a desafiar su infausta vocación.
Las niñas que tienen la costumbre de escarbar las paredes y comen la cal, son espíritus que, en vidas pasadas, fueron la Juana de Arco que de vez en vez asoma en los siglos. Las personas que son como Gandhi no soportan las paredes. Las paredes limitan, esa es su encomienda en la vida. Por esto, cuando vamos al campo o al mar nos sentimos bien al mirar el horizonte; ¡entendemos que la vocación del hombre es la libertad!
Al Javier le gusta ir a la Casa Rosada a tomar la cerveza y el caldo de mollejas con el chile al pastor. Cuando me invita me resisto tantito, porque es un lugar lleno de paredes que impiden ver el cielo. La botana es maravillosa, pero yo disfruto los espacios libres de muros. Me encantaba El Camino Secreto de los primeros tiempos, cuando, con los amigos, tomábamos la cerveza en el sitio de la casa. Los propietarios habían instalado una mesa metálica debajo de la sombra de un árbol de aguacate. Un mantel blanquísimo era el fondo para los platos repletos de unas “boquitas” riquísimas. El nombre del lugar se debe al título de una telenovela de moda que quedó como anillo al dedo al local porque caminaba uno por un pasillo estrecho (como hasta la fecha) y al bajar se encontraba uno con el corazón iluminado del sitio de la casa. Poco a poco, la cantina se hizo famosa y con ello la renovaron y la convirtieron en lo que ahora es: un espacio cerrado, un tantito asfixiante. Me cuentan que la botana sigue siendo exquisita y la profusión de visitantes así lo corrobora. En general, las cantinas comitecas ofrecen botanas deliciosas, pero -por desgracia- sus locales han perdido el contacto con lo natural, han dejado de tener ese encanto de Selva, de Valle, del verde que se tiende como una mujer enamorada.
El Tono Gallos de los primeros tiempos estuvo instalado en el patio central de la casa del propietario, con piso de ladrillo, rodeado por macetas llenas de helechos y colas de quetzal. No sé, pero el trago resbalaba más galán y la convivencia tenía listones de luz que se disolvían lentamente. Es una pena que los aguajes comitecos hayan sucumbido a la seducción del cemento. ¿Por qué se disfruta tanto una cerveza y unos camarones al mojo de ajo en la playa? Ya ni escribo la respuesta, querida mía, porque es obvia. No le encuentro el chiste (así le digo al Javier) cuando tomo una cerveza y tengo frente a mi vista ¡una pared!, casi casi la misma pared que tengo en mi casa a la hora de la comida. La misma Casa Rosada en sus principios tuvo más luz (aún cuando nunca tuvo plantas, flores o árboles). La historia tiene su encanto, al inicio se llamó La Casa Blanca y cuando se cambió al lugar donde ahora está se convirtió en Casa Rosada (si jugamos un poco podemos decir que dejó de ser el recinto del Presidente de Los Estados Unidos de Norteamérica para volverse el simple recinto de la Presidente de Argentina, por esto ahora tiene menos luz). Cuando voy a una comida para convivir con los afectos me gusta hacerlo en espacios donde el aire corre como niño sobre carretón y donde la mirada se cuelga en las ramas de los maravillosos azules de nuestros cielos.
“Imaginá que te llamás pared”, dijo mi afecto. Sí, le dije, pero después vos sos balcón. “Va”, me dijo. Y jugamos. ¿Qué tipo de pared sos? ¿Qué temblores resistís? ¿Sos pared de un cuarto? ¿Si, como dice Juan Ruiz de Alarcón, las paredes oyen, vos, que sos pared de cuarto de motel, qué oís? Y jugamos más de dos horas. Luego ella imaginó ser balcón y le hice preguntas. Cuando la tarde se escondió, ella me dijo: “¿Podés hacer un huequito en tu pared para que quepa mi balcón?”. Yo, emocionado, agradecido con la vida y con Dios, dije que sí. Y dije que sí porque los balcones oxigenan la vida de los pueblos.
No puedo imaginar un pueblo con casas cerradas. Las casas son nuestro resguardo, precisamente porque permiten que sus habitantes, igual que las campanas del viento, entren y salgan a toda hora.
Si Rosario viviera en estos tiempos escribiría casi casi lo mismo que escribió. Algunos de los balcones que ella vio de niña siguen mirando las calles. Esos balcones son testigos de las transformaciones de nuestro pueblo. Han visto cómo desaparecieron los burritos cargando agua y se treparon a los autos y ahora conducen desaforados; han visto cómo los señores cambiaron los bastones de caoba por andaderas metálicas al resbalar en las banquetas de laja; han visto cómo los rancheros dejaron las espuelas después que los zapatistas se posesionaron de sus haciendas y ahora, como si fuesen personajes de García Márquez o de Juan Rulfo, deambulan por los callejones gritando: “¡Ay, mis tierras! ¡Ay, mis tierras!”. Los indios son los únicos que permanecen como los balcones: inalterables en su deteriorada forma y en sus maltrechos sueños.
Los balcones siguen viéndonos. Ellos no han cambiado ni en forma ni en fondo. Siguen estirándose en sus barrotes de madera o enredándose en sus grecas de hierro forjado. Los balcones siguen guiñándonos cada vez que pasamos frente a ellos; siguen recordándonos que esos ojos misteriosos son lo que le da sentido a los muros de nuestro pueblo. A cada instante nos dicen que los hombres debemos tener balcones en nuestro corazón. Quien tiene muros ciegos en su espíritu no permite que el genio del hombre crezca. Quien no abre ventanas en su alma enmohece sus patios interiores.
“Debe ser tan bonito estar siempre como los balcones”, dice Rosario. Con ello, a los comitecos nos dice a cada rato que los hombres debemos también ser como los balcones. Desde ahí, los comitecos hemos construido nuestro mito y nuestra capacidad de ensoñación; desde ahí, por en medio de los barrotes, los niños -como gorriones enjaulados- han presenciado los cohetes que incendian los cielos y han visto cómo los papalotes se enredan en medio de los cables de luz; desde ahí, las enamoradas han fisgoneado al amado -a través de la cortina- cuando acude a darle serenata; desde ahí, las abuelas han visto -mientras costuran- cómo la vida es una simple tierra baldía. Desde el balcón (nos dicen los historiadores) nuestra Patria se fortalece cada quince de septiembre.
Pd. ¿Cuándo, vos y yo, jugamos al Imagina que te llamas? Hay tantas nubes que me gustaría jugar con vos. Me gustaría jugar a imaginarnos bandera, libro, almohada, teclado, aljibe…
Pero acá, entre vos y yo, lo que más me gustaría jugar es a imaginar que nos llamamos palabra, que somos palabra. Esto posibilita construir el infinito; permite imaginar más allá del vacío y de los agujeros negros del universo. Permite pensar que la vida puede ser el cordel que dé vuelta al Movimiento Perpetuo.
Mi afecto desapareció de mi vida una tarde. Yo presentía que eso iba a ocurrir. Todo estaba escrito en el libro del destino. Ella, en cuanto tuvo alas, ¡voló! Yo, niña mía, sigo siendo pared. Se sabe, la vocación de la pared y del muro es sembrar raíces en la tierra y mirar cómo las aves vuelan, cómo los trenes llegan y se alejan. La vocación de la pared es la de la mano que siempre dice adiós y sueña con los lugares que miramos a través de los barrotes de un balcón. Soy pared. ¿Vos qué sos?
LA EXTENSIÓN DEL CORAZÓN*
El noventa y tantos por ciento de los hombres y mujeres del mundo tienen manos. Las manos son extensiones del cuerpo que nos permiten tocar el mundo. Imaginemos ¿qué haríamos si no tuviésemos manos?
Hablando de extensiones, el escritor argentino Jorge Luis Borges decía que el libro es la extensión de la memoria y de la imaginación.
Las manos, no siempre reflexionamos en ello, son los asteroides del universo del tacto.
Acá en Comitán se cuenta un chiste donde una mujer le dice a su amado: “tacteame”. La mujer, sin duda, quería que el amado lo “tacteara” a través de esas extensiones que permiten a los amantes sentir que el universo está a la vuelta de la esquina. Y esas extensiones son las manos, los pies, la lengua y, disculpen si me sonrojo, el pene.
Se cuenta, también, que Santo Tomás era un gran incrédulo, por esto, cuando sus compas le dijeron que habían visto al Maestro (Jesús de Nazareth) él no lo creyó. Por esto, Jesús llegó hasta Tomás y le dijo: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos…”. Santo Tomás, para creer, tenía una gran necesidad de “tactear”. Tal vez, por esto, los novios “tactean” a sus novias; lo hacen para creer, para creer que son las mujeres más bellas, que son las más fieles, las más cercanas. Lo hacen con el mismo asombro con que, a veces, extienden la mano para cortar el fruto más jugoso del árbol.
Pero las manos no sólo sirven para acariciar o para entregar una flor a la mujer más linda. He visto, tal vez ustedes también, cómo, en el colectivo, alguien se lleva la mano a la nariz, hurga una fosa nasal y saca un moco, lo hace bolita y luego, silbando, lo pega en la parte baja del asiento. ¡Dios mío, qué cosas, además de chicles, podemos hallar debajo de los asientos de los autobuses! También he visto, y tal vez ustedes también, cómo, en el mismo colectivo, un muchacho coloca la mano sobre su rodilla y poco a poco, al ritmo de los baches, la baja para rozar apenas el muslo de la muchacha bonita que está sentada a su lado (no sé, tal vez, alguien de ustedes ha sido la muchacha bonita o el muchacho de la mano atrevida).
Pero, las manos sirven para más. Díganme, por favor, para qué más usamos las manos. Hoy en la mañana, las usamos para tomar el cepillo de dientes o el de del cabello; las usamos para tomar el vaso con el jugo de naranja o con el licuado que preparó nuestra madre; las usamos para coger (sin albur) el pomo de la puerta para cerrarla. Las manos, las usamos para acomodarnos el cabello a la hora de bajar del colectivo o del auto; las usamos para cargar la mochila donde van los cuadernos y la lap top; las usamos, vaya que las usamos, para enviar mensajes a los amados o a las amadas a través del celular; las usamos a la hora que vamos al baño, a la hora que borramos el pizarrón, a la hora que escribimos en los teclados de las computadoras, a la hora que acariciamos la superficie del tablero de la silla imaginando que son los muslos de la maestra o del profesor. Las usamos de noche y de día. Piensen, por favor, tantito, en todos los usos que le dan a esas maravillosas extensiones de nuestro cuerpo.
Un día, hace mucho tiempo, reflexioné en esto que ahora comparto con ustedes. Y me di cuenta que yo, estudiante de la Universidad Nacional Autónoma de México, usaba mis extensiones corpóreas, no sólo para acariciar las manos de mi amada, ni para abrir el misterio de su secreto, sino que también las usaba para acariciar y abrir los secretos misterios de esa extensión sublime que, según Borges, son los libros. Sí, muchachos, sí, yo cargaba con pasión los libros, a todas partes.
Caí en la cuenta que desde el Jardín de Niños, las manos habían sido mis cómplices perfectos en ese acto maravilloso de cargar, abrir y dar vuelta a la página del libro. Me di cuenta que, de niño, había rayado libros y, qué pena, de nuevo, había embadurnado mis dedos con saliva para dar vuelta a las páginas de libros, a veces nuevos, a veces viejos. Las manos, entonces, me han abierto no sólo puertas y ventanas físicas, sino también las metafísicas que alimentan a la imaginación.
Y ese día, muchachos, también caí en la cuenta que yo nunca caí en la trampa que siempre nos quieren imponer los poderosos. No sé si ustedes (yo creo que sí), ya se dieron cuenta que los mayores, los poderosos, cuando alguien habla de libros, se llevan la mano a la boca y bostezan. Sí, qué pena, las manos también sirven para denotar cansancio a la hora que tapamos nuestra boca en intento de ahogar un bostezo. No sé si ustedes (yo creo que sí) se han dado cuenta que el cine norteamericano, cada vez con más recursos tecnológicos, nos avienta películas con maravillosos efectos especiales. Lo hace para que comparemos y terminemos diciendo que la imagen supera con mucho a la palabra. Los estúpidos poderosos siempre nos avientan en la cara eso de que: una imagen vale más que mil palabras. No saben, tontitos, que con una palabra podemos formular millones de imágenes. Si no ¡que lo digan los poetas! No saben los poderosos que ya no caemos en su trampa. Los libros alimentan a la imaginación y un pueblo con imaginación es un pueblo libre. Por esto, muchachos, por esto, los poderosos insisten en que los libros son aburridos; en que son difíciles de entender. Algunos maestros, ¡pobres!, sin saberlo hacen eco a esa perversa idea de que los libros son aburridos y entonces imponen castigos a los alumnos que son rebeldes, a los que no aceptan el mundo tal como nos lo formulan desde arriba y los hacen leer diez páginas de un libro. Lo imponen como un castigo.
Los poderosos han encontrado un gran aliado en ese maravilloso chunche tecnológico que se llama televisión. Como en la mayoría de casas existe una televisión, los poderosos nos avientan toneladas de mensajes subliminales donde, ya lo dije al principio, nos dicen que la imagen es superior a la palabra escrita. ¿Alguna vez vemos en la televisión programas donde nos digan que los libros son maravillosos? Muy pocas veces. Tan pocas veces que una vez un alumno mío me dijo: “Tasté jodido maestro, las películas son superiores a los libros. Yo he llorado muchas veces con las películas y nunca, nunca, con un libro”. ¡Dios mío, me quedé callado! ¿Qué podía decirle? Por fortuna, en ese tiempo tenía una alumna que era mi consentida y leía, leía mucho, disfrutaba la lectura. Una mañana hallé a mi amiga en el jardín del Colegio, recostada en uno de los árboles, me acerqué y la vi llorando. ¿Qué te pasó?, le pregunté, y ella, limpiándose las lágrimas me dijo: “Se está muriendo El Quijote”. Todos aquellos lectores que han leído ese libro maravilloso de Cervantes han sentido cómo su corazón se encoge en el instante en que don Quijote muere.
Esta anécdota me enseñó que el primer alumno no había recibido la sensibilización que sí había recibido mi amiga consentida. Imagino que si alguien ignora lo que significan los campos de concentración donde murieron millones de hombres pasa insensible ante la alambrada de púas, pero si alguien sabe lo que esos terrenos representan para el horror que siembran los poderosos en su afán de poder, no es extraño que se hinque ante esas alambradas y alguna lágrima aparezca.
Televisa y Tv Azteca son ahora los modernos campos de concentración. Sin ningún pudor, a grandes gritos, nos envían a los hornos para cancelar nuestra imaginación. A ellos, los poderosos, les conviene que la juventud mexicana ¡no lea, que no se instruya! A los poderosos, ustedes lo saben, les conviene que los jóvenes no reflexionen; les conviene que se conformen con ese lema romano que tanto bien les ha prodigado: “para el pueblo: pan y circo”.
¿Ustedes son lectores por placer? ¿O han caído en la trampa perversa de los poderosos?
Queridos muchachos, deseo que sus manos sirvan para tactear a sus amados, a sus amadas; que les sirvan para leer el mundo; que les sirvan para construir sus sueños. Si ustedes, también, usan esas maravillosas extensiones para llevar libros, para acariciar sus páginas, para abrirlos, para dar vuelta a la hoja, su vida, igual que el universo, se irá expandiendo y serán libres, libres en la pasión y en la inteligencia.
Muchas gracias.
*Texto leído en la PRIMERA FERIA DEL LIBRO, organizada por la Universidad Valle del Grijalva, Campus Comitán.
Hablando de extensiones, el escritor argentino Jorge Luis Borges decía que el libro es la extensión de la memoria y de la imaginación.
Las manos, no siempre reflexionamos en ello, son los asteroides del universo del tacto.
Acá en Comitán se cuenta un chiste donde una mujer le dice a su amado: “tacteame”. La mujer, sin duda, quería que el amado lo “tacteara” a través de esas extensiones que permiten a los amantes sentir que el universo está a la vuelta de la esquina. Y esas extensiones son las manos, los pies, la lengua y, disculpen si me sonrojo, el pene.
Se cuenta, también, que Santo Tomás era un gran incrédulo, por esto, cuando sus compas le dijeron que habían visto al Maestro (Jesús de Nazareth) él no lo creyó. Por esto, Jesús llegó hasta Tomás y le dijo: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos…”. Santo Tomás, para creer, tenía una gran necesidad de “tactear”. Tal vez, por esto, los novios “tactean” a sus novias; lo hacen para creer, para creer que son las mujeres más bellas, que son las más fieles, las más cercanas. Lo hacen con el mismo asombro con que, a veces, extienden la mano para cortar el fruto más jugoso del árbol.
Pero las manos no sólo sirven para acariciar o para entregar una flor a la mujer más linda. He visto, tal vez ustedes también, cómo, en el colectivo, alguien se lleva la mano a la nariz, hurga una fosa nasal y saca un moco, lo hace bolita y luego, silbando, lo pega en la parte baja del asiento. ¡Dios mío, qué cosas, además de chicles, podemos hallar debajo de los asientos de los autobuses! También he visto, y tal vez ustedes también, cómo, en el mismo colectivo, un muchacho coloca la mano sobre su rodilla y poco a poco, al ritmo de los baches, la baja para rozar apenas el muslo de la muchacha bonita que está sentada a su lado (no sé, tal vez, alguien de ustedes ha sido la muchacha bonita o el muchacho de la mano atrevida).
Pero, las manos sirven para más. Díganme, por favor, para qué más usamos las manos. Hoy en la mañana, las usamos para tomar el cepillo de dientes o el de del cabello; las usamos para tomar el vaso con el jugo de naranja o con el licuado que preparó nuestra madre; las usamos para coger (sin albur) el pomo de la puerta para cerrarla. Las manos, las usamos para acomodarnos el cabello a la hora de bajar del colectivo o del auto; las usamos para cargar la mochila donde van los cuadernos y la lap top; las usamos, vaya que las usamos, para enviar mensajes a los amados o a las amadas a través del celular; las usamos a la hora que vamos al baño, a la hora que borramos el pizarrón, a la hora que escribimos en los teclados de las computadoras, a la hora que acariciamos la superficie del tablero de la silla imaginando que son los muslos de la maestra o del profesor. Las usamos de noche y de día. Piensen, por favor, tantito, en todos los usos que le dan a esas maravillosas extensiones de nuestro cuerpo.
Un día, hace mucho tiempo, reflexioné en esto que ahora comparto con ustedes. Y me di cuenta que yo, estudiante de la Universidad Nacional Autónoma de México, usaba mis extensiones corpóreas, no sólo para acariciar las manos de mi amada, ni para abrir el misterio de su secreto, sino que también las usaba para acariciar y abrir los secretos misterios de esa extensión sublime que, según Borges, son los libros. Sí, muchachos, sí, yo cargaba con pasión los libros, a todas partes.
Caí en la cuenta que desde el Jardín de Niños, las manos habían sido mis cómplices perfectos en ese acto maravilloso de cargar, abrir y dar vuelta a la página del libro. Me di cuenta que, de niño, había rayado libros y, qué pena, de nuevo, había embadurnado mis dedos con saliva para dar vuelta a las páginas de libros, a veces nuevos, a veces viejos. Las manos, entonces, me han abierto no sólo puertas y ventanas físicas, sino también las metafísicas que alimentan a la imaginación.
Y ese día, muchachos, también caí en la cuenta que yo nunca caí en la trampa que siempre nos quieren imponer los poderosos. No sé si ustedes (yo creo que sí), ya se dieron cuenta que los mayores, los poderosos, cuando alguien habla de libros, se llevan la mano a la boca y bostezan. Sí, qué pena, las manos también sirven para denotar cansancio a la hora que tapamos nuestra boca en intento de ahogar un bostezo. No sé si ustedes (yo creo que sí) se han dado cuenta que el cine norteamericano, cada vez con más recursos tecnológicos, nos avienta películas con maravillosos efectos especiales. Lo hace para que comparemos y terminemos diciendo que la imagen supera con mucho a la palabra. Los estúpidos poderosos siempre nos avientan en la cara eso de que: una imagen vale más que mil palabras. No saben, tontitos, que con una palabra podemos formular millones de imágenes. Si no ¡que lo digan los poetas! No saben los poderosos que ya no caemos en su trampa. Los libros alimentan a la imaginación y un pueblo con imaginación es un pueblo libre. Por esto, muchachos, por esto, los poderosos insisten en que los libros son aburridos; en que son difíciles de entender. Algunos maestros, ¡pobres!, sin saberlo hacen eco a esa perversa idea de que los libros son aburridos y entonces imponen castigos a los alumnos que son rebeldes, a los que no aceptan el mundo tal como nos lo formulan desde arriba y los hacen leer diez páginas de un libro. Lo imponen como un castigo.
Los poderosos han encontrado un gran aliado en ese maravilloso chunche tecnológico que se llama televisión. Como en la mayoría de casas existe una televisión, los poderosos nos avientan toneladas de mensajes subliminales donde, ya lo dije al principio, nos dicen que la imagen es superior a la palabra escrita. ¿Alguna vez vemos en la televisión programas donde nos digan que los libros son maravillosos? Muy pocas veces. Tan pocas veces que una vez un alumno mío me dijo: “Tasté jodido maestro, las películas son superiores a los libros. Yo he llorado muchas veces con las películas y nunca, nunca, con un libro”. ¡Dios mío, me quedé callado! ¿Qué podía decirle? Por fortuna, en ese tiempo tenía una alumna que era mi consentida y leía, leía mucho, disfrutaba la lectura. Una mañana hallé a mi amiga en el jardín del Colegio, recostada en uno de los árboles, me acerqué y la vi llorando. ¿Qué te pasó?, le pregunté, y ella, limpiándose las lágrimas me dijo: “Se está muriendo El Quijote”. Todos aquellos lectores que han leído ese libro maravilloso de Cervantes han sentido cómo su corazón se encoge en el instante en que don Quijote muere.
Esta anécdota me enseñó que el primer alumno no había recibido la sensibilización que sí había recibido mi amiga consentida. Imagino que si alguien ignora lo que significan los campos de concentración donde murieron millones de hombres pasa insensible ante la alambrada de púas, pero si alguien sabe lo que esos terrenos representan para el horror que siembran los poderosos en su afán de poder, no es extraño que se hinque ante esas alambradas y alguna lágrima aparezca.
Televisa y Tv Azteca son ahora los modernos campos de concentración. Sin ningún pudor, a grandes gritos, nos envían a los hornos para cancelar nuestra imaginación. A ellos, los poderosos, les conviene que la juventud mexicana ¡no lea, que no se instruya! A los poderosos, ustedes lo saben, les conviene que los jóvenes no reflexionen; les conviene que se conformen con ese lema romano que tanto bien les ha prodigado: “para el pueblo: pan y circo”.
¿Ustedes son lectores por placer? ¿O han caído en la trampa perversa de los poderosos?
Queridos muchachos, deseo que sus manos sirvan para tactear a sus amados, a sus amadas; que les sirvan para leer el mundo; que les sirvan para construir sus sueños. Si ustedes, también, usan esas maravillosas extensiones para llevar libros, para acariciar sus páginas, para abrirlos, para dar vuelta a la hoja, su vida, igual que el universo, se irá expandiendo y serán libres, libres en la pasión y en la inteligencia.
Muchas gracias.
*Texto leído en la PRIMERA FERIA DEL LIBRO, organizada por la Universidad Valle del Grijalva, Campus Comitán.
miércoles, 7 de diciembre de 2011
LOS DESPEÑADEROS LITERARIOS
A mí no me preocupa que el próximo Presidente de la República (el que llegue) no sea lector de libros; no me preocupa que “tataratee” al tratar de decir cuáles son los tres libros que más le han marcado en la vida.
Dicen que Peña Nieto, candidato del PRI a la Presidencia de la República, en la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara, no pudo responder la pregunta: “¿Cuáles son los tres libros que han marcado su vida personal?”
Lo que preocupa es que, en intento de aparentar lo que no es, olvide ser lo que es. Preocupa que, a partir de este instante, los asesores de tal personaje le den una síntesis del contenido de libros que deberá presumir de su lectura, y se muestre ante el mundo como consumado lector. Es preferible conocer la realidad y la realidad es la que el Ex presidente Fox y este candidato nos han presentado. ¡La realidad es que nuestros gobernantes no son amantes de las Bellas Artes! Los políticos mexicanos aman todo lo que tiene que ver con el cuerpo y la materia y no con el espíritu. ¡Esta es la realidad del país!
Si le hubiesen preguntado: ¿cuáles son los tres futbolistas más importantes, o sus tres comidas favoritas, o sus tres deseos para el mundo, o las tres películas inolvidables, o los tres cantantes de pop más relevantes?, habría respondido de inmediato. Esta inmediatez nos indica la realidad del país: ¡hemos crecido bajo el efecto de la mediocridad que imponen los grandes emporios de la comunicación! (que es como decir Televisa o TVazteca. De hecho nos dicen que Peña Nieto es otro producto mediático, artificialmente inflado).
¿Qué puede responder el mexicano promedio si le preguntan: cuáles son los tres compositores musicales clásicos de su preferencia, cuáles los tres pintores del siglo XX que más han marcado su vida, cuáles las tres óperas favoritas, cuáles los tres novelistas mexicanos más relevantes?
¿Qué puede responder el chiapaneco promedio si le preguntan: quiénes son los tres pintores chiapanecos más importantes, cuáles los títulos de tres novelillas escritas por narradores chiapanecos?
Es una pena que Peña Nieto no haya leído, cuando menos, “El Príncipe” o “El Arte de la Guerra” que, parece, son libros de cabecera de quienes pelean el poder, pero ¡pasa nada!
Lo preocupante es que los gobernantes eviten que la niñez y juventud mexicanas sean grandes lectoras. Si ellos viven felices inmersos en sus mundos terrenales ¡está bien! Lo que no es ético es poner diques para que sus gobernados ¡vuelen en el mundo de la imaginación y de la inteligencia!
Por esto, independientemente de quién sea el próximo gobernador de Chiapas (de la relación de calenturientos no se aprecia algún verdadero amante de las Bellas Artes), exijo que, cuando menos, el encargado del despacho de Coneculta sea alguien amante de Chiapas y de las Bellas Artes; que sea -¡por el amor de Dios!- un amante de la literatura y respetuoso de la creación. Que no “tataratee” cuando alguien le pida los títulos de los tres libros que han marcado su vida (ojalá que “El libro vaquero” no sea uno de los elegidos).
Si el Presidente de la República no es lector es porque sus antecesores fueron apáticos hacia el arte y no construyeron los puentes para acceder al placer de la lectura.
Si el próximo Gobernador de Chiapas quiere dar chamba a sus amigos y compadres ¡que lo haga!, pero, por favor, que en la Secretaría de Educación y en Coneculta ponga a chiapanecos talentosos y comprometidos con el arte.
Si él no va a leer literatura, porque su encargo le demandará dedicar todo su tiempo a resolver los ingentes problemas de este Chiapas apesadumbrado, que cuando menos, el encargado de Coneculta ¡sí lo haga, por convicción y por placer, para que, por placer y convicción, impulse la lectura!
Cuando leí la nota de Peña Nieto, pensé en mis tres libros. Igual que él elegiría La Biblia, me encanta leer los Salmos y el Cantar de los Cantares; “Rayuela”, de Cortázar, por su capacidad lúdica de plantearse las interrogantes de la vida; y “El Principito”, de Saint-Exupéry, porque me ayuda a pepenar las huellas del niño que fui y que aspiro a ser. Siempre que alguien me pide una recomendación para regalar un libro a un adolescente le sugiero “El Principito”. Quien no es tocado por este libro maravilloso ¡no será lector nunca! ¡Mejor que se dedique a patear al balón!
¿Y vos, querido lector, cuáles son tus tres libros?
lunes, 5 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO NO HAY QUE PEDIRLE PERAS AL ÁRBOL DE NAVIDAD
Querida Mariana: estuve a punto de ir a la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara. A última hora, casi casi cuando estaba con un pie en el estribo del caballo, tuve que cancelar mi viaje.
Una vez, hace muchos años estuve en una Feria del Libro, en El Palacio de Minería. ¡Ah, vieras cómo disfruté esa experiencia! Fue como si ese espacio sagrado lo hubiesen convertido en un campo lleno de ruedas de la fortuna, de carritos chocones y de carpas donde estaba expuesta la Mujer Araña que se convirtió en tal por no respetar a sus padres. Y no estaba solo en esa aventura. Salvo algunos muchachos que sus maestros los habían llevado un poco a la fuerza, los demás visitantes tenían la cara alegre de los que tiran al blanco con rifles de mira chueca o comen un algodón de París.
¡No he vuelto a vivir esa experiencia! Acá en Comitán (lo sabés) estamos muy escasos de esos arguendes maravillosos. Cuando realizan el Festival Internacional Rosario Castellanos (que de internacional sólo tiene el nombre rimbombante) anuncian una Feria del Libro, que no es más que un montón de carpas, alrededor del parque central. ¡Eso, querida mía, no es una feria! (le hace falta la rueda de los caballitos, las canicas, la casa de los espejos y más, mucho más). Y es que en una verdadera feria del libro, los lectores se trepan a la rueda de los caballitos y miran cientos de libros de muchos países, no sólo los libros pertenecientes al Canon, también los libros escritos por autores marginales, de esos que, en muchas ocasiones, están más bien escritos que los de los nombres famosos. Acá en Comitán nos llegan siempre “los mesmos” (y lo peor ¡en ediciones piratas!).
En una feria del libro los lectores tienen la oportunidad de intercambiar opiniones con los autores, y aunque sé bien que el diálogo fecundo se da entre el libro y el lector, tiene su encanto estar cerca de Carlos Fuentes o de Mario Vargas Llosa, tomarse una foto con ellos y pedirles el autógrafo. ¿Por qué no? Si los aficionados al fútbol son felices cuando se ponen una playera de su equipo y se toman una foto con el “Chicharito”, por qué los aficionados a la literatura no van a ser medianamente felices cuando se ponen una playera que dice: “Leo, por lo tanto ¡el mundo existe!” y se toman una foto con el Gabriel García Márquez o con el Gabriel Hernández (acá en Chiapas). Miro en el “facebook” cómo la Chary Gumeta (que anda metida en mil ajos) se toma su foto bien chenta con el Eraclio Zepeda, por ejemplo. Así pues, ¿por qué no? ¡Pero no! En Comitán, lejos estamos de tener esa experiencia en la Feria del Libro, organizada por los Coneculteros. Esta feria, ¡qué pena!, es como ir al mercado y mirar cientos de cajas con tomates y chiles poblanos. Miramos las puras cajas, sin poder “tactear” la maravilla del color y del aroma de esas nubes. Así, ¿quién se puede enamorar del tomate?
Una tarde que tomaba café en el corredor de su casa, sentado bien sabroso en una poltrona, el tío Concho me dijo: “Fijate vos que yo bien pronto encontré que todo estaba en los libros”. ¿Por qué?, le pregunté: “Resulta que ahora vienen mis nietos a presumirme del Internet y del feisbuk y de no sé cuántas madrolas más, pero yo, desde cuando supe que todo esto iba a ser; mucho antes de que estos malvaviscos se tostaran en la fogata. Hace muchos años leí “Cien Años de Soledad” y oí que el viejo Melquiades dijo: “La ciencia ha eliminado las distancias. Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa”. ¿Ya lo miraste? Lo dijo ahí, en Macondo, cientos de años antes de que esta madrola del Internet apareciera. Por eso digo que todo está en los libros”.
Pues sí, tío Concho es sabio y su sabiduría la ha pepenado cuando camina por los libros. Por esto, todos los años, desde hace veinticinco, trepa al carro de su hijo Fernando y éste lo lleva a Guadalajara. Ahora, querida mía, estuve a punto de ir con él, pero…
Ahí será para la otra.
viernes, 2 de diciembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA BANQUETA ES CASI COMO LA CASA
Querida Mariana: mi tía Ausencia vaticinaba que si seguía portándome mal, de grande, iba yo a terminar “durmiendo en la banqueta”. Yo, que estudiaba el bachillerato, seguí parrandeando, sin hacer caso al augurio. Pero lo que sí hice fue salir a las calles, diariamente, a las ocho o nueve de la noche, para ver si un “bello durmiente callejero” me contaba su experiencia. ¿Los que duermen en banquetas, envueltos en cartones y periódicos, fueron mal portados de adolescentes? Nunca hallé un durmiente a esa hora. Jorge me decía que esos hombres “se acostaban” más tarde. Son personas, me decía, que no tienen dónde dormir y se acuestan tarde para despertar temprano y así dormir el menor tiempo posible, porque el suelo es duro, muy duro.
Las banquetas, desde siempre, me han subyugado. De niño pensé que eran como un puente en el vacío. Cuando Sara, la sirvienta, me llevaba al mercado, ella señalaba al niño que caminaba debajo de la banqueta y decía: “Mirá, eso está mal”, y yo movía mi cabeza de arriba para abajo. Sí, estaba mal. Los niños (mi mamá decía a cada rato) debían caminar sobre la banqueta, así evitaban accidentes. Entonces, la banqueta era como una alfombra mágica que resguardaba de peligros terrenales a los peatones.
Pero, para los otros, la banqueta era un territorio emocionante. Algunos niños bajaban un pie a la calle y caminaban con el otro sobre la banqueta. Caminaban como cojeando y esto les provocaba un gran gusto. Cantaban: “Una pata en la tierra / otra pata en el cielo / pata sobre pato pata / pata pata pata en celo”, y daban un paso sobre la banqueta y otro paso sobre el arroyo y eran como barcos bamboleándose en medio del oleaje de las doce del día frente a la Nevelandia.
La palabra peatón (ya lo dijo Sabines) es una palabra bonita. Todos los seres humanos somos peatones, sólo eso, ¡no más! Los hombres y mujeres nos pasamos durmiendo un tercio de nuestra vida; por lo tanto podríamos definirnos como durmientes, pero somos peatones gran parte de la vigilia. Todo mundo anda de acá para allá; incluso quienes viajan en avión, caminan apresurados en las salas del aeropuerto para alcanzar el vuelo y después caminan, con la misma premura, para subir a un taxi. La Marvin -de Coneculta-, el Gobernador de Chiapas y el Presidente de la República no son más que simples peatones, aunque viajen en helicópteros o en lujosas camionetas. Cuando se bajan de las naves vuelven a ser lo que son. Si ellos (los poderosos) son peatones, con mayor razón todos los de a pie. En Comitán, en muchas esquinas, hay letreros con el lema: “El peatón es primero”. Pienso que tienen razón; en este pueblo se reconoce que el ser humano es lo más importante que tiene el universo. Es fácil de entender por qué es así: ¡este pueblo es un pueblo sabio! (sólo nos falta ser congruentes con nuestro pensamiento sabio).
Cuando crecí, las banquetas se convirtieron en fronteras. Tenía una amiga con la que jugaba, jugaba a que la banqueta donde caminábamos era México y la banqueta de enfrente era Francia. Cuando mirábamos que el carro venía lejos, a una cuadra, cruzábamos hacia la otra banqueta y movíamos nuestros brazos como si nadáramos (lo recuerdo con emoción porque como no sé nadar, siempre me sentía como campeón de natación cuando llegaba al otro extremo de ese mar). Ya, en el otro territorio, nos secábamos el cabello y hablábamos en francés: “Bonjour, mon amour” y sonreíamos, felices de andar por los Campos Elíseos, a media cuadra del parque central de Comitán. En ese tiempo las banquetas fueron como el hilo que me decía que todo el mundo estaba en mi mano con sólo pasar de una a otra acera.
Pero -¡oh, Dios mío!- un día descubrí que la banqueta era un círculo limitante. Fue una mañana en que, sin tener algo mejor qué hacer, comencé a caminar por la manzana que está frente al parque de San Sebastián; caminé por el portal, di vuelta en la esquina, pasé por la casa de la mamá de Hernán Esquinca (que ella descanse en paz), y luego di vuelta con rumbo al Centro de Salud, hasta llegar al Jardín de Niños Justo Sierra y torcí con dirección al Puente Hidalgo. Al llegar a la esquina, después de pasar por la casa de Florecita Alfonzo y por donde ahora está un taller donde componen televisiones, caminé hasta llegar a la casa de don Tito Caballero y, cuando vine a ver, estaba en el mismo sitio de donde había partido. ¡Me paralicé! No pude cruzar hacia el parque, porque lo vi muy lejos. Como si fuese yo hijo de Fidel Castro Ruz me sentí en una isla. Estaba rodeado de calles.
No hay peor sentimiento que saberse isla, que saberse solo. Supe entonces que las banquetas eran ¡una mera ilusión! Caminábamos sobre ellas, sólo para dar vueltas y vueltas, regresando siempre al mismo lugar. Me di cuenta que caminábamos mucho, todos los días, a todas horas, y no salíamos del pueblo. No era cierto que bastaba pasar del otro lado para llegar a París. ¡Todo era una farsa! Por esto, intuí, los durmientes banqueteros, decepcionados, dejaban de buscar su Ítaca y se recostaban sobre las banquetas, convencidos de que ya estaban en su isla, condenados a no abandonarla nunca. Las banquetas eran como la cáscara de las manzanas y éstas estaban llenas de gusanos.
Ese día, Marianita de todas mis lajas, pensé haber perdido una de las nubes más importantes de mi vida. Agotado, decepcionado, me senté y apoyé la cara en mis manos. Me senté sobre una banqueta, casi en espera de que un auto pasara y me tumbara los pies, como se tumban los cimientos de un edificio que se derruye. Pero, como siempre sucede en la vida, tal desvelo no hizo más que mostrarme ¡el prodigio! El prodigio de los hombres que se sientan en las banquetas y miran cómo el mundo pasa enfrente. Descubrí el prodigio del tiempo; la bendición de la pausa; el encanto del que se recuesta en la hamaca y deja que el Sol se pierda detrás de la montaña.
Ese día, Marianita de todos mis atardeceres, descubrí el encanto del verbo “banquetear”. Porque el mayor privilegio de los comitecos es conjugar dicho verbo para jugar con él: yo banqueteo, vos banqueteás y ellos banquetean.
Descubrí que banquetear es uno de los hilos de nuestra identidad. Bajé, emocionado, al barrio de La Pilita Seca y con mi amigo Jorge Gómez -hoy flamante Coordinador del Deporte Municipal- banqueteé una tarde que se nos fue mirando los verdes de la Ciénaga.
Ahora, voy a la Pilita Seca con frecuencia. Me gusta ir a la hora en que el olor a pan de Las Torres entra a todos los patios de las casas aledañas y juega sube y baja por todas las calles del barrio; a la hora en que se prenden los focos de encima de las puertas y, en algunas, sacan mesas con manteles de plástico y ponen recipientes con queso, frijol, carne y picles para hacer las tostadas o los panes compuestos o los tacos dorados de papa.
En ese barrio, Marianita, la vida sale de adentro de las casas y se instala en las banquetas. He visto, te lo juro, a dos o tres niñas jugar con sus barbies, justo en el espacio de la banqueta que delimita la puerta de entrada. Ahí, las niñas juegan a que son mamás y les enseñan a sus hijas cómo la vida es eso que pasa por el frente.
En ese barrio, Marianita, ¡la vida está sobre las banquetas! Ahí está la permanencia. Las muchachas bonitas abren las puertas de sus casas, se sientan y estiran sus piernas sobre las banquetas; los jóvenes, sin citarse, se reúnen y chancean, platican, piropean a las niñas bonitas que por ahí pasan o bromean al “mamado” que se encamina a hacer su rutina de gimnasio.
Ahora, voy a la Pilita Seca, sólo para platicar con doña Martita Abarca, quien, todas las noches, saca una mesa en la banqueta de la esquina y vende chalupas, tacos dorados y tacos suaves. Ella, orgullosa, dice que su salsa es única, porque está hecha en molcajete, y ya se sabe que la salsa hecha en molcajete tiene un sabor que supera al de la hecha en una simple Moulinex. Parece, querida mía, que el secreto de banquetear es el mismo; cuando nos sentamos en una banqueta es como si molcajeteáramos la vida.
Cuando mi tía Ausencia insistía en que dejara esa vida equivocada, yo pensaba: ¿Tan malo será dormir en la banqueta?
En una ocasión fuimos al rancho de Quique, y, en la noche, después de tomar unos tragos de ron, los amigos nos tumbamos en el suelo, boca arriba. El cielo era como un huevo de guajolote: lleno de puntos maravillosos. Cada lucecita parecía un hueco por donde se podía pasar a otra dimensión. Esa noche pensé que tal vez quienes dormían en las banquetas eran unos eternos buscadores. Como no encontraban en los suelos lo que buscaban, ¡lo buscaban en los cielos! Tal vez no era tan malo dormir en la banqueta. Pero, un día le hice caso a mi tía y comencé a dejar el camino equivocado. Juré no volver a tomar trago y así lo hice, no por lo que ella decía, sino por lo que Jorge me dijo: ¡el suelo es duro, muy duro!
Ahora, mi niña bonita, lo que hago en Comitán es banquetear. En las tardes me siento en cualquier banqueta y dejo que el día se diluya; cuando los focos se prenden, me levanto y voy a casa, ahí me acuesto sobre mi cama, cierro los ojos y sueño que estoy en el rancho de Quique y que el colchón es el pasto y que el techo de la casa es el cielo y miro miles de estrellas y siento que ahí, ¡ahí!, está lo que ellos (los durmientes banqueteros) y yo buscamos. Alzo mis manos y trato de pescar algo. Cuando abro los ojos miro mis manos y encuentro unos puntitos como cuando mirás el Sol durante algún tiempo. Sé, entonces, que las banquetas son el puente que cubre los vacíos del espíritu a la hora que caminamos por estas calles. Y recuerdo lo que mi mamá decía (y sigue diciendo): los niños deben caminar sobre la banqueta (no importa que andemos resbalando porque se han vuelto superficies llenas de jabón por la laja que las cubre).
Pd. ¿Qué tarde vos y yo conjugamos el verbo banquetear? Estarás de acuerdo que nos falta conjugar muchos verbos: querer, amar, descubrir, comer, soñar, iluminar, ¡vivir!
AHÍ VIENE LA A, CON SUS DOS PATITAS
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como lágrimas de piedra, y mujeres que son como letras de cristal.
La mujer letra está casi casi en todo lugar. Está en el nombre de las cosas y en el nombre de los nombres. Cuando va a la playa, se tumba sobre la arena, se pone bloqueador, se suelta el sujetador, cierra los ojos y coloca sus manos debajo de la cabeza. Esto, trivial en apariencia, es lo que define su personalidad: es mujer que se tumba fácilmente, siempre y cuando exista un colchón de palabras nube sobre el suelo; siempre cierra los ojos porque no le gusta ver los errores de ortografía en el rostro de su amado; coloca sus manos debajo de la cabeza para decirle a él que todo debe estar siempre “al pie de la letra”; se pone bloqueador en intento de preservar la pureza del lenguaje, tan dado, en los últimos tiempos, a contaminarse con aguas pestilentes; y se suelta el sujetador en intento de realizar una oda a la libertad del lenguaje. Le fastidia el silencio y las canciones melosas que son interpretadas sólo con instrumentos. Le fascinan las canciones cantadas; y logra atar cintas azules a su cachondería cuando alguien le canta al oído con fraseo impecable.
¿Para qué las armónicas en una canción si es posible sustituirla con el yeah, yeah, yeah, de Los Beatles? ¿Para qué el tambor somatado si existe la posibilidad de la oración donde los otros ruegan por nosotros?
Cualquier hombre la encuentra en medio de las páginas de un libro, en el cayuco que atraviesa la laguna, en la pantalla de la computadora; la encuentra pegada en el micrófono del estudio de radio, en el reflejo de los lentes, en los brazos que se alzan al cielo, en el cartón de la plegaria.
Ella está presente, casi casi, en todo lugar y a toda hora. Es la serpiente que no cede ante la manzana, la piedra que no contiene el decálogo Divino, el dedo que no señala, el foco que nunca se apaga.
La mujer letra no puede borrarse con corrector, ni permite ser ignorada o callada. Es irremplazable y, a fuerza de costumbre, se convierte en imprescindible. ¿Quién es el amado inteligente que trata de pronunciar un nombre eliminando la letra principal? ¿Alguien, en el decurso de los tiempos, se ha atrevido a pronunciar Patria, eliminando la letra A? Por esto, los estudiosos del erotismo aseguran que la mujer letra, más que consonante ¡es vocal! Juran que la palabra “amor” suena eterna por la vocación de sus vocales.
Ella se pierde en medio de los conjuros y de los rezos que se practican en madrugada; ella es como la hoja que crece en el renuevo de la rama; es la cuerda del laúd que nadie toca; la hoja seca del camino que pisa el caminante.
El único espacio que le está vedado es la esquina. Le gusta la línea recta, la que define lo infinito. Por esto, más que en la carretera, le gusta viajar en tren. Si tiene que subir a un campanario a través de una escalera de caracol lo hace con la puerta abierta de su corazón. No usa paracaídas, sabe que toda ventana tiene una escalera con peldaños de palma.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que suben a la rueda de la fortuna, y mujeres que echan la fortuna a rodar.
jueves, 1 de diciembre de 2011
LA MAESTRA GONZÁLEZ: CANDIDATA AL ¡PREMIO CHIAPAS!
Después de las dos y media de la tarde, el Colegio queda solo. Hay un polvo luminoso que cubre todos los objetos de las oficinas y de las aulas. Esa niebla lumínica es como esa luz que se cuela entre las hendijas por la tarde y bendice el interior de los cuartos de las casas. Es como una pausa de mecedora, de hamaca.
La Asociación Civil del Colegio Mariano N. Ruiz, de la ciudad de Comitán, ha propuesto a la Maestra María Antonieta Alonzo Montalvo de González como candidata del Premio Chiapas, en Ciencias, de este año.
Ella es un árbol, un árbol del inmenso bosque chiapaneco. Pero, ella es un árbol en cuya fronda cientos de pájaros se han posado y han hecho sus nidos. Hoy, esos cientos de sueños vuelan por todos los cielos del mundo. Y si tienen alas es porque ese árbol les infundió la luz y el vuelo.
Ella nació en París, en el año de 1923. Fue hija de un Diputado Constituyente y Embajador de nuestro país en Japón, en China y otros países. Ella, una tarde, llegó a Comitán, en compañía de su esposo y tres de sus hijos (el cuarto hijo ya nació en este pueblo). Llegó e hincó sus raíces en esta noble tierra. Había realizado estudios en Estados Unidos y hablaba el inglés a perfección, por lo que comenzó a dar clases de ese idioma. Ella, en los años sesentas, le dijo a Comitán que el mundo del futuro sería un mundo globalizado. Ahora, cuando está propuesta como candidata para recibir el Premio Chiapas, el futuro ya llegó y le dio la razón. Ella es de esos espíritus sublimes que ven más lejos. Su presencia es como un árbol más, pero sus ramas son como brazos que sirven para colgar los columpios para la imaginación.
Después de las dos y media de la tarde, el Colegio queda solo. Si alguien, a esa hora, camina en los pasillos o jardines o aulas, percibe esa bendición luminosa: es un rayo que se cuela por la hendija del tiempo. Si alguien aguza sus sentidos puede oír las voces de alumnos de generaciones pasadas y las voces de los maestros que, un día, prendieron la luz en el corazón de los muchachos. En el Colegio hay una voz que insiste en sembrar el futuro: la voz de la Maestra González. Todos sus alumnos le decimos así, desde siempre, desde que supimos que estaba casada con don Héctor.
La Convocatoria del Premio Chiapas establece que la máxima distinción que otorga el Estado y el pueblo se entrega a “las personas que por mérito propio han ayudado a engrandecer el patrimonio cultural y científico del estado de Chiapas”. La Maestra ¡es un árbol! A la fecha sigue sembrando, amorosamente, la palabra inglesa en muchas mentes y en muchos corazones. Continúa diciéndonos que el mundo de hoy es lo que ella previó en los lejanos años sesentas del siglo pasado.
Después de las dos y media de la tarde, el Colegio queda solo. El viento apenas trae un rumor. Este mundo intercomunicado demanda abrir horizontes. Lo aldeano ya no es garantía de desarrollo. La Maestra no sólo ha enseñado inglés durante muchísimos años, también nos ha enseñado a abrir las ventanas al mundo, para mostrarnos y para llenarnos con otros aires. El Premio Chiapas se entrega a las personas que han ayudado a engrandecer el patrimonio de Chiapas. La Maestra González nos sigue dando el cayado para evitar los tropiezos de estos caminos cada vez más intercomunicados. ¿Cómo no confundirse entre tanta senda ficticia? Su labor se multiplica a la ene potencia cada que un alumno suyo, a su vez, abre más caminos.
Después de las dos y media, el Colegio queda solo, acompañado apenas con el viento y la voz imperturbable de quienes han pasado por sus aulas. Ahí, en las aulas, de manera humilde, la patria encuentra sus alas. La Maestra González ¡sigue sembrando!
La Asociación Civil del Colegio Mariano N. Ruiz, de la ciudad de Comitán, ha propuesto a la Maestra María Antonieta Alonzo Montalvo de González como candidata del Premio Chiapas, en Ciencias, de este año.
Ella es un árbol, un árbol del inmenso bosque chiapaneco. Pero, ella es un árbol en cuya fronda cientos de pájaros se han posado y han hecho sus nidos. Hoy, esos cientos de sueños vuelan por todos los cielos del mundo. Y si tienen alas es porque ese árbol les infundió la luz y el vuelo.
Ella nació en París, en el año de 1923. Fue hija de un Diputado Constituyente y Embajador de nuestro país en Japón, en China y otros países. Ella, una tarde, llegó a Comitán, en compañía de su esposo y tres de sus hijos (el cuarto hijo ya nació en este pueblo). Llegó e hincó sus raíces en esta noble tierra. Había realizado estudios en Estados Unidos y hablaba el inglés a perfección, por lo que comenzó a dar clases de ese idioma. Ella, en los años sesentas, le dijo a Comitán que el mundo del futuro sería un mundo globalizado. Ahora, cuando está propuesta como candidata para recibir el Premio Chiapas, el futuro ya llegó y le dio la razón. Ella es de esos espíritus sublimes que ven más lejos. Su presencia es como un árbol más, pero sus ramas son como brazos que sirven para colgar los columpios para la imaginación.
Después de las dos y media de la tarde, el Colegio queda solo. Si alguien, a esa hora, camina en los pasillos o jardines o aulas, percibe esa bendición luminosa: es un rayo que se cuela por la hendija del tiempo. Si alguien aguza sus sentidos puede oír las voces de alumnos de generaciones pasadas y las voces de los maestros que, un día, prendieron la luz en el corazón de los muchachos. En el Colegio hay una voz que insiste en sembrar el futuro: la voz de la Maestra González. Todos sus alumnos le decimos así, desde siempre, desde que supimos que estaba casada con don Héctor.
La Convocatoria del Premio Chiapas establece que la máxima distinción que otorga el Estado y el pueblo se entrega a “las personas que por mérito propio han ayudado a engrandecer el patrimonio cultural y científico del estado de Chiapas”. La Maestra ¡es un árbol! A la fecha sigue sembrando, amorosamente, la palabra inglesa en muchas mentes y en muchos corazones. Continúa diciéndonos que el mundo de hoy es lo que ella previó en los lejanos años sesentas del siglo pasado.
Después de las dos y media de la tarde, el Colegio queda solo. El viento apenas trae un rumor. Este mundo intercomunicado demanda abrir horizontes. Lo aldeano ya no es garantía de desarrollo. La Maestra no sólo ha enseñado inglés durante muchísimos años, también nos ha enseñado a abrir las ventanas al mundo, para mostrarnos y para llenarnos con otros aires. El Premio Chiapas se entrega a las personas que han ayudado a engrandecer el patrimonio de Chiapas. La Maestra González nos sigue dando el cayado para evitar los tropiezos de estos caminos cada vez más intercomunicados. ¿Cómo no confundirse entre tanta senda ficticia? Su labor se multiplica a la ene potencia cada que un alumno suyo, a su vez, abre más caminos.
Después de las dos y media, el Colegio queda solo, acompañado apenas con el viento y la voz imperturbable de quienes han pasado por sus aulas. Ahí, en las aulas, de manera humilde, la patria encuentra sus alas. La Maestra González ¡sigue sembrando!
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