sábado, 13 de octubre de 2012


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL CORDEL JALA PARA UN LADO

Querida Mariana: ¿has jugado el juego del cordel invisible? A mí me gusta jugarlo. Hay una diferencia abismal entre hilo y cordel. ¿Lo apreciás? ¿Qué es un hilo? ¿Qué es un cordel? El cordel, según yo, está hecho de varios hilos. Siempre que dibujo la línea del horizonte la imagino como un hilo. Entonces, un cordel puede ser como un bonche de horizontes. La multiplicación de horizontes es como la multiplicación de los panes. Mi abuela Esperanza me decía: “Ampliá tus horizontes, hijo, amplialos”. Yo decía que sí, pero cómo ampliás tus horizontes cuando tenés diecisiete años, edad en que, como decía don Eusebio, no sabés ni dónde está tu nariz. No se trataba de alargar el horizonte como si fuese liga; tampoco se trataba de hacer la línea más gorda como si fuese quesillo. Pensé, entonces, que hacer un trenzado, a manera de cordel, era una opción.
De niños jugamos muchos juegos. Cuando estamos viejos ¡los seguimos jugando! De niño jugué a “Las Escondidas”. Vos y yo, a veces, hemos jugado este juego. Claro, ahora lo hacemos solos. En mi infancia era un titipuchal de chiquitíos. En la casa de tía Alicia, la primada jugaba a Las Escondidas. El sitio de aquella casa era enorme. A mí me encantaba ese espacio donde crecían las matas de chayote. Había un tapesco de madera casi podrida, con el techo doblado por el peso de los chayotes. Ahí me encantaba esconderme, solo. Veía que algunos de mis primos tomaban de la mano a la prima que estaba cerca e iban a esconderse al cuarto de trebejos o al cuarto de la tía. Me contaban que se escondían adentro de roperos o debajo de la cama; me contaban que, con la carrera, llegaban acezando, como venaditos; el calor de la carrera y de la cercanía de los cuerpos les provocaba un cosquilleo en todo el cuerpo. Seguían agarrados de la mano. Sus corazones eran dos canarios saltando de un lado para otro en la jaula. Yo, solo, esperaba que no me encontraran. Lo mismo esperaban mis primos debajo de la cama o adentro de los roperos.
Digo, mi niña bonita, que de viejos seguimos jugando los mismos juegos, pero como ya perdimos la inocencia, no sabemos cómo llamarlos. El juego de Las Escondidas sigue siendo el mismo. Veo cómo muchos se esconden debajo de la cama o adentro de los roperos. Muchos están casados, pero juegan fuera de casa con otros amiguitos, con otras amiguitas. Los de afuera los llaman infieles, perdidos, hijos de María Morales. ¡No, no, no son desleales! Sucede que siguen jugando como si fuesen niños. Sucede que ¡no han crecido! Les gusta esa cercanía de los cuerpos sudorosos y tibios; les gusta sentir ese temor de cervatillo ante el paso del tigre. Ellos sólo buscan el agua que los bañó en la niñez. ¡No han crecido! ¡Dios, por qué los condenan! Son simples hombres tratando de rescatar lo perdido; son simples niños en busca de la luz. Ahora sí que como Jesús dijese: “No saben lo que hacen”. Juegan. Y no sólo juegan el juego de Las Escondidas. También juegan el juego de Saltar la Cuerda. Ante el reto de “¡A que no saltás!”, muchos lo hacen sin saber qué hay del otro lado de la cuerda. He visto viejos jugar el juego de El Avioncito, que en otras partes se llama Rayuela y que en Monterrey llaman Bebe Leche (¡ah, qué bonito nombre y qué intrigante!).
¿Recordás cuál es el objetivo del juego de La Rayuela? ¡Llegar al Cielo! Ahora sí que, al estilo de El Peje, vamos saltando casilla por casilla hasta llegar a lo más alto, que sigue estando en el suelo. ¡Ah, qué prodigio! Los niños saben que el cielo está en el suelo (por eso me gustó la intervención que Arturo Avendaño hizo en el Parque de San Sebastián. Las personas encuentran botada la palabra de Rosario Castellanos y es un poco como decirnos que, a veces, no sólo caca de chucho hallamos en el piso. La luz también, en ocasiones, reposa en el suelo).
No sólo es objetivo de La Rayuela llegar al cielo. En realidad, todos los juegos infantiles tienen esa vocación. Yo, solo, debajo del tapesco de las matas del chayote, pensaba que eso era lo más cercano al cielo. Me gustaba sentir la cercanía del cielo (hasta la fecha sigo buscando espacios como cuevitas, espacios donde hay cielos artificiales por debajo de los más altos cielos). En las ferias me gusta caminar y sentarme debajo de esos cielos improvisados. Levanto la mano y toco el cielo. Me gusta meterme debajo de mesas y leer ahí. Me provoca un sentimiento de protección. Como si ese cielo instantáneo me protegiera de todo el exterior. Me meto debajo de la mesa, como gato. Ahí, el hombre puede lamerse sin ningún temor. Como que por ahí Dios ronda más cerca. No digás que es una irreverencia, pero a veces pienso que Dios es el Altísimo y que está debajo de las mesas y también es un niño.
¿Cuál es el juego del cordel invisible? Se trata de deshacer el bonche de horizontes. Lo primero que debés hacer es cortar un cordel (se sugiere que tenga el largo de la suma de edades de los jugadores. Vos y yo necesitaríamos un cordel de 55 más veinte). Luego, la mujer toma un extremo y el hombre hace lo mismo con el otro extremo. Cerrar los ojos, para sentir que ese cordel es como un puente, como una vía que transmite la energía de ambos cuerpos. Es bonito sentir que el cordel comienza a tener una fuerza única. Un poco como si la energía de tu cuerpo comenzara, como si fuese sangre, a fluir por el cordel. A la mitad, justo a la mitad, las energías se topetean, se confunden, y como hormigas atolondradas, como esas que se apendejan cuando deshacés su caminito invisible, así las energías tataratean, pero luego se reconocen (prodigio del Universo) y siguen su camino, van de un lado a otro, van de vos a mí y de mí a vos. Ese encuentro a la mitad hace que, como una vez me dijo un artista japonés, vos tengás algo de mí y yo algo de vos, ya ¡para siempre! Los encuentros siempre son esto. Una vez que ya reconocimos nuestros calores y nuestras humedades, pronunciamos nuestras palabras, aquéllas que como el famoso Abracadabra logran abrir nuestras mentes y nuestros cuerpos. Ya luego sólo se trata de jugar a desenredar esos hilos hasta dejarlos como líneas de horizonte dispuestas a recibir el Sol en su infinita vocación de “meterse”.
¿Qué hace uno con los hilos sueltos? Volverlos a torcer. Los hilos separados son endebles. Los hilos unidos otorgan fortaleza. La reunión de cien hilos hace una cuerda resistente, que sólo es abatida mediante el filo de un cuchillo o la violencia del fuego. ¿Mirás cómo los hombres, los viejos, siguen jugando este juego? Hay movimientos sociales que nos demuestran esta maravilla de torcer hilos para conformar cordeles que son resistentes.
La fuerza de los amados tiene que ver con este juego. Dos amantes son capaces de botar muros y de ahorcar las piedras que los demás avientan. Y vos dirás, pero ¿si solo son dos hilos? Sí, pero son dos hilos que tienen “mucha cuerda”.
Enrique me dijo el otro día que debemos rescatar el Juego de las Canicas. Ir a las escuelas y a las plazas a compartir este juego con los niños. Me dijo los nombres de los juegos: Timbirimba, Óvalo y Hoyito (¿mirás cómo los adultos siguen jugando estos juegos?). Ahora que son tiempos de Nintendos y de Aipods resulta imprescindible retornar a los juegos clásicos. ¿Qué les espera a los niños de hoy en el futuro? ¿Cómo -¡Dios mío!- jugarán con sus amadas el juego del Aipod? El Nintendo nunca les otorgará ese calorcito de la cercanía de la prima debajo de la cama, en la penumbra del cuarto de la tía, tirados sobre la duela de cedro, viendo sólo la rendija de la puerta a través de una cortina que es la colcha de la cama, implorando que jamás los encuentren. ¡Ah!, se está tan bien ahí, en silencio, sintiendo cómo la prima tiembla tantito y uno ¡igual! Un aipod jamás les concederá a los niños de hoy la luz de la cercanía del otro cuerpo, del corazón agitado como cervatillo tomando agua. Jamás un chunche electrónico les otorgará la flama de la mano sudada, de la carita de la niña que ve al primo (en la penumbra) y cierra los ojos cuando el primo (atrevido), de rapidito, forma un corazón con sus labios y besa a la niña en la mejilla y ella siente que una brasa arde para siempre. ¿Qué pantalla colocará en su corazón la maravilla de ver la lluvia detrás del cristal?
En mi infancia, los hilos fueron de seda, porque de seda fueron las telas. No sé cómo, desde China, llegaban estos capullos. A veces imaginaba que llegaban en la Nao de China, cuyo dibujo aparecía en mi libro de Historia de sexto grado. Imaginaba que un hombre, con bigote de Fumanchú y las manos metidas en la túnica roja con grecas doradas, vigilaba, día y noche, esos capullos que serían la fuente de luz en América. Imaginaba de más, porque luego supe que de China no llegaban los capullos, apenas nos llegaban las telas ya manufacturadas. En mi niñez, los hilos fueron de seda, porque de seda fueron las telas. Yo, desde muy niño, tuve la costumbre de cortar las telas, de fragmentarlas. Mi mamá se enojaba al ver el lienzo cortado, pero yo sólo quería descubrir el milagro de la parte en el Todo. Con mis dedos deshacía el lienzo hasta descubrir el misterio, hilo por hilo (sigo haciendo lo mismo con el quesillo). Cuando tenía los hilos colocados sobre la mesa, tomaba uno y con mis dedos pulgar e índice lo ponía frente a mis ojos y pensaba que ese era mi horizonte. Luego tomaba otro hilo y, poco a poco iba haciendo un bonche de líneas, un bonche de horizontes. Ahora sé que es bueno que el hombre haga más fuerte su horizonte, que lo haga más ancho, tan ancho como el deseo, como la pasión, como la mano de Dios.

Posdata: sé que algún día jugarás con tu novio el juego del Cordel Invisible. Sé que, mientras ese día llega, vos jugás los juegos clásicos: el del salto de cuerda y el de las escondidas. Tal vez, digo que sólo tal vez, el juego de las escondidas es el de más misticismo. El primer día que de niños lo jugamos no dejamos de jugarlo nunca más. Cuando alguien muere no hace más que continuar con ese juego.
Nunca a Dios se le ocurrió que naciéramos de un hilo umbilical. ¡Nacemos de un cordón umbilical! Ese cordón es el puente más resistente, el más amoroso, es el puente que nos une con nuestra madre, con el universo. Tal vez el chiste de la vida sea elaborar nuestro cordón umbilical que nos conecte con Dios, tal vez. Te beso, con todo mi cariño, con todo el torzal de mi horizonte.