viernes, 19 de octubre de 2012
LA PLANTA DEL PIE NO SE RIEGA
Mientras leemos “La loca de la casa”, ella y yo jugamos. Ella dice: “La rosa de la casa”, yo digo: “La roca de la casa”. Ella se levanta, toma la regadera y riega una buganvilia. El sol se descuelga sobre las ramas. Dice: “De rosa la casa”, digo: “La rocasa”. Me llama. Bajo y voy al patio. Me pregunta: “¿Cuál es la rosa de la casa?”. Señalo hacia la cocina, la nana, que vive en casa desde hace cuarenta años, se llama Rosa. Ah, dice, Nanarrosa, Rosanana. Me reclino en el tronco del jocote y digo: “¿Cuál es la roca de la casa?”. Ella se agacha y levanta un guijarro: “Éste”. Se hinca, abre un hoyo sobre la tierra húmeda, entierra el guijarro y lo cubre. “Es el cimiento de nuestra casa, de nuestra rosa, rosa azarosa, casa rosa”.
Siempre que leemos jugamos con las palabras, las retorcemos tantito, las estiramos hasta donde da su condición de hule. Ella pregunta cuál de las dos palabras pesa más: ¿la rosa o la roca? Coincidimos. La letra erre pesa, pero ¿a poco pesa más la ce que la ese? Cualquiera diría que la ese pesa más que la ce y sin embargo la roca pesa mil veces más que la rosa. La ce de roca se ve tan frágil, tan suave y sin embargo nos duele en el pecho por su fuerza. ¿Por qué pesa más la palabra rosa, más que la palabra roca? Ella dice que imaginemos una roca con pétalos. Ríe. Sigue regando la buganvilia. Río. Digo que tengo en mis manos una roca y la deshojo: me pega, no me pega, me pega, no me pega. Ella ríe. Ahora va al tubo de agua y llena la regadera. Dice que imaginemos una rosa de granito. La sopesamos. Las vetas de esta rosa son azules.
Es hora de comer. Desde el corredor tocan una campanilla. “¿Comemos la rosa o la roca?”, pregunta. Digo que el menú contempla “Trufa en las rocas”. Ella ríe. Dice: “¿No será güisqui en las rosas?”.
Siempre que jugamos ¡leemos! Una vez preguntó si era posible realizar todos los demás juegos ¡leyendo! Nos sentamos a la sombra de un durazno y colocamos las piezas de ajedrez. Mientras ella movía un peón y yo enfrentaba otro, leímos el famoso poema de Borges. Comprobamos que es posible leer mientras se juega. Saltamos la cuerda mientras leíamos poemas de Sabines; jugamos carambola, mientras sobre el paño verde leímos poemas de Ruiz Pascacio, despacio, de espacio. Luego decidimos jugar basquetbol y mientras ella encestaba yo leía, en voz alta, poemas de Quincho Vázquez. Ah, fue emocionante ver cómo ella rebotaba el balón al ritmo de: “…en lo oscuro de mí / tu evocación / tu sensación /tu advenimiento siempre…”.
Siempre que leemos ¡jugamos! Jugamos a que las letras son como hormigas sobre las hojas y van de un lado para otro. Los caminitos tan derechos comienzan a moverse, un poco como si ocurriera un temblor textual. Por esto las palabras cambian. Si hallamos un verso que dice: “La luz se deshace en lo oscuro”, de pronto la zeta de luz se deshace y la hormiga be llega a remplazarla. La luz entonces se convierte en lub (en lubé) y durante mucho tiempo la luz se llama lubé. Digo “¡Qué bonita la lubé de tu rostro!” y ella ríe. Los demás nos quedan viendo como si fuésemos un montón de oficios sin oficio sobre el escritorio.
Jugamos con las palabras. Porque éstas jamás acabarán. Están en todas partes. Caminamos y las pepenamos del suelo, de las paredes, de los espejos retrovisores, de las chanclas. ¡Ah, el mundo está lleno de palabras! ¿Existe algún juego más sencillo, más divertido, más democrático? A mí me encanta el juego porque no necesita pilas. Si uno pone atención, en la piel de las muchachas bonitas están dispuestas las mejores palabras. Basta sacar la lengua y lamerlas, las per las mer (¡ah, la mer, el mar!). El sol se descuelga sobre el patio, sobre la rosa de ella, la roza, sobre la roca.