sábado, 27 de octubre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL LIBRO ES UNA PLANTA DE LUZ
Querida Mariana: el domingo pasado fui a Tzimol. Fue irremediable, al ver el Valle recordé un conocido verso de García Lorca, enormísimo poeta español: “¡Verde que te quiero verde!”. Todos los verdes del universo están concentrados en Tzimol, incluso los verdes que se esconden detrás de la fruta roja que está madura.
Fui con dos Pacos y con Marirrós. Así, como quien no quiere la cosa, llevé un libro. Siempre llevo un libro a todas partes. Así como llevo la llave de mi casa adentro de la bolsa del pantalón, o la pluma “Bic” en la bolsa de la camisa, así llevo un libro (mi tía Eulogia, siempre lleva un rollo de papel de baño adentro de su bolso).
A veces no lo advertimos, pero siempre llevamos chunches que pensamos necesarios. El compadre de un amigo lleva un destapador para las cervezas en su bolsa y dos o tres condones en su cartera. Vos, ¿qué llevás en tu bolso? ¿Qué colores llevás en el valle de tu corazón?
En cuanto llegamos a Tzimol, así como nos brincaron todos los verdes sapos, así nos brincaron las palabras: trapiche, fue una de ellas; batido fue otra. Para quienes viven en ese pueblo estas palabras son como el pan de cada día; para nosotros (habitantes de otro pueblo, apenas a quince o veinte minutos de distancia en auto) ¡es la novedad! Dicen los que saben que el chiste de la vida es no extraviar la novedad. Debemos andar siempre en nuestro lugar de origen como si lo visitáramos por primera vez (dicen los que saben que éste, también, es el chiste de las relaciones interpersonales. Yo siempre te veo como el nuevo día, como el arroyo donde jamás metí mi pie -dije pie, ¡pie!).
Así vi a los Pacos y a Marirrós. Como si fuesen el río de siempre, pero, a la vez, el río jamás advertido. Los sentí con la misma fuerza con que el agua cae donde estuvo la “planta de luz”. Mientras ellos desayunaban una “gallina paseada” que uno de los Pacos llevó, Marirrós platicó la historia de esa maquinaria. Junto al remanso ni tan manso, a cincuenta metros de la caída de agua, está la maquinaria que generó energía eléctrica y que, al inicio de estos tiempos, alumbró los focos luciérnaga de Comitán. Ella cuenta que la maquinaria llegó en carretas. ¿Imaginás la hazaña de esos tiempos? Recorrer decenas de kilómetros en caminos llenos de piedras y de huecos tan grandes como la boca desdentada de tía Alicia. Marirrós contó que delante de las carretas venía una con ¡llantas de repuesto! ¡Qué Goodrich Euzkadi ni que habichuelas de caucho! ¡Llantas de madera para carreta!
Esas llantas de repuesto eran, para los transportadores de la turbina, como el libro para mí. ¡Objetos necesarísimos para el viaje que se llama vida! Un poco como la tarjeta American Express para aquéllos que “no salen sin ella” (vos, no lo digás, sos como mi American Express. ¡No me gusta salir sin vos!).
Para cosas prácticas soy un inútil. No llevé más que un libro. ¿De qué sirve un libro a mitad de la Selva? Los Pacos son hombres prácticos (no sé si Marirrós sea una mujer práctica. Es poeta. Decir poeta es como decir nube. La nube sólo llueve agua limpia. Nunca he visto a una nube cargar una llave de cruz para cambiar llantas por si éstas se ponchan). Los Pacos saben de llaves, de llaves para cambiar llantas, para abrir candados, para usarlas a la hora de la lucha libre. Ellos llevaron platos desechables, servilletas, cuchillos; bajaron a comprar refrescos en una miscelánea (uno de los Pacos -generoso- insistió en comprar una botella de agua para mí. ¡Qué jodido! Compró una Ciel. No hizo caso a mi petición de que el agua fuese Evian).
Te conté que hace muchos años bajé a Tzimol. Bajé en compañía de mi primo Fidel Díaz Molinari. Él, empleado de la Comisión Federal de Electricidad, tenía la encomienda de hacer el intento de “revivir” la turbina de la planta de luz. Bajé con él (hace mil años) y me llené de los verdes de ese pueblo. Bajé más, porque bajé hasta donde estaba el cuarto de máquinas. Como en ese tiempo estudiaba Ingeniería, en la Universidad Nacional Autónoma de México, andaba familiarizado, más o menos, con esos chunches. La turbina era una Pelton. Estas turbinas las emplean para generar energía aprovechando los “saltos de agua”. Lo único que recuerdo de ese tiempo es el sonido como de un millón de pájaros batiendo sus alas de agua al caer en la cascada, el libro que llevaba (una novela de Jorge Ibargüengoitia) y la imagen de mi primo untando un lubricante en la banda. ¡La turbina jamás funcionó! Ya desde ese tiempo (finales de los años setenta) estaba destinada a ser lo que ahora es: un barco de metal varado en la playa de la Caída de Agua.
En Tzimol, esa mañana, también brincaron esas palabras: “salto de agua”. Hay un lugar en Chiapas que se llama así. ¡Qué prodigio! Imagino la pregunta: “¿Dónde vivís?” y me deslumbro ante la respuesta: “En Salto de Agua”. Se pronuncia todojunto: “Saltodeagua”. No puede ser de otra manera, se pronuncia con la misma intensidad con que el agua cae, sin descanso, sin pausa.
Esa mañana fue como si nada se hubiese transformado, fue como si la vida fluyera eterna. La misma caída de agua, casi casi la misma agua; la misma turbina. La turbina apenas ha cambiado su vocación. Ahora ya no es una “planta”, ahora es como una insólita maceta llena de plantas. Palmas y flores crecen adentro de su panza, de su panza Pelton.
El libro que llevaba era otro. Ahora no llevaba una novela de Ibargüengoitia, sino un libro de Rosa Montero, española –igual que García Verde Lorca Verde- ¡enormísima! Enormísima por sencilla, por humilde. Ibargüengoitia, García Lorca, Rosa Montero, Marirrós y demás fauna son como infinitos saltosdeagua. ¡Jamás cambian su vocación de alimentar las panzas de las Pelton para generar luz, sólo luz!
Por esto, mi niña Pelton, siempre cargo un libro. Por si alguna noche se va la luz; por si en algún valle los verdes se ausentan; por si, una tarde, alguna caída de agua extravía su vocación. El libro siempre es buen compañero. Sé que a mitad del Desierto no se puede beber; sé que no evita las tormentas de arena, ni sirve para cubrirse del sol a mediodía o para usarlo como chamarra en el frío de la medianoche, pero es como si uno tuviese la sensación de un apoyo. Es como si uno estuviese apersogado a la mano de Dios, porque Dios es El Verbo, ¡la palabra!
El viaje estuvo lleno de palabras. Éstas se descolgaban de los sabinos que mojan sus pies en los arroyos; se columpiaban en los pinos que son como cercas naturales de los ranchos. Las palabras de Tzimol son una mezcla de agua fría y caliente. Tan frías como el agua de La Rejoya y tan calientes como el culito de las luciérnagas en el atardecer.
La palabra de Tzimol es una palabra que huele a caña quemada, que tiene el sabor de la panela. La palabra de Tzimol es de color verde. Todos los demás colores le rinden tributo al verde de Tzimol. Nosotros, espíritus deslavados, también rendimos tributo a ese pueblo. Nos rendimos ante la fuerza de su cascada. La caída de agua es tan avasalladora que el símil se escurre en medio del remolino donde el agua se calma. La embestida de un millón de caballos hechos de aire no impactaría tanto como ese derrame eterno.
Los Pacos y Marirrós hablaron del prodigio de las cascadas de Iguazú o del asombro de las Cataratas del Niágara. ¡Son otro mundo!, coincidieron. Sí, nuestro mundo es más modesto. Nuestros saltos de agua son discretos. Sólo quienes no están seguros de lo que son ¡levantan la voz! Nuestros diálogos son de luciérnaga y nuestros deseos son apenas hilos de agua. Ah, pero qué prodigio en lo breve y en lo minúsculo. La caída de agua de Tzimol es nada ante la magnificencia de Iguazú; su sonido es nada ante la caída avasallante de millones de asteroides de agua en Iguazú. Pero la palabra de Tzimol es única, como única la palabra de los demás pueblos del mundo. La palabra en estos territorios de Dios es como una planta de hierbabuena. Cuando oímos la palabra batido nuestro corazón brinca al ritmo del perol de bronce. Sabemos que la vida siempre reúne los contrastes para hallar el justo medio. El material más duro siempre recibe el cincel del fuego, pero es la sustancia que hierve la que determina cuál es el destino del hombre. Nadie tiene el espíritu cincelado en la fragua; sí, al contrario, es producto de la caricia del agua o de la panela. Alguna vez (no lo sé), de niño anduve en Tzimol. Fui con mi papá, tomado de su mano. Me paré sobre una piedra blanca y miré hacia abajo y descubrí el color miel quemado de la caña, el color lava del cazo de hierro. Descubrí que ahí, en el perol, en el trapiche ¡se calentaba la palabra!
Posdata: Mientras los Pacos y Marirrós veían la cascada desde la terraza, bajé a las ruinas de la casa de máquinas. Sólo permanece en pie un fragmento de pared. La cubierta de la turbina permanece a un lado. La Pelton es como una nave con la capota desmontada. Avancé mi mano y la toqué con respeto. Me sentí estúpido porque pensé que le decía: “ya, ya, tranquila, todo está bien”. Se ve tan desvalida. Y esto es así porque ya perdió su vocación. Durante muchos años recibió la fuerza de la caída del agua y movió sus aspas y esqueleto al ritmo de esa fuerza. Hoy, sosegada, durmiente, acuna las plantas que crecen en su panza.
Líneas arriba dije que todo parecía intocado, incluso el tiempo. ¡Mentira! Cuando toqué la turbina con mi mano supe que todo envejece. Tal vez sólo el agua es joven y por eso no se agota en su caída infinita. A los hombres, mujeres y a los objetos nos crece un moho que nos oscurece, que moja nuestras ramas. Sólo el salto del agua es ¡infinito!; infinita ¡la palabra!; ¡infinitos: Dios y la poesía! Los demás enmohecemos. ¡Sólo el libro es luz eterna! ¡Sólo vos sos mi saltodeagua infinito! Dios te cuide y cuide a Comitán, ¡pueblo mágico!