sábado, 5 de julio de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL FÚTBOL ES MÁS QUE UN BALÓN



Con un abrazo respetuoso para el Licenciado Walter Castañeda,
por la ausencia física de su papá: don Guillermo Aguilar Albores.



Querida Mariana: en muchas casas del mundo se sustituye “la sopa de letras” por “la sopa de fútbol”. Mientras el Mundial de Fútbol se desarrolla en Brasil, en decenas de países los aficionados desayunan, comen y cenan balones. De niño jugaba a formar palabras con las letras de la sopa que la sirvienta me servía. Tomaba una letra con la cuchara y, sobre el borde del plato hondo, la colocaba y volvía a meter la cuchara, como si fuese un anzuelo en busca de otra letra, hasta formar palabras. Mi mamá me regañaba, mientras abría una despensa empotrada en la pared y sacaba los vasos para servir el agua de limón, me decía que se enfriaría la sopa. Pero yo no le hacía caso, porque el juego de formar palabras era muy intenso. Como era un niño tímido no escribía el nombre de alguna niña, como luego sí lo hice en paredes y en cuadernos cuando ya era un adolescente y me enamoré como sapo destripado de una muchacha bonita. Recuerdo una palabra que formaba con las letras de la sopa: “Esperanza”, que era el nombre de mi abuela materna. Tal vez lo escribía como conjuro para provocar su visita. Ella vivía en la colonia Tacubaya, en la ciudad de México, y a mí me encantaba que mi abuela viniera a Comitán. Se quedaba con nosotros una larga temporada de tres a cuatro meses.
Pero no sólo jugué a formar palabras, también jugué fútbol. ¿Qué niño no ha jugado pelota alguna vez en su vida? Jorge usaba muletas porque le dio poliomielitis, pero cuando Mariano y Alfredo iban por él jugaba fútbol. Ahí se le veía por la cancha de la escuela corriendo detrás del balón impulsándose con ambas muletas. No recuerdo verlo patear la pelota, pero sí recuerdo su carrera como de avión sobre la pista.
Jugué fútbol porque, ya lo dijo el mítico cronista de fútbol, Ángel Fernández, el “fútbol es el juego del hombre” (empleada acá la palabra en sentido genérico que abarca al hombre y a la mujer). ¿Mirás qué definición tan avasallante? ¡Es el juego! Como diciendo que los demás juegos son meros sucedáneos de esa maravilla llamada fútbol. Claro, ya me conocés, como no tengo la capacidad de relacionarme bien con los demás, por ser hijo único, me acostumbré a jugar solo. Esto parece un contrasentido porque el fútbol exige el juego de conjunto, pero estoy seguro que hay millones de niños en el mundo que juegan solos en las grandes ciudades, adentro de sus departamentos. Los hijos únicos juegan solos. No jugué la “cascarita” en la calle llena de polvo y de hoyancos o en la cancha improvisada de un campo al lado de enjambres de borregos que, mientras son llevados al hoyo para la barbacoa, le entran con fe al pasto. Jugué el fútbol de burbuja en el que un solo niño representa a los dos equipos. Si es prodigiosa la sentencia de “tres personas y un solo Dios verdadero”, era más prodigiosa la de “veintidós jugadores en un solo jugador”.
Jugué fútbol en los años sesenta. Lo jugué en un lugar llamado Comitán. No lo jugué en los campos de Los Zanjones, ni lo jugué en la cancha de la escuela, donde Jorge sí jugó, impulsándose con muletas como si fuese una barca con maravillosos remos. No lo jugué en conjunto, porque nunca he podido jugar con los otros. Lo jugué solo, en un corredor de la casa.
Ahora, con cincuenta y siete años de edad, sigo jugando a formar palabras, pero ya no juego fútbol. Y tal vez por esto ¡soy feliz! Los intelectuales y sabios del mundo no han estudiado a profusión el tema del fracaso en el fútbol. Si lo hicieran hallarían estadísticas impresionantes. El escritor Juan Villoro dice que la realidad es imperfecta, por esto, el hombre (hombre o mujer) necesita la compensación del arte, del sueño, del amor o del juego. No sé qué pensés vos, pero yo pienso lo mismo que Villoro. Los hombres inventamos pasatiempos mientras pasa nuestro tiempo de vida. Y digo que soy feliz porque mi juego no depende del juego de otros. He visto amigos a punto del colapso cada vez que pierde su equipo favorito: el Cruz Azul, el América o los Pumas. Mis amigos fans decidieron compensar sus infelicidades con el deslumbre del fútbol. Así los veo, cada vez que hay partido en la tele, preparar las botanas y las cervezas para recibir los amigos y ver el partido. Los veo felices, llenos de energía. Se sientan al borde del asiento, se paran, se jalan los cabellos, se limpian la boca llena de cerveza con la manga de la camisa, brincan patalean, mientan madres y gritan ¡gol, gol, gol, gol!, como si en ello se les fuese la vida. Y la vida se les va en ello. Cuando su equipo gana, ellos tienen puesta la playera todo el día. Salen a la calle y exhiben su orgullo. Cuando su equipo pierde hacen corajes y el hígado se les pone como panal lleno de abejas africanas. ¡Son felices! Por un instante ¡son felices! Pero, asimismo, los veo como gallinas desorientadas cuando no hay partido. ¡No saben qué hacer! Son infelices cuando un torneo acaba. Algo en su vida les dice que les falta algo y están como relojes descompuestos porque la batería se agotó. No existe estudio alguno que indique qué sucede con el síntoma de frustración cuando el equipo de un fan desciende a la segunda división. No puede saberse qué efectos negativos provoca la sensación de fracaso en quienes colocan su vida en los pies de los jugadores. En apariencia, los frustrados superan la etapa y vuelven a creer en su equipo, pero no es así. Algún rescoldo amargo debe quedarles. ¿Qué sucede con los fans del Cruz Azul que les llaman Alcohólicos Anónimos porque hace muchos años que no saben qué es tener la copa en las manos?
Con excepción del arte, todas los demás entretenimientos dependen de la vida del otro. Y, se sabe, no hay peor cosa en la vida que depender de alguien más para ser feliz. ¿Qué pasa con el amor? ¿Qué sucede cuando alguien abandona a su pareja? He visto cientos de casos de muchachas bonitas que lloran porque quien las abandonó era “casi casi su vida”. Es muy jodido poner en manos de otro la felicidad propia. Es muy jodido, porque el otro, siempre (oílo bien), ¡siempre!, hará polvo la rosa que le ponemos en la mano. Los amados hacen talco la rosa que las amadas colocan en su corazón. Vos y yo conocemos historias de amor que terminan en tragedia porque uno de los dos fue desleal. Cuando ocurre un acto de infidelidad el afectado se apachurra y su corazón se llena de niebla. Hay gente que, incluso, piensa en cortarse las venas. ¿Por qué? Pues porque pusieron su felicidad en manos de otro. ¡Es una estupidez permitir que la felicidad propia dependa de otro, pero así es la vida! Y esto es así, porque en el fútbol y en el amor, todo es una promesa de vida. En la literatura ¡todo ya está formulado, por siempre y para siempre!
Por esto, tal vez, el fútbol no se me hizo un entretenimiento para hipotecar mi felicidad. Ni el fútbol ni algún otro deporte. El amor tampoco fue una buena opción. Las muchachas bonitas siempre buscan la emoción y la adrenalina de los efectos especiales y yo soy muy malo para provocar fuegos. Los solitarios no sabemos encender fogatas en estancias ajenas, apenas iluminamos nuestro espíritu con luces de luciérnaga. Los solitarios nos acostumbramos a vivir con nosotros mismos y nos cuesta mucho trabajo la convivencia con el otro. En mi caso todo se complica cuando debo estar con otro. Y vos sabés que el mundo exige la convivencia en sociedad.
Los verdaderos aficionados tienen el gol pegado a la garganta, es como un guajolote trepado en el árbol, siempre están a la espera de vomitar esa piedra llena de plumas y de alas. Por esto, cuando un gol cae en la portería contraria, ellos gozan y su cuerpo y espíritu sienten el mismo río de energía que cuando alguien tiene un orgasmo. Pero, ¿qué sucede cuando un partido termina cero cero? ¿En dónde queda esa sensación de mediocridad? Parece que el fútbol no es el mejor entretenimiento para compensar lo plano de la vida. Es el único deporte donde un partido puede terminar empatado a ceros, quedar “tablas”. La FIFA debería, por el bien de su deporte y por el bien de las próximas generaciones de seres humanos, decretar que los partidos que terminen empatados se desempaten mediante una ronda de penales. Esto haría que los aficionados vomiten su frustración y los ganadores sientan el maravilloso sabor de la victoria. Que a partir de este día exista un decreto mundial que exija serie de penales cuando un partido termine cero cero. Que los aficionados vivan la emoción del gol y vomiten esa carga que, como tacuatz, se agazapa adentro de su garganta. ¿Por qué no lo han hecho? ¿Por qué los aficionados no se han manifestado en la sede de la FIFA para exigir que el gol sea el protagonista principal de un partido? Por esto, querida Mariana, por la apatía de los fanáticos que, durante años, han permitido que cientos de partidos terminen cero cero es que nunca elegí al fútbol como divertimento de mi vida.
Elegí la literatura para pasar mi tiempo. Para llenar de luz la miseria de la vida ¡elegí la lectura! Si dejás que lo diga, diré que los cuentos y novelas jamás terminan “tablas”. Hay cuentos tan atractivos que son como un partido del deporte ráfaga, a cada vuelta de hoja hay un enceste, a cada vuelta de hoja se mueve el marcador y no sabe uno quién ganará porque la emoción es tan intensa que no permite un respiro.
Jugué fútbol y lo hice solo. Ahora que lo veo a distancia se me hace una imagen triste. No puede ser una imagen muy atractiva la de un niño, a las cinco de la tarde, que coloca una silla pequeña contra la pared de un cuarto y juega a que es la selección de México y, a la vez, la selección de Brasil. El niño coloca una pelota pequeña a veinte pasos de la silla que hace las veces de portería. El niño pita y la tanda de penales inicia. Porque el niño, un poco gordo, se saltea el previo, para (como Jaimito, el cartero) evitar la fatiga. El niño comienza el juego a la hora que el estadio Maracaná está a reventar y el público espera el desenlace porque la final del Mundial de Fútbol terminó empatado y ahora, para obtener el campeón del mundo, debe realizarse la serie de penales. El niño juega, pero lo hace de manera leal. Su corazón no se inclina hacia México como lo dictaría la razón. El árbitro imaginario pita y el niño da dos pasos y, con el pie derecho, patea la pelota que, obediente, más al azar que al tino, choca en la pata de una silla. Los aficionados aplauden, patalean y el marcador sigue intacto: México 0 – Brasil 0; pero ahora toca el turno a Brasil, el niño va por la pelota, la coloca, de nuevo, en el manchón de penal (que es una raya roja pintada sobre un mosaico) y patea. El balón se desliza lentamente y pasa en medio de las patas de la silla. ¡Gol, gol! El niño levanta los brazos, pero no grita. Su festejo es un festejo mudo. Levanta los brazos por todo el cuarto. Esa es su manera de festejar el gol. Ahora sí se mueve el marcador: México 0 – Brasil 1. El estadio Maracaná es como un volcán a punto de hacer erupción, matracas y pitos suenan con más intensidad a la hora que el niño (ahora por la selección de México) va a patear. Los cabrones brasileños lo hacen para confundir al seleccionado mexicano.

Posdata: me pierdo la emoción que hace que millones de mexicanos brinquen como tzizimes sobre comal caliente cada vez que su selección mete un gol. Me pierdo la frustración de millones de mexicanos cada vez que su selección vuelve a “caer con la cara al sol”. Estoy más allá del bien y del mal de una cancha. Mi cancha está hecha de palabras; mi balón es la literatura. No debo esperar cuatro años para sentir la emoción de un Mundial. Las mejores selecciones las tengo al alcance de mi mano y mi corazón a cada instante. Sigo escribiendo la palabra Esperanza en el plato, sigo viendo a Jorge, con muletas, corriendo de un lado para otro en la cancha de la primaria, pero ya no juego fútbol en el cuarto o en el corredor.
Pero una tarde, tarde prodigiosa, en un corredor dorado por tanto sol, el jugador de Brasil falló el último penal. Faltaba el tiro de México, si éste anotaba, por primera vez en la historia, se convertiría en Campeón del mundo. El niño colocó el balón, dio dos pasos al frente y pateó. El balón rodó, rodó y pasó en medio de las dos patas de la silla. El estadio no podía creerlo. Se había repetido el “Maracanazo” y ahora había sido porque un jugador llamado Alejandro Molinari había anotado el último penal. Ya podés imaginar lo que sucedió en Comitán cuando la noticia se supo. Ya podés imaginar lo que sucedió cuando el famoso jugador regresó a su tierra. ¡Marimbas en todas las esquinas! ¡Festones de juncia, confeti! Igual que yo, millones de niños, hijos únicos, han hecho el prodigio de que su selección gane el Mundial de Fútbol. Y lo han hecho jugando solos, siendo veintidós personas en una sola.
Soy feliz porque un día decidí no poner mi felicidad en manos (o en pies) de otros. Mi vida está concentrada en un libro y los libros jamás juegan mal. Los libros son los mejores jugadores del mundo y siempre anotan, jamás dejan un partido empatado a ceros.