sábado, 19 de julio de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL VINO Y DEL PAN




Querida Mariana: en los relatos bíblicos aparece con frecuencia el vino y el pan. Recomiendan, incluso, llamarle pan al pan y vino al vino. ¿De dónde el pan? ¡Del trigo! ¿De dónde el vino? ¡De la vid! (de la vid y del trabajo del hombre).
En estas tierras chiapanecas todo mundo come pan, pero no todo mundo bebe vino. Cuando el tío Eusebio se para, lo primero que hace es abrir su ventana, oler la madrugada y luego pone a calentar el café que tomará con pan.
Pedro es un hombre frondoso, casi tan frondoso como una ceiba. Él, desde hace años, tiene la costumbre de beber vino. A pesar de ser un hombre rubicundo y comer generosas porciones de carne, con su correspondiente “gordito”, no tiene un solo gramo de colesterol o de triglicéridos. Los médicos dicen que es porque bebe vino. Así imagino a los franceses, bien dados y sanos. Mi Paty dice que cuando fue a Europa, hace ya muchos años, costaba más una coca cola que un vaso de vino. Así como acá tenemos la costumbre (el costumbre) de tomar café con pan antes del desayuno, en Francia acostumbran beber vino a la hora de la comida. Allá también le entran con fe al pan, pero no son rosquillas ni cemitas, allá comen baguetes. Es una postal común ver a gente caminando en la orilla del Río Sena cargando una bolsa de papel donde sobresale la punta de una baguete, enorme pan con que acompañan el queso roquefort.
Y no tenemos la costumbre de beber vino porque acá no hay viñedos. Acá sobran los plantíos de jitomate (algunos regados con agua de caca del Río Grande y rociados con kilos de “gramoxone”). Acá, en los patios de las casas, hay tapescos donde cuelgan los chayotes y árboles de limón y de lima de pechito. Por esto, a la hora de la comida, las familias tradicionales y gente que sabe de la buena vida, en lugar de arrempujarse un enorme botellón de coca cola preparan una sabrosa limonada o un agua de lima de pechito.
¿Por qué la recomendación de llamar pan al pan y vino al vino? Porque somos muy dados a no llamar a las cosas por sus nombres, somos dados, como dicen los especialistas, a buscar eufemismos; es decir, palabras que sean como papel higiénico, “más suavecitas”. La recomendación sugiere que usemos los mejores términos, sin querer adobar la carne insípida.
Y si seguimos la recomendación, entonces al pan lo llamaremos pan. En Comitán somos mitoteros y argüenderos. ¿Alguien se molesta? Nadie debe hacerlo, porque estos son rasgos culturales que nos definen y que nos otorgan carácter y personalidad. Si no fuésemos como somos no seríamos lo que somos. El otro día, el maestro Julio me explicó que la palabra “mitote” proviene del náhuatl. ¿Lo sabías? Pucha, es una palabra hermosa, que viene de siglos, de tiempo antes que los españoles llegaran con su idioma. Así que, cuando decimos que los comitecos somos mitoteros estamos hablando de una herencia de siglos que aún conservamos. El maestro Julio dice que “mitotiqui” quiere decir danzante. Es decir que cuando decimos que alguien es mitotero decimos que anda metido “en la fiesta”. Y vaya que los comitecos somos amantes del guateque. Por todo hacemos bulla. Que si el niño terminó su educación primaria ¡va fiesta! Que la niña cumplió quince años ¡metale trago! Ahora que vivo temporalmente en el barrio de San Sebastián me han tocado muchos festejos religiosos. Apenas el pasado miércoles 16, a las 6 de la mañana (como dirían los clásicos) hubo “atronadora cohetería”. Dios mío, El misha estaba en el patio, pero entró a la casa con carita de diluvio universal a la hora que comenzó la quemazón de triques. Como si el mundo estuviese en guerra cientos de estallidos retumbaron en el cielo de Comitán. ¡Pobre gato! Paga las consecuencias de los mitotes que arman los comitecos. ¡Pobre gato! Él no lo sabe pero cuando regresemos a la casa, al barrio de Guadalupe, se volverá a topar con mitoteros guadalupanos.
El argüende tiene que ver con el chisme, con la “sana” costumbre de participar a los demás los acontecimientos del día. El chismorreo se asemeja al juego infantil del teléfono descompuesto. Una persona se entera de algo, va y la cuenta con agregados que le dan sabor al caldo. Cuando el acontecimiento llega a su versión número 10 ya está remasterizada y cuenta con mil efectos especiales. Se entiende esa modificación, ¿quién cuenta chismes sin agregarle un poquito de “polvojuan”? Si a las cosas hay que llamarlas por su nombre, los comitecos (Dios me perdone) somos mitoteros y argüenderos. Pero que nadie se sorprenda, porque eso es práctica común en todos los pueblos del mundo, es una condición humana. A la gente le gusta la fiesta y el chisme.
En Comitán, de vez en vez, en el Teatro de la Ciudad, organizan encuentros de contadores de anécdotas. Los comitecos acuden con gusto y se divierten con la simpatía de los participantes. ¿Por qué llama tanto la atención? Porque lo que ahí se cuenta, se cuenta con gracia. No cualquiera puede contar una anécdota, así como no cualquiera puede contar un chiste. La anécdota se diferencia del chiste en que es un suceso real divertido. “Los cuenta anécdotas” las atesoran y luego las van soltando como si fuesen palomas mensajeras. En la anécdota está sintetizada la personalidad del comiteco, ahí está nuestro lenguaje, nuestras costumbres y nuestros personajes más queridos. ¿Y qué son los pueblos sino lenguaje y costumbres? Las casas, patios, plazas y mercados nada serían sin el corazón del hombre. El hombre descubre lenguajes e inventa modos de hacer menos tediosa la vida. Y en las anécdotas vemos que el pueblo comiteco, gracias a Dios, es mitotero y argüendero. A los habitantes de este maravilloso pueblo les encanta el guateque. Hemos perdido tradiciones, ya no se hacen los festejos en los patios de las casas, ya no se adornan con festones de juncia, ya no se cuelgan los manteados, ya no se reparten “lechitas”, ya no se pierde la llave, ya no se contrata marimba. Bueno, algunos todavía lo hacen, pero la mayoría prefiere la renta de un salón y, en lugar de marimba, contratan a un DJ y, en lugar de “lechitas” o un pitutazo de comiteco, ofrecen un “muppet”. Hemos perdido la costumbre de la puntualidad. Si la invitación a la comida dice a las dos de la tarde, todo mundo comienza a llegar a las tres. Los tiempos han cambiado, lo único que permanece inalterable es el buen humor de los comitecos. Apenas se sientan comienzan con el chismorreo (cotorreo, le llaman ahora los chavos) y, sin darnos cuenta, aparecen las anécdotas; es decir, sucesos chuscos que les suceden a los compas de este pueblo. Y dentro del chismorreo brinca, como chapulín sobre comal, el apodo. Porque puede contarse una anécdota sin apodo (para no ofender), pero si se da el apodo del personaje, la anécdota brilla como si fuese una esclava de oro.
Acá en Comitán procuramos llamar pan al pan y vino al vino. No buscamos sucedáneos. Pero, en ese ánimo estéril de convertirnos en pueblo del siglo XXI, también vamos dejando la tradición del pan y del vino. Dirás que miento porque líneas arriba escribí que en Comitán no tenemos la costumbre de beber vino. Bueno, por lo que respecta al pan, cada vez más comemos de esos panes artificiales y sosos de la compañía Bimbo. Por fortuna aún consumimos las roscas chujas, pero, en lugar de prepararnos una buena torta con pan comiteco, hacemos sándwiches con pan de caja. ¿A qué hora perdimos el buen gusto? Y respecto al vino, lo digo porque cada vez hay menos acólitos en los templos católicos, y esto es comprensible porque cada vez hay menos católicos. Los acólitos de los años sesenta sí tomaban vino, el vino de consagrar que tomaba el cura.
De acuerdo con la tradición católica, el vino de consagrar, después del ritual, se convierte en “la sangre de Cristo”. Los fieles presencian el momento en que el sacerdote levanta el cáliz, lo ofrece al espíritu y luego ya convertido en la sangre del Hijo de Dios ¡lo tocochea! A los acólitos (de siete a nueve años de edad, más o menos) les encantaba ese oficio porque les permitía recibir algunas monedas que ofrecían los padrinos (bolo, padrino, bolo) y, a escondidas, tocochear de las botellas de vino de consagrar. La tía Eduviges (siempre inocente) decía que su Carlitos regresaba transformado de la iglesia, como si “el Espíritu Santo estuviera encarnado en él”. Dios mío, la mirada turbia del tal Carlitos, como de agua del Río Grande, era porque junto a sus amiguitos abrían las botellas de vino y se la pasaban de mano en mano y de boca en boca. ¿Cuál Espíritu Santo? Era el Espíritu de Baco el que se apoderaba de sus cuerpos y de sus mentes. Por eso, Carlitos, en cuanto llegaba de misa, se metía a su cuarto y dormía la siesta. ¡A las ocho de la mañana! Ya ni el bolo de tío Agenor.
Ya te conté que durante un tiempo fui acólito en el templo de Santo Domingo. Mi papá rentaba una casa a media cuadra del parque central. El parque era como mi patio de juegos y el templo era como una extensión del oratorio de casa, pero más emocionante, porque, en algunas tardes, subía al campanario a tocar las campanas. Cuando había bautizos me acomedía a recoger las velas de los padrinos y los seguía hasta que ellos, condolidos por mi insistencia, metían la mano en la bolsa y sacaban una o dos monedas. Vas a decir que soy un mentiroso o un tonto, pero esas monedas no las guardaba. Al término del oficio se las daba a mi compañero acólito, un simpático negrito que me recordaba mucho a Memín Pinguín, el ídolo de las revistas de monitos que leíamos. Le daba las monedas porque los papás de mi compañero eran de condición modesta. Mi papá me daba mi domingo cada domingo, él me contaba que su papá no le daba. Tal vez me mentía y me miraba la cara de tonto. Nunca tomé vino de consagrar ni aproveché comer hostias. Pensaba, en realidad lo pensaba así, que la hostia, después de la bendición, era como el cuerpo de Cristo y el vino era su sangre. Ambas sustancias eran sagradas. No podíamos cometer el sacrilegio de robar algo tan místico.
Y digo que así fue, porque el momento en que hice la primera comunión (en el templo de Guadalupe) fue un momento importante para mí. No recuerdo algún guateque realizado por mi cumpleaños, pero sí recuerdo el desayuno que mis papás prepararon el día que hice mi primera comunión. Ese día, muy formalito, me vistieron de traje y zapatos boleados. Por ahí tengo una fotografía donde estoy en un reclinatorio, sosteniendo en la mano una vela prendida, y el sacerdote me pone la hostia sobre mi lengua. Lo más emocionante fue después, cuando fuimos a casa y nos sentamos en una mesa larga en compañía de muchos amigos. El desayuno fue el clásico de los festejos comitecos: tamales, chocolate y pastelitos de manjar. En los corredores de la casa pegaron unos adornos hechos con palma y regaron juncia. Sólo faltó la marimba. Recuerdo con afecto ese desayuno, si cierro los ojos aún puedo recordar el aroma que brotó del tamal a la hora en que, ayudado con un tenedor, quité las hojas y vi el recado de mole y el corazón oscuro de la ciruela pasa; si cierro los ojos, tantito, aún puedo escuchar cómo el delicado hojaldre del pastelito de manjar cruje a la hora que lo muerdo y unos gránulos de azúcar manchan el mantel y mi pantalón azul; puedo sentir el aire de esa mañana llena de luz.
A veces imagino hacer un festejo por nada. Sabés que no me gusta festejar mi cumpleaños o que amigos me lo celebren, pero a veces imagino hacer un festejo por nada, sólo por el gusto de la vida. Poner una gran mesa en el parque central (que fue el patio de juegos de mi infancia) y servir (que yo sea el sirviente), servir tamales, chocolate y pastelitos de manjar a la gente que por ahí pase. Imagino a las personas sentándose frente a esa mesa con mantel blanco y los veo abrir los tamales de hoja y saborear el corazón oscuro de la ciruela pasa. Imagino que mueven los pies al ritmo de la marimba, porque ahora sí no puede faltar la marimba. Los veo satisfechos, con sus rostros plenos, viendo hacia el cielo azul, tomándose fotos (de esas llamadas selfies) con el templo de Santo Domingo como fondo.

Posdata: no tenemos la costumbre de tomar vino. Nos lo perdemos. En la casa de mi papá, en el sitio, no sé cómo brotó una vid. Mi papá mandó a construirle un tapesco y, en temporada, las uvas verdes colgaban como si fuesen chayotes chiquitíos. No creo que eso sea lo mejor para la vid, pero en la casa de mi papá así se daba. Él se paraba al lado de la vid y me decía que se sentía en Italia, en la tierra de nuestros ancestros. Yo sonreía. Pensaba que mi papá estaba cerca de Palermo y el sol del Mediterráneo iluminaba su cara. Yo también sentía iluminado mi corazón. Hace tiempo que no estoy al lado de un viñedo; hace tiempo que no estoy al lado del sol que era mi papá.