sábado, 12 de julio de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS CUENTOS TRAEN HADAS INCLUIDAS




Querida Mariana: ¿en qué momento se pierde el gusto por oír cuentos infantiles? Era tan sabroso entrar al cuarto con esa luz de oro que salía de la lámpara colocada sobre el buró, ponerse el pijama y dejar que nuestras mamás acomodaran las colchas para que durmiéramos como “tamalito”, sin un resquicio para que entrara el frío de la madrugada. Era tan bonito ver cómo ellas abrían el libro de cuentos infantiles y leían con voz de ala de mariposa. En nuestra imaginación aparecían bosques encantados y hadas que vencían a los espíritus perversos. Poco a poco nuestros ojos se iban cerrando, hacíamos el esfuerzo por permanecer despiertos, pero no lo lográbamos, las voces de nuestras mamás eran el mejor sedante. Era tan sencillo pasar del mundo fantástico de los cuentos al mundo fantástico de los sueños. Era el paso natural. Ahora, me cuenta mi prima Sofía, su hijita se duerme viendo películas de terror. ¡Dios mío, qué clase de sueños tendrá su hija! ¿Qué clase de pesadillas pavimentará su senda? No me preocupan las imágenes de terror, sino el terror de saber que ella no alimenta su imaginación pues ya todo está dado a través de las imágenes procesadas por computadora. Los tiempos actuales ya no alimentan la imaginación de los niños, ya todo está dado para que los niños no hagan el menor esfuerzo. Nosotros teníamos que imaginar las acciones, ahora los diseñadores gráficos ya han pensado por nosotros. No es bueno que alguien piense por uno, no es bueno porque ese proceso mental se asemeja mucho a la imposición de ideas incrustadas en dictaduras.
¿En qué momento de nuestras vidas las mamás decidieron dejar de contarnos cuentos porque ya estábamos grandes? El otro día alguien, muy alterado, me contó que a fulanita de tal aún le dan pecho. La niña tiene más de tres años. Quien me lo contó lo dijo con ojos de plato hondo, lo dijo horrorizada, como si fuese un pecado de los más gordos el hecho de que una mamá siguiese dando pecho a su hija ya mayorcita. ¿En qué momento la madre debe destetar a su criatura? Yo no sé, no sé si la mamá aún sigue generando leche después de tanto tiempo de nacida su criatura, pero imaginar a la mamá abrazando a su hija (ya mayorcita) y dándole el sostén de su pecho no se me hace una imagen absurda, al contrario, se me hace una imagen bella, como para que existiera siempre. ¿Qué daño le provocará esta madre a su hija por seguir dándole de mamar a tan “grande” edad? No lo sé. Pero ahora lo escribo, porque algo similar debe suceder con los cuentos. En algún instante las mamás deben pensar que sus pichitos ya crecieron lo suficiente como para seguir contándoles cuentos y dejan de hacerlo. Los libros se extravían, dejan de estar en la fila del buró. Los niños entran al cuarto, se ponen el pijama, prenden la televisión y miran películas de terror. ¡Ah, qué pena! En el instante que las mamás deciden que ya es edad de “destetar” a los hijos y dejan de contarles cuentos, los niños se quedan sin ese mundo lleno de afecto, se vuelven huérfanos del árbol que alimentaba la imaginación. La belleza del instante no sólo estaba dada por la narración, sino por todo el entorno, era la calidez del cuarto, era la gloria de sentir cerca a las mamás, el prodigio de escuchar sus voces de aleteo de colibríes.
A mí me gustaba mucho el cuento de “La montaña interminable”. Como si fuese el principio del cuento de Caperucita Roja, una niña sale de su cabaña, muy temprano, para ir a cortar flores a la montaña. Camina por un sendero a cuyos lados crecen flores bellísimas. Cuando está a punto de iniciar la subida a la montaña, una mujer, con nariz de cáscara de aguacate, se le aparece detrás de un árbol. “Me asustaste, tonta”, dice la niña, quien es muy valiente y no les tiene miedo a las brujas. La bruja, con ojos de avispa juguetona, juega con el titipuchal de pulseras que lleva en su brazo izquierdo y le pregunta por qué no corta las flores tan bellas que están en ese sendero; la bruja le dice a la niña: “Tonta tú. ¿Qué necesidad que subas hasta la montaña si acá hay flores bellas?”. La bruja, con sus manos de dedos torcidos, corta un ramo de flores y se lo ofrece. La niña, que sabe que esas plantas están hechizadas con un hechizo muy malo, aparta el ramo y sigue caminando, cantando, saltando por la vereda, con rumbo a lo más alto de la montaña. La bruja, molesta, levanta las manos, hace un conjuro a espaldas de la niña y sentencia que en la cima de la montaña la niña encontrará una flor azul, hermosa, la más hermosa de todas las flores del mundo, y que a la hora que ella se acerque a cortarla se pinchará el dedo con la espina maldita y de inmediato se convertirá en un cerdo. La niña sigue subiendo por la ladera, cantando, bailando, disfrutando del rocío de la mañana que es como el aliento de Dios.
¿A poco no está bonito el inicio del cuento, mi niña? Ah, yo era feliz cuando mi mamá entraba al cuarto, abría el libro y comenzaba a leerme el cuento de “La montaña interminable”. Era un tiempo con aroma de eucalipto. Yo sabía que los monstruos y fantasmas existían, los había visto en las páginas de los libros de cuentos y en los corredores de la casa; pero, los monstruos y fantasmas de los cuentos eran hechos polvo por los encantamientos de las hadas y de los héroes; y los fantasmas que aparecían en la casa a medianoche eran desintegrados por la luz de las mamás. Los niños sabíamos que el mundo era cruel, pero esta crueldad se diluía en cuanto las mamás llegaban al cuarto, prendían la luz y se sentaban en el borde de nuestras camas y decían que todo estaba bien, que nada malo nos ocurriría y nosotros les creíamos y como creíamos lo que decían ¡la oscuridad desaparecía! Nuestras mamás eran tan fuertes que todos los muros caían cuando ellas soplaban y el sol calentaba nuestros corazones.
Al fin, la niña llegó a la cima. Dejó la canasta sobre el césped, cerró los ojos y aspiró el aire que olía a hierbabuena y a menta. Abrió los ojos y vio, en medio de un macollo de rododendros una flor azul tan luminosa como la vía láctea. La niña no lo pensó dos veces, caminó hasta el macollo y cortó la flor. A la hora que dobló el tallo algo como un rayo la hizo perder el sentido, la niña se desgajó como una fruta madura y quedó tendida sobre el suelo. Poco a poco recuperó el sentido, quiso levantar los brazos para desperezarse pero no pudo hacerlo, era como si sus brazos hubiesen engordado, se llevó las manos a la cara para frotarse los ojos, pero vio, horrorizada, que en lugar de sus manos tenía pezuñas. ¡Estaba convertida en una cerda! ¿Imaginás la impresión de la niña al percatarse que era una cucha, una cucha güera, como esas que tiene la tía Romelia en los chiqueros de por Los Sabinos? Era una cucha, pero por dentro seguía siendo la niña. Ese fue el mayor castigo que le infligió la bruja, porque si la hubiera convertido en una cucha por completo no habría mayor problema, porque no hubiese tenido conciencia del cambio. Por fuera era una cucha, pero en su corazón sabía que era una niña transformada en cucha. Olió sus pezuñas y sintió asco, ¡ish!, olía como cucha, olía a caca. Ese olor nauseabundo lo había sentido cuando quedaba a dormir en casa de la tía Romelia, cuando abría la ventana y un tufo de albañal abofeteaba sus narices. Sintió ganas de vomitar, pero no lo hizo, porque, después de todo, los cuches no vomitan por su propio olor y ella, ella, era una cucha, una cucha güera.
Dirás que por qué me gustaba un cuento tan asqueroso. Me gustaba porque sabía que después de esto algo hermoso sucedería y el embrujo no sería más y la mujer mala tendría un castigo y la niña volvería a tener los cabellos como de oro y su aroma sería como el aire de la montaña que olía a hierbabuena y a menta. La vida, lo sabés, es miserable. Los cuentos de mi infancia me decían que a pesar de la podredumbre de la vida, por instantes podía ser como una olla llena de oro (no tanto por el valor monetario sino por el halo de luz dorada que emite). Hoy, esos tiempos están lejanos. La vida es miserable y sus finales también son patéticos. Yo, por esto, me sigo refugiando en los cuentos (ya no infantiles). La literatura es como una barda que me protege de la maldad de los hombres y mujeres de estos tiempos. El otro día (ya a mis cincuenta y siete años de edad) estaba en mi cama, leía la más reciente novela del maestro Heberto Morales, “Zotz-choj”, que me envió mi amigo Carlos Gutiérrez, cuando entró mi mamá al cuarto. Dejé el libro sobre la cama y le pedí a mi mamá que se sentara. Ella apartó tantito las colchas y se sentó en el borde de la cama. Le dije: “contame un cuento”. Ella sonrió y dijo “ya no me acuerdo. Antes les contaba cuentos a los niños -se refería a mis hijos-. Ya no me acuerdo”. Pero, entonces, después de un instante de silencio, tomó mi mano y la acarició. Se paró y fue a la sala a tejer. Yo seguí con la lectura del libro de don Heberto.
La niña cerdo lloró, llevó sus pezuñas a sus ojos y se limpió. Los rododendros eran hadas. Hasta la fecha no sé bien a bien qué clase de flores son los rododendros, pero de niño me gustaba la palabra y más me gustaba cuando sabía que salían volando y se colocaban cerca de la niña cuch y bailaban para que ella no se agüitara de más. La niña cuch las vio y sonrió. ¡Por fin! Después de tanta tragedia ¡sonrió! El hada mayor le dijo: “No te preocupes, Adrianita (así se llamaba la niña, las hadas sabían su nombre. Bueno, se sabe, las hadas saben todo de todos). Nosotras te regresaremos a tu condición original”. Cuando mi mamá leía estas palabras yo, bien calientito, debajo de las colchas, sobaba mis manos sobre mis piernas de la emoción. Sabía que el prodigio estaba a punto de hacerse. El bien estaba a punto de vencer al mal, como siempre había sido.
El hada mayor le dijo que pronunciara aquella palabra que le había enseñado su abuela, cuando era más niña. ¿Se acordaba? Claro que se acordaba: la palabra era eerruu y la debía pronunciar como si fuera un carretón en bajada. La niña pronunció la palabra pero le salieron chillidos de cuch: ih ih ih ih. ¿Qué haremos?, preguntó el hada mayor. En ese momento un hombre campesino pasaba por ahí llevando una piara de cuatro cerdos pequeños. Los cuatro cerdos, en cuanto vieron a la niña cuch se acercaron, creyendo que era su hermanita. El hada mayor dijo: “ya sé qué haremos”. Hizo un conjuro y convirtió a los cuatro cerdos en cuatro hermosos niños y les explicó la situación de su “hermanita”. Los niños dijeron, a coro, que estaban dispuestos a ayudar a su hermana. Como ellos sabían el lenguaje de los cuches se comunicaron con ella y le dijeron que la ayudarían, entonces la niña cuch dijo ih ih ih ih y los niños hicieron la traducción y gritaron eerruu. Así la niña cuch recobró su condición de niña. Todos estaban felices, menos el campesino que, cubriéndose la cara con sus manos se sentó sobre una piedra y se puso a llorar. “¿Qué te pasa?”, preguntó el hada mayor y el hombre dijo que en ese momento había perdido a sus cuches y contó que la bruja, hacía tiempo, convirtió a esos cuatro niños en cerdos, porque ella tenía una deuda con él, pero ahora, que los había visto recuperar su condición de niños felices no tenía corazón para volver a pedir un conjuro. El hada le pasó una mano sobre el hombro y le dijo que no se preocupara, que dejara de llorar, pero el hombre siguió llorando, lamentándose de su suerte. “¿Y ahora, de qué viviré?”, se preguntaba sin dejar de llorar. El hada tomó su varita mágica y la colocó sobre la cabeza del campesino, dijo unas palabras y el campesino se convirtió en un hermoso cuch moreno. ¡Solucionado! El campesino había dejado de ser hombre y se sabe que los cuches no se preocupan por asuntos de hombres. Tan tan.

Posdata: yo era feliz. Sabía que siempre había rododendros cerca de mí. Sabía que las brujas malvadas no podían hacerme daño. Las hadas nos protegían a todos los niños, ellas -siempre cariñosas- nos protegían de todos los peligros. Si ellas fallaban ahí estaba el ángel de la guarda, quien también era un fregón para evitar maldades. Y si, al final, las hadas y los ángeles de la guarda fallaban ¡ahí estaban las mamás!
Mi mamá (tiene ochenta y cuatro años) ya no me cuenta cuentos, pero aún se sienta en el borde de mi cama y exorciza los fantasmas cuando acaricia mi mano. Como ella ya no me cuenta cuentos ¡leo libros! Nunca he caído en la tentación de cambiar la lectura de cuentos por la visión de películas de terror. Soy feliz, como un niño, porque los cuentos siguen alentando mi imaginación. A mí me gustaría que las mamás siguieran leyendo cuentos infantiles a sus hijos, que siguieran diciendo que el mundo es tan atroz como lo que sucede ahora en Palestina, pero que puede tener otra cara, una más amable, una más hilo de luz, una menos olor a chiquero. Me gustaría que las mamás sigan diciendo que ellas, junto a las hadas y a los ángeles de la guarda, pueden exorcizar a los monstruos y fantasmas del mundo.