sábado, 26 de julio de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL FLATO TIENE SEMEJANZA CON LA SAUDADE




Querida Mariana: la palabra saudade es portuguesa. Hernán Becerra, quien ha estado en Portugal, dice que se pronuncia “saudaye”. Dice que designa un sentimiento muy cercano a lo que en Comitán llamamos “flato”. En otras partes de México el flato es una acumulación de gases que produce dolor estomacal. En Comitán, el flato no tiene algo que ver con los gases. Es casi imposible de definir, es una mezcla entre la tiricia y la gutzera. Es como una acumulación de niebla que produce un dolor espiritual.
El tío Enrique insiste que el flato es lo que ahora llaman estrés, pero tía Juanita dice que no. A veces, sin motivo ni razón aparentes, aparece el flato. Llega así como llega el otoño. Un día, todo lo que estaba lleno de hojas verdes se pone seco. ¡Eso es el flato! ¡Un árbol seco que recibe la embestida brutal del invierno!
¿Cómo se quita el flato? No existe medicina de patente que lo remita. Ah, sería muy bonito tomarse una pastilla y decir “¡next!”. No, no hay remedio terapeuta. Tal vez, por esto, desde hace siglos, los comitecos buscan sucedáneos para paliar tantito el efecto. El tiempo (todo mundo lo sabe) es el único que pone un curita en el corazón enflatado. Pero, mientras el tiempo hace su labor, los hombres y mujeres enflatados deben buscar caminos menos oscuros.
¿Qué hacen los portugueses para evitar la saudade? Hernán dice que la saudade está emparentada con la nostalgia (algo de esto también sucede con el flato comiteco, pero el flato es más complicado todavía. ¡Dios mío!). Hay nostalgia por un amor distante o por un país abandonado.
Una vez, hace muchos años, entré al departamento donde vivíamos siendo estudiantes universitarios en la ciudad de México y hallé a Enrique sentado en un rincón de la sala con las luces apagadas. “¿Ydiay?”. Los demás compas habían ido al cine. “¿Qué tenés?”. “Tengo flato”, me dijo. Claro, cómo no, en Tuxtla estaban sus papás y en Comitán estaba la novia. Acababa de hablar con ella, por teléfono. (Las llamadas eran escasas porque salía muy caro una llamada de larga distancia. Benditos tiempos estos donde los muchachos hablan por “skipe”. Parecía que la llamada en lugar de acercarlo a ella, le había cortado los lazos del puente colgante.) Me senté a su lado y (¡santo Dios!) esa niebla me comenzó a abrazar, la vi llegar como llegan las nubes en lo alto de la montaña y sentí su mano fría y dulzona. La gran jodida, el flato es contagioso. “Vonós al cine”, le dije, en intento de animarlo y de evitar que yo cayera en el pozo de la saudade (en ese tiempo no conocía el término). “No”, dijo, y siguió ensimismado. Yo no tenía novia, pero sí tenía a mis papás en este pueblo, ¡en este pueblo! Los dos elementos fundamentales de la nostalgia estaban amarrados para jodernos la vida: el amor y la patria distantes. En ese momento hubiésemos querido tener el poder de teletransportación y llegar a mitad del patio de casa para correr a la cocina donde mamá calentaba el café y luego a la sala donde papá veía el juego de béisbol, en esas transmisiones que daba TRM (Televisión Rural de México), en la televisión en blanco y negro que teníamos sobre una mesa de madera. Pero, estábamos en un departamento de México, con las luces apagadas, sólo iluminados por la penumbra del patio que se colaba por el enorme ventanal de la sala. Estábamos solos, Enrique y yo, y él estaba enflatado y yo a punto del contagio, porque nuestro Comitán y nuestras personas amadas, estaban lejos, muy lejos. Pero, la verdad, quien estaba más enflatado era él, porque extrañaba de más a su novia. Minutos antes de que yo llegara había hablado con ella y en cuanto colgó la sintió más distante. Así sucede. Luego supe que ella, esa noche, iría a un baile al Club de Leones. ¡Cómo Enrique no iba a estar enflatado! Entonces pensé que debíamos intentar desasirnos de esa mano peluda enflatadora y le dije a Quique que pediría una botella de trago. Fui al cuarto, saqué el número del taxista que, por una lana, nos hacía el servicio de entrega a domicilio y pedí una botella de Don Pedro, de tres cuartos, un queso, dos bolsas de papas, cacahuates, tres tehuacanes y dos cocas gigantes. Prendí la luz, abrí el refrigerador y saqué unos cubos de hielo. Cuando los demás compas llegaron del cine nos encontraron bebiendo nuestras cubas, escuchando marimba, abrazados, cantando “Comitán, Comitán de las Flores, donde están mis amores…”. Habíamos vuelto a apagar la luz, estábamos abrazados, llorando. Enrique por su novia, por sus papás, por su Chiapas; yo, por mis papás y por este pedazo de tierra que era como el comal donde ponía a calentar mi corazón. Los amigos llegaron, prendieron la luz, se sentaron y nos acompañaron. La botella no iba a alcanzar para todos. Rodolfo entró al cuarto, sacó la tarjeta del taxista y pidió otra botella y más botana. Tres horas después habíamos ahogado el flato. Ya no llorábamos. Sólo algo como un chal de niebla seguía enredado en el cuello de Enrique, pero se desintegró a la hora que subimos a la azotea y nos botamos sobre el piso y vimos el cielo (aún estrellado en esos años setenta, años sin mucho smog todavía). Al lado de los lavaderos de cemento, junto a los tinacos de asbesto, un grupo de comitecos, medio bolencones ya, miraba el cielo y sentía que la vida estaba concentrada en ese instante y que era una bobera gastarlo en enflatamientos. Era la madrugada. Cantábamos, tirados en el piso, cantábamos: “…siempre tendré presente este recuerdo…”. La lucecita de un avión se movía lentamente hacia el Sur, hacia donde estaba Chiapas. Tal vez era un avión que se dirigía hacia Sudamérica.
En los años de estudiantes universitarios, con trago hacíamos el contraconjuro. Muchos comitecos siguen atarantando el flato con trago. Es como si con un periódico le dieran un guamazo a la mosca que, insistente, regresa a la mesa, porque el flato no se muere. Queda ahí, medio atontado, recuperándose para volver en cualquier instante.
Si los científicos aún no hallan la cura del SIDA, los comitecos tampoco hemos logrado dar con la cura del flato. Sólo lo paliamos, de vez en vez.
Un grupo de estudiantes salió a las calles de Comitán a realizar un estudio acerca del flato y una de las preguntas de la encuesta fue: “¿cómo se cura del flato?”. Las respuestas fueron de un extremo al otro, desde el que dijo que se embolaba dos días seguidos hasta el que dijo que tomaba un avión y viajaba a París. Como la mayoría de los comitecos no tiene paga para treparse a un chapulín de Air France busca otras alternativas.
Rosy dice que el flato es como un canario encerrado. En apariencia el canario es feliz porque “canta” todo el día y trepa al palo a cada rato (sin albur, por favor), pero está encerrado. ¿Qué le sucede al canario cuando ve que en el cielo un pato pasa como avión? ¿Qué piensa a la hora que ve que un loro camina por el patio, trepa al aro y, con toda la libertad del mundo, grita: “Sonia, mi comida, Sonia, mi comida”, y Sonia le lleva un plato con galletas remojadas en leche? El flato se acerca un poco a la pérdida de libertad, porque quien extravió el territorio es un extranjero permanente. Quien padece el mal no “se halla”, existe una opresión en su corazón que le impide respirar. Quien tiene flato se convierte en mosca y queda atrapado en una gigantesca telaraña, en una esquina oscura. Poco a poco, el enflatado entra en un estado de indefensión donde, en apariencia, lo único válido es enredarse más y más en ese laberinto de hilos. Pero eso no es todo, a la hora menos pensada ¡aparecen espacios y afectos desaparecidos!
El flato se intensifica a la hora que estamos en el corredor de la casa y un aroma de café nos alcanza. Ese aroma nos retuerce el espíritu, porque a esa misma hora de la tarde aparecía la mamá (ya difunta) con la taza de café y el plato con pan. Ella se sentaba junto al pilar de madera, ahí donde está la maceta con “colas de quetzal”. La mamá dejaba que la tarde se apagara. Cuando la noche aparecía, ella iba a la pared del fondo y cubría la jaula de la cotorra australiana con el paño verde. “Buenas noches, mi chiquita, buenas noches”, decía ella y la cotorra algo le respondía, mientras iba de un lado para otro de la jaula. El flato se hace más grande, porque nos abofetea de manera cruel con los más intensos recuerdos.
Mi tía Lorena reza; mi tío Poncho juega billar; mi primo Andrés bebe trago; y mi prima Marina come paletas de chimbo. Éstas son algunas formas de jugarle la vuelta al flato. No es sencillo erradicarlo. Si el enflatado va al parque de San Sebastián no debe sentarse a mirar las parejitas que ahí juegan manita sudada y se besan. ¡No! La persona enflatada debe pararse frente al templo y, en lugar de ver el interior, debe levantar la vista y observar el campanario y el cielo. El enflatado debe seguir parado por un buen tiempo hasta que se canse. Luego debe dar dos vueltas al parque e ir a comprar una paleta de chimbo. Una vez que ya tiene la paleta, entonces sí le es permitido sentarse en una banca y puede, si así lo desea, mirar los pájaros que se paran en las ramas de los árboles añejos. Es entonces cuando debe jugar el juego de los espejos imaginarios. Debe pensar que frente a él hay un espejo y que alguien (él mismo) está frente a él. Entonces el personaje imaginario pregunta: “¿Qué comés?” y él debe abrir la boca y chupar la paleta. El personaje imaginario dice: “¡Ya, ya, no me digás, estás comiendo una paleta de chimbo!”. En ese instante, como si fuese un ritual antiguo, el chupa paleta verdadero debe levantar el brazo y dar un puñetazo al espejo imaginario. El espejo se hará trizas y, de igual manera, el personaje imaginario se hará cachitos. ¡Santo remedio! El hombre que estaba enflatado ya no existirá más. El hombre se parará, alzará los brazos, respirará profundo y sentirá que la vida está a su lado, que está en cada resquicio de su cuerpo y de su espíritu.
Mi prima Marina dice que la receta de la paleta de chimbo le hace bien. José dice que es una bobera, dice que Marina nunca ha estado realmente enflatada, porque nunca ha tenido novio ni nunca ha salido de Comitán, con excepción de una vez que viajó a Cancún y regresó a los dos días porque su piel no resistió la tremenda bronceada que se pegó en la playa. José dice que si la Marina se hubiese quedado en Cancún dos o tres días más le hubiese agarrado “el golpe” de la nostalgia y se hubiera enflatado y ni Dios padre la hubiese curado, como sí la curó el doctor García de la quemada de piel.

Posdata: hay gente más propensa al flato. La gente melancólica tiene propensión al mal. Los que son hijos de la calle, los que son teflón y nada se les pega, ellos no se enflatan. Hay algunos bolos que a la mañana siguiente despiertan con “un gran flato” por no saber qué hicieron durante su bolera. Hay otros, más bolencones, que les vale un cacahuate lo que hicieron o dejaron de hacer. Estos últimos se levantan a las doce del mediodía, abren el refrigerador, se preparan una michelada y hablan a los amigos por teléfono, para seguir el guateque. Esta clase de personas no extraña a alguien. Si una novia los corta o les pone el cuerno, doce minutos más tarde ya están llamando a otra muchacha bonita y la invitan al antro. Estos compas nunca extrañan su patria, porque su patria son ellos mismos. Su territorio está donde ellos están. Cuando viajan no sienten nostalgia por la tierra abandonada. De inmediato edifican nuevas amistades y construyen nuevos cielos donde echan a volar sus pasiones.
El que viaja siente cierta nostalgia por lo que abandona, pero quien se queda es quien más resiente la despedida. A la hora que el viajero sube al avión se enfrenta a un mundo lleno de novedades, entra a una dimensión donde todo presagia misterio y aventura. Por el contrario, quien se queda en el aeropuerto no le queda más que subir a su auto, conducir por esa carretera llena de baches y de niebla. Y esta niebla que, en apariencia, es como una bufanda que enreda las montañas y el paisaje exterior, poco a poco penetra por las hendijas de las ventanillas del auto y cuando los pasajeros vienen a ver ya los está abrazando con ese abrazo frío que es como ala de paloma muerta. El flato comienza a aparecer a la hora que llegan a casa, abren el portón, entran, encienden la hornilla y ponen a calentar el agua para el café. Todo es tan rutinario. Ahora más, porque quien viaja en el avión ya no está. Ya vuela lejos. El flato proviene de ese pozo donde la ausencia es como una luz permanente. Hubo un tiempo que extrañé mucho a Comitán y despertaba enflatado en otra ciudad. Una mañana pensé que la única manera de evitar esa nostalgia era evitar pensar en Comitán. Y para dejar de pensarla era necesario no pensar sus calles y sus plazas sino vivir sus plazas y sus calles. Subí a mi auto y regresé a mi lugar. Al llegar fui al mercado Primero de mayo y pedí un vaso de jocoatol. Al probar el primer trago sentí que una piedra llamada saudade se deshacía y se hacía polvo, se volvía nada.