sábado, 23 de agosto de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AZUL DEL BOLO ES MÁS INTENSO QUE EL ROJO DEL SOBRIO





Querida Mariana: un libro del Dr. Melesio Cárcamo se llama “Cuentos de bolos (sólo para bolos)”. ¿Cuántos libros existen que cuenten cuentos de sobrios? Sin duda hay más cuentos para bolos que para abstemios o para alcohólicos anónimos. Es muy penoso, pero debemos admitir que la vida de los bolos es más intensa que la de los sobrios y aun cuando no existen estadísticas al respecto creo que hay más bolos en el mundo que sobrios. Las estadísticas recientes dicen que en México cada vez se incorporan más mujeres al vicio del trago; es decir, hay más mujeres que tienen vidas con más aventuras. Me da gusto saber que vos no le entrás al trago, pero tal vez conocés muchas amigas que sí le entran con fe y pasión. Vos sos una mujer más plena, porque no necesitás elementos externos para vivir en armonía. En Puebla viví en una colonia que está frente a Ciudad Universitaria. En esa colonia hay varios negocios donde venden cervezas, esos negocios se llenan de estudiantes, los viernes por las tardes y noches. Los viernes era un desfiladero de muchachos rebotando de bolos, por ahí se colaban muchas estudiantes que, de igual manera, iban butules de bolas. No era una imagen agradable, al contrario daba pena ver a las muchachas sosteniéndose en la pared, vomitando, mientras los demás reían. No era una imagen agradable, pero era una imagen muy real, que, según las estadísticas, cada vez es más frecuente. Ahora, las muchachas creen que es un símbolo “nice” beber a la par que los muchachos. En mis tiempos había más hombres bolos que mujeres bolas, ahora las mujeres van bien encarreradas para dar alcance y, si se puede, ganar. Acá en Comitán, me cuentan, también se acrecienta el número de muchachas a quienes les encanta entrarle a la michelada.
Se sabe que los bien portados salen de su chamba el día viernes, llegan a su casa, comen, ayudan a sus hijos a hacer la tarea, van al cine con la familia, cenan taquitos y luego regresan a casa. Los bolos, por el contrario, no llegan a su casa directamente; salen de su chamba, se ponen de acuerdo con los amigos, van a la cantina, piden una caguama con botana, terminan la botana y la caguama, piden otra, luego piden una botella (a consumo), terminan la botella, piden la caminera, luego piden dos más, salen ya medio bien zarazos, van a la zona, piden otra botella y muchachas que los acompañen, bailan, van a un apartado, caminan, ya solos, cada quien por su lado, sin tener idea de dónde están los otros, suben a un taxi y regresan a casa. Al otro día despiertan, como a las diez de la mañana, se sientan en el borde de la cama, se llevan las manos a la cabeza, que sienten a punto de reventar, y se preguntan qué hicieron. Como dicen los clásicos de los años ochenta: ¡se les borró el casete! (los chavos de ahora dirían que se les extravió el USB). El bolo siempre tiene un camino alterno, que es casi decir una vida alterna. El bien portado sólo transita un camino lleno de luz, en cambio el bolo (por decisión propia al principio) camina otras sendas, incluso abre algunas. El bolo, como si fuese el caminante del poema de Machado, que decía que no hay camino ¡se hace camino al andar!, abre veredas en campos llenos de zacate y de mazacuatas. El bolo se atreve por territorios desconocidos, anda en caminos que sobrio jamás andaría. El alcohol cancela la voluntad y el bolo camina en automático. El bolo, además de su casa, tiene otros espacios que los vuelve suyos. El espacio de la cantina ¡es su espacio! El burdel ¡es su espacio! La gente que labora en la cantina o en el burdel lo reconoce como parte de la “familia”. Él llega a la cantina con la misma confianza que llega a su casa. El nombre del cantinero le es familiar y la mesera o mesero lo llaman por su nombre. Hay casos en los que el bolo se sienta y la mesera se acerca y le pregunta: “¿lo de siempre, Licenciado?”.
Si te das cuenta sinteticé ambas historias. Sinteticé más la segunda que la primera, porque la aventura de los bolos no es tan sencilla como lo escribí. Los lectores que son bolencones saben bien a bien de lo que estoy hablando.
¿Y por qué ahora, en lugar de hablar de cosas bellas, hablo de vomitados? Lo hago porque recordé un anuncio que las empresas cerveceras usan con frecuencia: “Nada con exceso, todo con medida”. Este es el lema que dichas empresas emplean para justificar su producto; es decir, para que nadie diga que las cerveceras fabrican toneladas de bolos, nos dicen que la bebida es una bendición de los Dioses, siempre y cuando se consuma con moderación. Y esto no está tan alejado de la verdad, todo mundo sabe que dos o tres tragos ayudan a darle vida a los cuerpecitos de las personas, alimentan la alegría y fomentan la camaradería. Beber un aperitivo es bueno para el cuerpo y para el espíritu, lo que jode al cuerpo y al mismo espíritu es beber en cantidades industriales. La historia de la humanidad consigna la bendición que significan las uvas, el lúpulo, la cebada, el trigo, a la hora de preparar bebidas alcohólicas. En nuestro medio recordamos con gran emoción el orgullo que nos provoca ser tierra del “comiteco”, afamada bebida citada en películas, libros y mil conversaciones. A los viejos se les va la boca y se les ilumina la mirada cada vez que cuentan cómo le daban vuelta a una botella de comiteco y al regresarla a su posición original se hacía un “cordelito” como de perlas, como de esferas luminosas. ¡Ah, y el sabor!, dicen, el sabor era único, un pitutazo de comiteco inflamaba el espíritu.
Te cuento que una vez inicié una serie de escritos autobiográficos. Tal serie tenía la pretensión de dar un testimonio de cómo fue mi niñez, adolescencia y los años vividos ya como adulto. Pensé que para darle forma al testimonio podía hacerlo a través de palabras que definieran conceptos. Por ejemplo: casas. En este caso hablé (bueno, escribí) anécdotas y recuerdos de todas las casas donde viví. Pero, el tema de casas no fue el primero que escribí. El primero que escribí fue el de Cantinas. Y es que muchas tardes las pasé en esos lugares maravillosos donde, de manera privilegiada, están enredados los contrarios: la placidez y la violencia; la alegría y la tristeza; en fin, la guerra y la paz. Es muy conocido ese pergamino donde están las diferentes etapas por las que pasa un bolo, que empieza con el clásico: “te quiero como un hermano”. En ese momento todo es risa y alegría. La botana está en su punto. La mesera, muy sonriente (señorita, le dice todo mundo, con mucho respeto), sirve platillos con camarones secos en caldo de limón y chile güero. Cuando la tarde avanza y la mesa comienza a llenarse de botellas vacías, la botana es despreciada y la mesera (mamacita, le dice todo mundo, con cierta lascivia) ya tiene cara de fastidio y comienza a colocar las sillas con las patas para arriba sobre las mesas con tablero de metal. Quienes llegaron a disfrutar el momento ya se despidieron, ya fueron a su casa. A las cinco y media de la tarde sólo quedan los más bolencones, los que ya, abrazados con el amigo, babeando la camisa del otro, hacen confesiones más íntimas o comienzan a alzar la voz porque ya sacaron a la mesa de la discusión la vez que el compadre no quiso ayudarlos cuando trabajaba en la presidencia. La bolera provoca sueño en algunos y por eso vemos, a más de dos, embrocados sobre la mesa o recargados sobre la silla, con la cabeza para arriba y la boca abierta; a otros, la bolera les calienta el cuerpo y persiguen a la mesera que, con cara de jerga usada, limpia los tableros de las mesas a fin de que estén listos para el día siguiente. Los bolos calenturientos colocan una mano sobre la mesa, con ello logran equilibrio, y, mientras la cabeza va de un lado para otro, como barco en medio de tormenta, tratan de seducir a las meseras, quienes, fastidiadas, pero tolerantes, sonríen a medias o dan un leve empujón al que intenta agarrarles las nalgas.
Pero, mi niña té de lima, lo que me seduce de las cantinas no son los bolos, me seducen las vidas de los cantineros, esos hombres que hacen negocio con los bolos. ¿En qué momento a alguien se le ocurre vivir detrás de una barra? ¿Quién convierte a la preparación de bebidas en su pasión? No hay oficio del mundo más cargado de misterio que el oficio del cantinero. Decime cuál lo supera. ¡Ninguno! Te cuento, en mi adolescencia, junto con los compas, frecuentaba una cantina donde el dueño estaba toda la tarde y parte de la noche detrás de la barra de madera. Su trabajo era estar pendiente de que las mesas fueran atendidas con rapidez, cobrar y poner música. Al lado de la barra había un modular donde colocaba los discos de acetato. Ponía marimba, danzones, pero, sobre todo, una y otra vez escuchaba (y nos hacía escuchar) discos de piano; de un piano que parecía imagen de cine en blanco y negro; un piano que llenaba de humo la atmósfera y hacía que uno se llenara de nostalgia, la misma nostalgia que atenazaba el cuello y el corazón del cantinero. Yo, desde la mesa donde alzábamos las cervezas, lo veía. Veía cómo nos veía. A medida que la tarde avanzaba él se recargaba sobre la barra, ponía los brazos sobre la superficie y la cabeza sobre aquellos. A veces dormitaba, pero un grito, una carcajada o una mentada de madre en voz alta lo alertaba. Siempre pensé en lo que pensaba. Los demás oficios del mundo no permiten elucubraciones tan intensas como las que hace el dueño de un bar, sobre todo cuando el oficiante es como el que te cuento. Nos veía, no hacía otra cosa que vernos. Él era testigo de cómo el alcohol logra la mayor transformación imaginada. Él era testigo de cómo nos íbamos transformando en Hulk, en Frankenstein, en Jorge Negrete, en zopilote, en cuch, en burro, en piedra o en nube. Todos los demás oficios del mundo no tienen este privilegio. El Director de una empresa no advierte tal transformación en sus empleados; quien dirige una cancha de fútbol rápido ¡tampoco! La gente es una y modifica poco su carácter, a veces alguien se enoja de más, pero después de varios minutos vuelve a su estado normal. En cambio, el cantinero es testigo de cómo el bolo se transforma poco a poco, hasta terminar en un ser totalmente diferente. El ejecutivo de traje, que al principio es una persona maravillosa, atenta y respetuosa, termina, en la cantina, retando a los madrazos al que se le pone enfrente y se orina a mitad de la sala.
El cantinero no lo sabe, pero ejerce el mejor oficio del mundo. El pobre de García Márquez (el famoso escritor, Nobel de Literatura) decía que el mejor oficio del mundo lo posee el periodista. Hoy nos damos cuenta que no es así. El oficio del escritor se acerca a la perfección, pero el del cantinero lo supera, porque éste no necesita inventar personajes. El cantinero tiene frente a sí a personajes que, igual que ángeles, poco a poco descienden a los infiernos, y, mientras caminan en medio de enormes piedrones, se convierten en verdaderos demonios.
Los bolos son las personas más valientes del mundo. Algún Dios, en algún momento, los marcó para siempre. Les dijo que conocerían la miseria del mundo, que se atreverían a descender a donde los demás (cobardes) no lo hacen. Les dijo que así como Adán y Eva habitaron el Paraíso, ellos habitarían el Infierno.
Los sobrios jamás conocen el lado oscuro de su espíritu. Se sabe que el hombre está hecho de retales y pegado con la mierda del mundo. Cuando alguien está bolo muestra esas costuras que a simple vista no se ven.
En Comitán decimos que alguien se “engazó” cuando deja de ser él y se convierte en un energúmeno. ¿Cómo el sobrio puede saber quién es en realidad si nunca ha sufrido una transformación propiciada por el trago? Un escritor de historias policiales dice que cualquier ser humano, en condiciones extremas, es capaz de hacer todo, incluso de volverse otro.

Posdata: tiene años que no bebo alcohol, pero adoro las cantinas. Paso por una que está frente a una terminal de combis que van al Triunfo. Esa cantina siempre está llena de clientes. Paso rápido, sólo la he visto por fuera. Veo las mesas casi juntas. Hay mesas con un solo cliente que bebe una cerveza y platica con su soledad; hay otras que están llenas (con cuatro o cinco compas). Me sorprende la cercanía de las mesas, el amontonamiento. En sábados el local está lleno. Cuando alguien se para para ir al sanitario debe chocar con un comensal sentado en la mesa adjunta. Todo es un amontonamiento surrealista. Y sin embargo, cada mesa es como una isla. El de la mesa de enfrente es un vecino, pero es un ilustre desconocido. Tal vez más tarde se convierta en un amigo y termine sentado bebiendo en la otra mesa o, tal vez, se convierta en el clásico cabrón que reclama: “¡Qué me ves!”, y todo termine en tragedia. En las cantinas se enreda, como en ningún otro espacio, la vida con la muerte, la miseria con la alegría, el recato con la sensualidad. Ahí es donde brota todo, es como un nacedero de agua, de agua limpia y de agua llena de caca. Ahí está concentrada la vida, la verdadera vida, la miserable vida.